Desde que atravesó el océano y tomó posesión de su cargo, Ovando se acostumbró a la idea de que los «salvajes» eran seres inferiores, a mitad de camino entre el hombre y la bestia, incapaces de expresarse normalmente o concretar una simple idea abstracta.
Pero durante los dos días en que fue huésped de Anacaona y ésta le agasajó como al embajador de una lejana potencia aliada, Fray Nicolás llegó a la conclusión de que la inteligencia, la gracia y la agudeza de
Flor de Oro
iba muchísimo más allá de lo que hubiese descubierto jamás en ninguna mujer europea, ni aun en la inmensa mayoría de los hombres.
Si a ello se unía su innegable hermosura, y el hecho de que siempre parecía abierta a cualquier tipo de aventura galante, no es de extrañar que en su presencia se derrumbaran todos los esquemas de comportamiento masculino.
La mandó llamar.
—Siento lo ocurrido —fue lo primero que dijo al tenerla ante sí—. Pero hay cosas que me veo obligado a hacer como gobernante pese a que me repugnen como persona.
—Eso quiere decir que no sois un auténtico gobernante —replicó ella con una tranquilidad sorprendente en una mujer semidesnuda y encadenada.
—¿Por qué?
—Porque quien ha nacido para gobernar compagina desde un principio ambos conceptos. Tan sólo cuando esos principios están de acuerdo con sus actos, tiene derecho a decirle a otros lo que deben hacer.
—¿Quién os enseñó tales cosas?
—Mi padre en la cuna. Y supongo que lo mamé en la leche de mi madre. Ambos eran príncipes.
—¿«Príncipes de salvajes»?
—Para los arawacs el concepto de «salvaje» tan sólo se aplica a aquellos que matan sin estar en peligro su vida; como los caribes, que lo hacen por devorar a sus víctimas, o los españoles, que lo hacen por robarles su libertad y su oro.
—¿Acaso andar desnudos y fornicando a todas horas es propio de gente civilizada?
—Mucho más propio que andar con paños de lana con este calor, y más propio que, masturbarse como hacen los de tu raza. Sois tan hipócritas que preferís proporcionaros un denigrante placer a vosotros mismos con tal de conservar las apariencias, que hacer felices a otros con tal de que un tercero no os critique. ¡Pobre gente!
—¿Qué sabrá una salvaje sobre la auténtica fe y el respeto a nuestro cuerpo que exige la Santa Madre Iglesia?
—¿Respeto…? ¿Llamas respeto a mantener un cuerpo mugriento y apestoso? Lo respetáis tanto que ofendéis a cuantos os rodean, porque con harta frecuencia el hedor que despide obliga a mantenerse lejos. Si ésa es la mejor arma que habéis descubierto para luchar contra la concupiscencia, admito su increíble eficacia.
—Pues por lo que sé de Vos, tales olores no os han impedido cohabitar con más de un caballero castellano.
—Mi trabajo me costó librarles de sus miserias, y en algunos casos, como el de Don Bartolomé Colón, jamás lo conseguí, pero aquélla fue una cuestión de Estado, no de placer, y acepté resignada el sacrificio.
—¿Luego admitís que sois capaz de acostaros con un hombre por interés?
—Por el de mi pueblo sí, no por el mío. Y no me arrepiento, ya que gracias a ello Xaraguá ha sido independiente y libre todos estos años.
—Tal vez llegasteis a imaginar que tales argumentos podrían ser válidos en mi caso.
—¡En absoluto! —fue la honrada respuesta de la Princesa—. Ni yo soy la misma, ni Vos un Colón. Tengo muy claro que cuando vuestros Reyes designan a un Gobernante, su primera preocupación se centra en el hecho de que no debe sentir el más mínimo interés por las mujeres, pese a que si Bobadilla se hubiese preocupado más por ellas, que por atesorar oro y poder, mejor nos hubiera ido.
—Sobre todo a él, que se fue al fondo del mar con sus riquezas. —Ovando observó con sorprendente fijeza a su interlocutora, como si en verdad se esforzase por averiguar qué se ocultaba tras aquel hermoso rostro que aparecía marcado por profundas ojeras azuladas, como si hubiera envejecido una década en tan sólo cinco días—. ¡Dejemos eso! —añadió—. Lo que importa es saber si estáis dispuesta a ordenar a vuestros guerreros que abandonen toda resistencia y acepten convertirse en fieles súbditos de Isabel y Fernando.
—¿Súbditos o esclavos?
—Sabéis muy bien que mis Señores han dictaminado que ningún nativo de las Indias Occidentales sea considerado esclavo, a no ser que se le haya hecho prisionero en el transcurso de una guerra justa.
—¿Como en mi caso…? —inquirió Anacaona con ironía—. ¿O como en el de los miles de confiados taínos que un buen día se vieron sorprendidos en sus hogares, cargados de cadenas y enviados a España? ¿Es eso lo que consideráis «Una Guerra Justa»?
—La mayoría de las guerras son a medias justas y a medias injustas, según el bando desde el que se miren —le hizo notar el Gobernador con absoluta calma y convicción—. Y para mí nada hay más justo que enfrentarme arma en mano a reyezuelos y gobernantes que por mera ambición personal se oponen a que la civilización y la verdadera fe favorezcan a sus congéneres.
—¿Y cómo podéis estar tan seguro de que vuestra fe es mejor que la mía?
—Es evidente, puesto que no tenéis ninguna.
—¡Más a mi favor…! —le hizo notar la Princesa—. Al no adorar a un Dios, tal vez cometo una grave falta, pero si adorase a uno que resultase falso, esa falta sería doblemente grave. ¿O no?
—Nunca se me había ocurrido mirarlo desde ese punto de vista —admitió el otro—. Pero tampoco es éste el caso. Cristo es la verdad.
—Años de tratar a personas tan cultas como Ojeda, Juan de la Cosa, o
Doña Mariana Montenegro
, me han llevado a la conclusión de que para los europeos ese tipo de verdades se transforman en un simple problema geográfico. Un dios es verdadero o falso según determinadas fronteras, pese a que esas fronteras cambien a menudo de lugar, y eso me parece absurdo.
—No os he hecho venir para enfrascarme en una discusión moral o teológica —cambió de tema el Gobernador a todas luces incómodo por el sesgo que tomaba la charla—. Sino para conocer vuestra respuesta a mi demanda. ¿Daréis esa orden?
—¿La orden de que acepten la esclavitud? ¡Naturalmente que no!
—¿Sabéis a lo que os exponéis?
—Lo imagino.
—¿Y no os asusta?
—Más me asusta verme convertida en una vieja marioneta a la que incluso los suyos aborrecen.
—Podríais ahorrar sufrimientos y derramamiento de sangre a vuestro pueblo.
—Derramamiento de sangre, tal vez. Sufrimientos no, porque tengo muy claro que su destino es sufrir bajo vuestra tiranía hasta que desaparezcan de la faz de la tierra. Sé que así será, pero no colaboraré para que así sea.
—Haré que os juzguen por traición.
—¿Traición a quién? Nací reina y por lo tanto no puedo traicionarme más que a mí misma. —
Flor de Oro
sonrió con amargura—. Y es lo que no estoy haciendo.
Fue aquélla una conversación que habría de quedar grabada para siempre en la memoria de Fray Nicolás de Ovando, y que le inquietó al punto de no desear que volviera a repetirse, puesto que el hecho de que una «salvaje» fuera capaz de expresarse con argumentos que hubiesen envidiado la inmensa mayoría de sus conocidos, debilitaba los cimientos de sus más firmes convicciones, y le obligaba a replantearse la cuestión de la superioridad de su propia raza sobre la de los negros y cobrizos.
De regreso a la capital, y recluido como siempre en sus habitaciones del Alcázar, lamentó no poder contar con los sabios consejos de Fray Bernardino de Sigüenza, puesto que pese a lo que hubiera podido decirle en un momento de indignación, tenía plena conciencia de que el diminuto franciscano era la única persona de este mundo capaz de expresar con absoluta sinceridad lo que pensaba.
«La Soledad del Poder» le pesaba con más fuerza que nunca, y lamentó también —mucho más de lo que le hubiera gustado reconocer— el hecho de no tener ocasión de mantener nunca más aquellas largas charlas en las que conseguía sincerarse por completo, abriendo su corazón con la seguridad de que cuanto dijera jamás trascendería.
Tomar decisiones de las que dependían tantos destinos le agobiaba, pero aún más le agobiaba el hecho de no tener con quién discutir ni la más nimia de dichas decisiones.
No confiaba en ninguno de sus «asesores» y empezaba a tener la impresión de que se encontraba atrapado en lo más intrincado de una tupida tela de araña entretejida a base de intereses que con frecuencia incluso escapaban a todo análisis o a toda capacidad de comprensión.
El ansia de riqueza de quienes habían atravesado el océano huyendo de la miseria o de la justicia, no parecía conocer límite, y siniestros personajes que unos meses antes mendigaban un empleo o un mendrugo, «exigían» ahora tierras y siervos con las ínfulas de héroes de las cruzadas.
—Su Excelencia el Gobernador de Coquibacoa solicita audiencia.
—¿Quién? —repitió molesto por la inesperada interrupción de su obeso Secretario Privado.
—Su Excelencia el Gobernador de Coquibacoa.
—¿Otro mangante? —se enfureció—. Que lo echen.
—Lo veo difícil, Excelencia —le hizo notar el gordo con cierta timidez—. Permitid que os recuerde que se trata del Capitán Alonso de Ojeda, y le creo muy capaz de acabar por sí solo con toda la guardia.
—¡Ojeda! —exclamó Fray Nicolás de Ovando cayendo en la cuenta de su error—. ¡Dios Bendito! Olvidé que los Reyes le concedieron tan ridículo título. —Agitó la cabeza desconcertado—. Creí que al salir de la cárcel había abandonado la isla.
—También yo, Excelencia, pero está en la antecámara y vestido de punta en blanco. Parece ser que las cosas le van bien nuevamente.
—¿Tengo obligación de recibirle?
—Como Alonso de Ojeda, no. Como Gobernador de una Provincia de Sus Majestades, sí —le hizo notar el otro—. Y se ha presentado exhibiendo su nombramiento.
—Que pase entonces.
El primer saludo fue cortés, como correspondía a dos hombres que sabían que si bien uno era importante por su cargo, el otro lo era por su fama, y fue Ovando quien como anfitrión rompió el hielo haciendo un esfuerzo por mostrar una satisfacción que no sentía.
—Me alegra que al fin prevaleciera la justicia —dijo—. Y a decir verdad me sentía dolido al suponer que habíais abandonado Santo Domingo sin visitarme.
—Por mi parte esperaba una invitación vuestra, así como una felicitación oficial, por mi puesta en libertad. ¡Puntos de vista!
—¡Puntos de vista, en efecto! —El tono de voz pretendía significar que el caso no revestía mayor importancia—. A veces no estoy muy ducho en el protocolo, aparte de que he estado terriblemente ocupado pacificando Xaraguá.
—¿«Pacificando»? —repitió con ironía el diminuto Ojeda al tiempo que tomaba asiento pese a que el otro no le había pedido que lo hiciera—. Curiosa palabra para semejante acto, ¿no os parece?
—Os recuerdo que se trata de una acción calcada de la captura del cacique Canoabó que tanta fama os diera.
—¡En absoluto! —protestó el conquense—. Nada tiene que ver una cosa con otra. Por aquel tiempo estábamos en guerra con Canoabó, que había matado a docenas de los nuestros, y sabido es que me presenté en su campamento sin avisar, le invité a subir a mi caballo, y escapé con él acosado por más de quinientos de sus guerreros fuertemente armados.
—En Xaraguá también había guerreros.
—En son de paz. Y Anacaona es una indefensa mujer que os había invitado como embajador de una potencia amiga. Fue una traición.
—Moderad vuestra lengua.
—La moderaré si aceptáis de buen grado que nada tiene que ver una acción con la otra. —Ojeda hizo una corta pausa—. Aunque poco importa lo que aquí discutamos. —De nuevo se interrumpió como si con ello quisiera cerrar un apartado de la entrevista e iniciar otro completamente diferente—. A lo que he venido es a suplicaros que me comuniquéis vuestras intenciones con respecto a Anacaona, para saber hasta qué punto afectará a mis planes.
—¿Es que acaso pensabais volver a convertirla en vuestra amante? —fue la malintencionada pregunta.
—Os recuerdo que la Princesa nunca fue amante del Gobernador de Coquibacoa, que es quien os visita.
—Entiendo —admitió Ovando resabiado—. Pero lo que no entiendo es cuáles son esos planes, si me consta que estáis en la ruina, y en el caso de que existan, qué tienen que ver con ellos la Princesa.
—Mi ruina, asunto mío es —le hizo notar el otro—. Que varias veces estuve en idéntica situación y otras tantas me vi al frente de poderosos ejércitos o armadas, y en cuanto a la Princesa, del trato que le deis dependerá en gran parte la actitud que adopten los indígenas de Coquibacoa.
—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? —se sorprendió el Gobernador de La Española—. Ni siquiera tengo idea de dónde está semejante lugar.
—Justo al Sur, en «Tierra Firme». Y os recuerdo que muchos habitantes de esta isla han huido contando con el trato que aquí se les ha dado. Si a ello se añade una traición en tiempo de paz, y tal vez un trágico final para la Princesa, tened por seguro que ni un solo nativo de este Nuevo Mundo nos recibirá jamás amistosamente.
Tendremos enemigos dondequiera que vayamos.
—Me ordenaron pacificar La Española —fue la seca respuesta—. Lo he conseguido y no creo que deba preocuparme de problemas que no me atañen, y que se me antojan lejanos e improbables. Y tened muy presente que para que Vos u otros como Vos, puedan conquistar nuevos territorios, es necesario ante todo disponer de una base segura aquí en la isla. Me limito a hacer mi trabajo.
—¿Como en el caso del desastre de la Gran Flota? —lanzó su dardo Ojeda—. Os recuerdo que allí también cumplíais órdenes, pero que si hubierais prestado atención a quien tenía más experiencia que Vos, nadie habría muerto.
El Gobernador Fray Nicolás de Ovando pareció a punto de perder los estribos y hacer sonar la campanilla para que se llevasen de allí a aquel minúsculo deslenguado que empezaba a insolentarse más de lo que resultaba lógico aceptar, pero los acontecimientos de los últimos tiempos le habían enseñado a contenerse y a meditar tres veces sus decisiones, convencido como estaba de que sus bruscos golpes de soberbia se habían transformado con el paso del tiempo en su peor enemigo.
El peso de la fama del Capitán Alonso de Ojeda seguía influyendo de modo muy negativo sobre su ánimo, y tenerle allí, sentado ante él, consciente de que la espada que colgaba de su cintura había segado en buena lid docenas de vidas y parecía dispuesta a acabar con muchas más, le impulsó a ser paciente, esforzándose por conseguir que el tono de su voz no demostrase hasta qué punto aquel odioso hombrecillo conseguía sacarle de quicio.