Wyrm

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Authors: Mark Fabi

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: Wyrm
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El fin del milenio ha llegado y la Bestia del Apocalipsis es un virus informático que acecha en Internet.

A medida que se acerca el nuevo milenio, las sectas, los falsos profetas y los movimientos religiosos inundan los medios de comunicación de todo el mundo con advertencias de que se avecina el fin del mundo. Pero Michael Archangelo, cazador de virus informáticos, tiene preocupaciones más mundanas: limpiar el sistema Goodknight, un sofisticado programa de ordenador diseñado para competir contra los grandes maestros del ajedrez.

Al cabo de poco tiempo, el virus de Goodknight aparece en sistemas informáticos de todo el mundo y muestra signos alarmantes de vitalidad, inteligencia y conciencia. Michael sospecha que su autor es el misterioso genio de la programación Roger Dworkin, quien lo diseñó para crear un juego de rol informático tan real que es capaz de matar a los jugadores.

Michael y su equipo de expertos en tecnología deben introducirse a través de Internet en el retorcido juego de Dworkin, y siguen su pista por un fabuloso mundo que mezcla realidad y fantasía. Pronto comprenden que el juego está fuera de control y que el virus se ha apoderado de Internet. Su propósito es aprovechar la histeria del cambio de milenio para hacer realidad los peores sueños de la humanidad.

Mark Fabi

Wyrm

ePUB v1.0

OZN
24.09.12

Título original:
Wyrm

Mark Fabi, 1997.

Traducción: Jaume de Marcos

Ilustraciones: Desconocido

Diseño/retoque portada: OZN

Editor original: OZN (v1.0)

ePub base v2.0

A Michael

La naturaleza de la bestia

1

Apertura

Cuando se terminen los mil años,

será Satán soltado de su prisión…

APOCALIPSIS 20,7

«Se devoró a sí mismo.»

Me quedé mirando la nota, pegada a la pantalla de mi ordenador. Era el jueves once de marzo, un poco pasada la medianoche. Justo después de llegar a casa desde el aeropuerto encontré aquella extraña nota y siete mensajes en el contestador automático, lo cual también era extraño porque había llamado antes para escuchar los recados recibidos.

Levanté el auricular y llamé al Dodo. Era tarde, pero si uno deja mensajes crípticos en los ordenadores de la gente, tiene que atenerse a las consecuencias. En cualquier caso, estaba despierto, como suponía. La madrugada es la hora punta de los piratas informáticos.

—¿Diga?

—¿Qué diablos significa esto?

—¡Hola, Michael! Bienvenido a casa.

El Dodo era un pirata al que había pedido que viniera a examinar el problema que tenía con un sistema operativo que había actualizado hacía poco. Macrobyte Software acababa de comercializar la última actualización de MABUS/2K con el bombo y platillo habitual y, por supuesto, resultaba imposible ponerse en contacto con la línea de soporte técnico para que te sacaran las castañas del fuego. Mi problema era el programa de borrado, una rutina que servía para eliminar los archivos no deseados. Había seleccionado los que quería borrar y había hecho clic con el ratón en el icono del basurero, pero, de manera misteriosa, el sistema había dejado de funcionar poco después de instalarlo.

—Gracias, pero ¿tu nota…?

—Sí. El problema parece específico de tu ordenador. Si haces doble clic en el icono de suprimir, la rutina se elimina a sí misma. Por desgracia, no he conseguido averiguar por qué lo hace. Lo más sencillo es que vuelvas a instalar el sistema desde los discos, pero recuerda que no debes hacer doble clic, o te volverá a pasar lo mismo.

—Crees que esto es muy divertido, ¿no?

—Tiene un cierto morbo, la verdad -admitió.

—Supongo que sí.

—Bueno, si consigues descubrir la razón exacta del problema de la función de supresión, cuéntamelo. Siento bastante curiosidad.

—Yo también. De acuerdo, lo haré. Voy a colgar porque parece como si mi contestador automático estuviera a punto de sufrir un ataque de nervios.

—Vale.

Rebobiné la cinta del contestador. Tras un rápido examen, comprobé que todos los mensajes eran de una misma persona: George Bard, un antiguo compañero de universidad de quien hacía años que no sabía nada. Los mensajes eran todos iguales: sólo se componían de la frase «Llámame enseguida» y un número con el prefijo del área de San Francisco. Lo marqué pensando que era un asunto, como mínimo, moderadamente urgente. Comunicaba.

Puse el teléfono en modalidad de rellamada automática y encendí el ordenador. Como tenía una segunda línea telefónica para el módem, pude leer mi correo electrónico mientras el teléfono intentaba localizar a George. Mis cuatro direcciones estaban llenas de publicidad, como siempre, pero había algo más: varios mensajes de George. El primero había llegado alrededor de las nueve, hora del Atlántico. Comenzaba a sentir auténtica curiosidad por la cuestión que lo había puesto tan frenético. Encendí el televisor para tener un poco de ruido de fondo; estaban reponiendo
To Tell the Truth.
Eché una ojeada a los mensajes, que eran casi iguales a los del contestador: «Llama a este número lo antes posible». El teléfono seguía marcando el número con paciencia mecánica y, como era obvio, continuaba recibiendo la señal de ocupado.

Cuando acabé de leer todo el correo, el electrónico y el de papel, ya era casi la una y media, y el presentador Tom Poston estaba machacando a preguntas a unos tipos que afirmaban haber sobrevivido a la caída de un avión. Efectivamente, los tres tenían el aspecto de haber sido arrojados desde una gran altura, de modo que la entrevista se convertía en una tarea ardua. Estaba a punto de olvidarme de todo y dormir un poco porque había asistido a una conferencia en Londres y sufría de
jet-lag.
Aunque tenía curiosidad por el problema de George, no podía hacer nada al respecto hasta que tuviera la oportunidad de hablar con él. Intenté pensar en la clase de trabajo que podía estar haciendo, pero mis recuerdos se referían en su mayoría a los tipos y volúmenes de cerveza que habíamos consumido juntos. Había sido un pirata de Lisp bastante bueno, por lo que tal vez trabajaba en el campo de la inteligencia artificial. Entonces tuve una idea brillante.

Fui a mirar una pequeña pila de discos compactos que estaban todavía metidos en las fundas protectoras del correo. Aún no había tenido tiempo de abrirlas. La que buscaba se encontraba en lo alto de la pila: «Periódicos de 1998 en soporte informático». Saqué el CD-ROM del paquete, lo introduje en la unidad e inicié una búsqueda. Mis esfuerzos se vieron recompensados con una única referencia:
Computer Chess,
una publicación modesta, desconocida y, como era evidente, altamente especializada. Extraje un artículo con fecha de enero de 1998:

PROGRAMADORES DE STANFORD

INTENTAN UN NUEVO ENFOQUE

Unos programadores de la Universidad de Stanford han recibido una beca de la empresa Tokoyo Corporation para continuar sus trabajos en un programa que esperan que pueda enfrentarse a Mephisto, el actual campeón mundial entre los ordenadores preparados para jugar al ajedrez. A diferencia de los habituales programas de ajedrez de nivel de competición, que potencian la velocidad, el cálculo a gran escala y la capacidad de prever el mayor número posible de movimientos, el equipo de la Universidad de Stanford espera utilizar los recientes avances en inteligencia artificial. Según el jefe del equipo, Jason Wright, «nos gustaría crear un programa que
piense
el ajedrez como los grandes maestros humanos».

La noticia se prolongaba unos párrafos más en un estilo similar, aunque sin dar excesivos detalles. Los programadores no revelaban muchos datos sobre su proyecto; en realidad, nada, porque programar un ordenador para que «piense como los grandes maestros humanos» era una frase que siempre decían los programadores. Corrección: era algo que los programadores solían decir y que últimamente decían de nuevo.

Habían dejado de hacerlo durante un tiempo, en los años ochenta y a principios de los noventa, porque con la llegada de programas como Belle, Deep Thought y Deep Blue, se había reducido el interés en la inteligencia artificial. Esos programas eran algoritmos muy sencillos, diseñados para aprovechar la velocidad del hardware, que estaba aumentando muy deprisa. Debido a que el ritmo de mejora de los programas sencillos y veloces había empezado a ralentizarse, la inteligencia artificial volvía a ponerse en el candelera.

De todos modos, que un programador dijera que iban a construir un ordenador que «piense el ajedrez como un gran maestro humano» era como si un político afirmase estar «estudiando el problema»; pese a tener la apariencia de una frase gramaticalmente correcta, en realidad carecía de significado. En el último párrafo, aparecía una lista con los nombres del resto del equipo del proyecto, que incluía a George. Aquello me bastó para imaginar la probable causa de su llamada: tenían problemas de parásitos en el programa y querían contar con mis conocimientos profesionales.

Iba a desconectar el teléfono cuando tuve otra idea. Volví al ordenador y realicé una búsqueda en línea que combinaba las palabras
ordenador
y
San Francisco
. Con el parámetro
limitarse a la semana pasada,
aparecieron más de cien entradas. Añadí el término
ajedrez
a la búsqueda, y el resultado fue el siguiente artículo:

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