»De ésas y otras muchas maravillas que mi Señor Colón describe prolijamente en una larga carta que me entregó para que entregase a mi vez a sus Majestades, escuché hablar con largueza y gran lujo de detalles, aunque en honor a la verdad personalmente tan sólo alcancé a ver a media docena de nativos emplumados que hacían aspavientos, gruñían como cerdos, y mostraban mucho más entusiasmo por nuestras herrumbrosas espadas, que por las fantásticas armaduras de oro a que hacían continuas referencias.
»Cabría achacarlo al hecho de que cuando ya los hombres se encontraban lo suficientemente repuestos como para pensar en organizar una expedición a «Tierra Firme» en busca de aquellas minas de oro inagotables, volvió el mal tiempo y como el refugio no era seguro y rompíamos amarras, nos vimos obligados a hacernos a la mar en demanda de puerto más idóneo.
»Harto difícil empeño es ése por aquellas latitudes, Señor, y el viento nos trajo y nos llevó de nuevo a su capricho; de adelante atrás y de atrás adelante, sin rumbo ni destino, con olas como montañas que a cada embate amenazaban con tragarnos, y así durante días y semanas, sin cesar de llover torrencialmente un sólo instante, y debe ser aquella la cocina donde se cuecen todas las galernas de este mundo y desde donde se sirven una vez comprobada su eficacia.
»Cuesta trabajo aceptar que tal cúmulo de desgracias se ceben al tiempo sobre tantos inocentes, pero así fue.
»Quién nos maldijo o qué nefasto gafe llevábamos con nosotros jamás conseguiré averiguarlo, pero la marinería se pasaba los días y los meses tratando de descubrir qué persona o qué cosa atraía sobre sí tantas fuerzas ocultas, y más de uno aseguró que se trataba de aquella nefasta nao,
La Gallega
, que jamás navegó como Dios manda, ni obedeció a más timonel que su mero capricho.
»Fuera como fuera, Señor, lo cierto es que el año se nos fue en idas y venidas hasta el punto de perder toda noción del tiempo y del espacio, y en semejante vagabundear empujados por galernas, aún continuaríamos, a no ser por el hecho de que un buen día descubrimos que los navíos estaban carcomidos por la broma: un extraño gusano de estos mares, Señor, una pequeña bestia de feroces mandíbulas que taladra los cascos formando millones de minúsculas galerías que acaban por convertir la más gruesa madera en un pedazo de pan enmohecido.
»Era como navegar sobre papel, y un simple pisotón en la sentina hubiese bastado para abrir una vía de agua catastrófica, por lo que el Almirante tomó la decisión de emprender el regreso a La Española puesto que de lo contrario allí nos hubiéramos quedado para siempre.
»Me consta que su más íntimo deseo era internarse en «Tierra Firme» en busca de las fastuosas riquezas de Veragua, pero antepuso su deber de Comandante de la Flota, al de Descubridor de Nuevos Mundos, y pudo más en él la necesidad de salvar vidas a la avaricia de atesorar riquezas.
»Y si mala fue la ida, os juro que terrorífico fue el regreso, dado que ni las naves eran ya naves, ni sus tripulantes, tripulación, ni nada nos empujaba a seguir, más que la necesidad de no morir bajo aquella eterna lluvia cálida y pegajosa.
»Llegamos justo hasta la costa norte de la isla de Jamaica, y si lo conseguimos fue tan sólo gracias al tesón y la sabiduría del Almirante, pues era tan pobre y desvencijada la andadura de las maltrechas naos, que pasábamos días enteros sin avanzar un sólo metro en la dirección correcta, ya que las bodegas se iban anegando ante nuestros propios ojos, y ni aun con todos los hombres achicando día y noche, conseguíamos mantener la línea de flotación a un nivel aceptable para las más mínimas necesidades de maniobra.
»Fue aquél, a mi modo de ver, el «Suplicio de Tántalo» del que tanto se habla, pues a la vista ya de tierra, las corrientes nos alejaban de continuo, y en aquella eterna lucha de achicar, izar, orzar y rezar para no irnos a pique pasamos dos semanas sin conseguir arrimarnos a puerto.
»A salvo ya por fin tras infinitas penalidades, nos vimos en la obligación de varar las naves en la arena porque sobre las aguas no se hubieran mantenido a flote ni siquiera otra noche, y curioso fue advertir cómo, al encallar, sus bajos se desmigajaban como una hoja seca que al tocarla pasa a convertirse en polvo en un instante.
»Hicimos tratos con indios, que eran pacíficos, y que nos proporcionaron frutas y carne fresca con que cambiar nuestra abominable dieta de tasajo y galletas, y durante las primeras semanas nadie tuvo fuerzas más que para buscar nuevas fuerzas, ni otro pensamiento que no fuera el de no pensar en nada.
»Tanto se habían movido aquellas naves, y durante tanto tiempo, que os aseguro Señor, que ya no sabíamos andar sobre tierra firme y teníamos la sensación de que la isla toda se balanceaba sobre un inmenso pivote.
»Mi Señor deliraba.
»A veces creo que el hecho de dejar a la tripulación a salvo sobre la arena, aunque se tratase de la arena de una isla salvaje, fue su último acto de Almirante y Virrey, pues a partir de aquel instante se hundió en una especie de abstracción de la que resultaba muy difícil sacarle, y en la que a menudo le sorprendí hablando solo, o discutiendo con Aristóteles, Tolomeo y Erasmo de temas de religión, política o descubrimientos geográficos.
»Parecía más que obsesionado con la idea de que aquella Veragua que habíamos encontrado en nuestro malhadado viaje se alzaba a las puertas del Cipango y el Catay, pero ofrecía al mismo tiempo riquezas sin fin de las que nadie podía proclamarse dueño y pasarían a engrosar las arcas españolas, pretendiendo aunar de alguna forma, a mi modo de ver incongruente, sus dos grandes ilusiones: la primera, haber llegado a las costas de Asia, demostrando que el mundo era mucho más pequeño de lo que todos aseguraban, y la segunda haber descubierto un Nuevo Continente, con lo cual su anterior teoría se derrumbaba.
»No aceptaré decir, Señor, que estaba loco. Respeto demasiado a Don Cristóbal como para insinuar semejante bajeza, pero no me recato al admitir que la edad, la gota que le hacía sufrir las penas de infierno, y las infinitas calamidades de aquel terrible viaje, le habían trastornado hasta el punto de no encontrarse por completo en sus cabales.
»¿Qué se podía esperar de quien se sabía responsable de tantos hombres hambrientos a los que veía vagabundear sin rumbo por una isla perdida, sin saber con exactitud cómo y cuándo podría sacarlos de allí para devolverlos sanos y salvos a unos hogares que habían abandonado por seguirle en su aventura hacía ya más de un año?
»Una noche me mandó llamar y me pidió que intentase llegar hasta aquí en una piragua tripulada por indios, pero le hice comprender el terrible riesgo que significaba atravesar cuarenta leguas de mar abierto y tempestuoso en una embarcación pensada para no alejarse de la orilla. Suicidio era a mi modo de ver, y estuvo de acuerdo, pero aun si me advirtió que si alguien no partía en demanda de ayuda, allí pereceríamos todos de hambre, abandono y desesperación.
»Insistió una y otra vez en las semanas que siguieron, y como resultó evidente que nadie se ofrecía a llevar adelante tan loca empresa, acabé por hacer de tripas corazón y lanzarme al mar convencido de que ese mar sería mi tumba.
»A última hora, un valiente genovés llamado Flisco se brindó a correr mi misma suerte, y acompañados por seis remeros indios de los que poco nos podíamos fiar, emprendimos el viaje sin más bastimento que unos barriles de agua y algunas frutas, en una frágil embarcación que apenas soportaba una pequeña vela, ni más ayuda que nuestra fe en Dios y el convencimiento de que La Española debía estar en algún lugar del mundo, hacia el Nordeste.
»El Almirante me confió una larga carta para los Reyes, otra para el Gobernador Ovando suplicando humildemente que enviara una nave a rescatarles, y otra para su hijo Diego, que aún vive en España.
»—Contigo van nuestras últimas esperanzas —me dijo—. La de estos hombres que perderán la vida si no vuelves, y la mía propia, que además de la vida, perderé la gloria que tanto esfuerzo me ha costado conseguir.
»Fue un viaje difícil, Señor. Duro y difícil incluso para quienes, como nosotros, habíamos soportado ya tantas y tan terribles galernas.
»Cinco días bajo un sol abrasador y sobre un mar rugiente, y embravecido, consumidos por la sed, el hambre y la fatiga, y aterrados por el hecho de que en cuanto la costa de Jamaica desapareció a nuestras espaldas no tuvimos más compañía que los voraces tiburones.
»Flisco y yo teníamos que turnarnos arma en mano, pues abrigábamos el convencimiento de que en cuanto nos descuidáramos los indígenas nos cortarían el cuello para dar de inmediato media vuelta y retornar a sus hogares, ya que excuso decir que ninguno de ellos realizaba aquel maldito viaje de buen grado.
»Dos murieron en el camino y me vi obligado a arrojarlos al mar aun contra mi voluntad, pues se constituyeron en carnaza que atrajo a muchos más tiburones, y os aseguro que cuando al fin distinguimos en la distancia la cumbre de la isla de La Navata que anunciaba la proximidad de La Española, y en cuyos charcos encontramos agua dulce con que calmar nuestra sed, lo atribuí a un auténtico milagro, pues jamás cruzó por mi mente la idea de que semejante locura pudiese tener buen fin.
»Ya en La Española tuve noticias de que el Gobernador se encontraba aquí, en Xaraguá, corrí a su encuentro y me entrevisté con él cuando acababa de apresar a la Princesa Anacaona. Le hice ver la terrible situación y el peligro de muerte en que se hallaban tantos españoles, incluido el Virrey de Las Indias, pero ante mi sorpresa, no se apresuró a enviar ayuda, sino que incluso me prohibió continuar viaje a Santo Domingo, obligándome a permanecer en Xaraguá sin contarle a ninguno de sus hombres cuanto a él le había contado.
Bonifacio Cabrera, que había escuchado en recogido silencio la larga exposición de tantas desventuras, lanzó un hondo suspiro de fatiga.
—¡Por Dios que habéis conseguido impresionarme! —señaló—. Tanto por la magnitud de los padecimientos que me habéis relatado, como por la inconcebible actitud de un hombre, que diciéndose cristiano, se resiste a acudir en auxilio de quienes tanto lo necesitan.
—Ovando es un ser mísero, servil y abominable que lo único que anhela es castigar al Almirante por haberse permitido la osadía de ser tan grande pese a haber nacido plebeyo. Debieron enseñarle que Dios creó a los nobles para ser admirados, y al resto de los hombres para ser despreciados, y se resiste a admitir que tales principios puedan trastocarse. Dejar que Colón se pudra en Jamaica es la mejor forma que conoce de conseguir que las cosas vuelvan a su cauce.
—¿Pero qué dirán los Reyes?
—Los Reyes están muy lejos. Por eso no me permite ir a Santo Domingo. Sabe que allí encontraría el modo de embarcar hacia España, y que al leer la carta que me entregó mi Señor, Doña Isabel enviaría de inmediato en su busca. Ella sabe muy bien que Don Cristóbal Colón no debe morir abandonado como un perro.
—Dicen que la Reina ya casi no gobierna, enferma por culpa de los quebrantos que le proporciona la frágil salud mental de su hija Juana, de la que muchos aseguran que en verdad está más loca que una cabra.
—Aun en su lecho de muerte a la Reina le quedaría un último aliento para ordenar que rescaten a mi Señor, pues le consta que sus glorias van tan unidas como la mano al brazo o la cabeza al cuerpo. La Historia para nosotros es algo intangible, pero para Isabel es parte de su vida, y no puede aceptar una mancha como la que significaría el abandono del Virrey en una isla salvaje.
—Al sur de Jamaica hay una pequeña colonia de españoles que incluso tienen un buen esquite con el que a menudo llegan hasta aquí —señaló el cojo—. Tal vez establezcan contacto.
—Aquella isla es grande, agreste y selvática, y sus diferentes tribus se odian. Colón y su gente están aislados en una pequeña playa, al Norte, y dudo que tengan fuerzas suficientes como para atravesar la isla. Debo ser yo quien los rescate, pero nada puedo hacer mientras ese cerdo de Ovando no me permita abandonar Xaraguá.
De regreso al refugio de la isla de Gonave, el renco Bonifacio hizo notar a
Doña Mariana
, que si bien durante su reciente viaje a Xaraguá no había conseguido noticias de
Cienfuegos
, Fray Bernardino, o la Princesa Anacaona, sí había logrado hacer amistad con alguien que mantenía una estrecha relación con el Almirante, y que podía demostrar ante los Reyes la mala fe con que el Gobernador Ovando estaba actuando en los asuntos de la administración de la isla.
—Si el
Milagro
llegara a tiempo, podríamos acudir a rescatar al Virrey —añadió—. Y estoy seguro de que tendría la influencia suficiente como para conseguir que no ahorcaran a
Flor de Oro
, y que Ovando levantara la pena de destierro que pesa sobre nosotros.
—Lo que estás pidiendo no es un
Milagro
, sino muchos —señaló ella con amargura—. Cuanto me cuentas me apena, pues pese a que nunca simpaticé con el Almirante admito que no se merece que tipos como Ovando se permitan hacer con él lo que está haciendo. Por desgracia, el mundo es así, y ya mi padre me advirtió que por cada gran hombre hay siempre un millón de gusanos dispuestos a devorarle. —Lanzó un suspiro de resignación—. Si podemos hacer algo por él, lo haremos, pero quien ahora en verdad me preocupa es
Cienfuegos
.
—
Cienfuegos
sabe cuidar de sí mismo —fue la tranquilizadora respuesta—. Y a poca oportunidad que le den, lo hará también de la Princesa. Sé que volverá, y con un poco de suerte la traerá consigo. Debemos darle tiempo.
Pero el tiempo era algo que se le escapaba a la alemana entre los dedos, y cuando el hombre al que amaba se encontraba tan lejos, ese tiempo volvía a caerle encima como una losa, y una y otra vez buscaba en el espejo aquellas arrugas que le mostraban claramente que su tiempo particular se terminaba.
La vejez, como casi todo cuanto se espera largamente, había llegado cuando menos se esperaba, y la inutilidad de luchar contra quien siempre vence, le producía una sensación de impotencia de la que no podía escapar por más que lo intentara.
Había acabado como mujer, y lo sabía, pero estaba segura de que no había acabado como ser humano inteligente, por lo que tras reflexionar unos instantes señaló con firmeza:
—Busca un indio listo y veloz, que corra a Santo Domingo y sea capaz de localizar a
Cienfuegos
. Le enviaré un mensaje para que haga circular la noticia de que Ovando no sólo tiene retenida ilegalmente a la Princesa, sino que también al mismísimo Almirante Don Cristóbal Colón, Virrey de las Indias. —Hizo una larga pausa en la que parecía madurar las ideas que le rondaban la cabeza—. O mucho me equivoco, o se organizará tal escándalo, que ese hijo de perra se lo tendrá que pensar muy bien antes de ahorcar a Anacaona. —Hizo un impaciente gesto con la mano—. ¡Apresúrate! —suplicó—. ¡Creo que ésa es nuestra última esperanza!