—No creo que debáis ser Vos, sino sus Majestades, quien juzgue mi forma de actuar —dijo al fin con helada tranquilidad—. Del mismo modo que no debo ser yo quien juzgue el modo en que decidáis llevar adelante la conquista de vuestra gobernación. —Hizo una corta pausa y se puso en pie indicando con ello que daba por concluida la entrevista—. Tomaré las decisiones que considere oportunas lamentando si en algo os afectan, pero nada más puedo hacer al respecto.
—¿Y si os suplicara, amistosamente, que no atentarais contra la vida de la Princesa hasta haber consultado con los Reyes?
—Lo tendría en cuenta, pero nada os prometo.
—Ejecutar a una mujer como Anacaona no es algo que contribuya a acrecentar el brillo de la Corona —le hizo notar el otro.
—Ni a opacarlo cuando se trata de un enemigo declarado. Y ella lo es.
—Aunque lo fuera. ¿Qué pueden importar unos meses de retraso en tal decisión?
—Mucho, si a los suyos se les ocurre la idea de iniciar una revuelta con intención de liberarla. Nadie se arriesga por un muerto.
Cuando media hora más tarde Alonso de Ojeda se reunió con
Cienfuegos
y Núñez de Balboa en la «Taberna de los Cuatro Vientos», ni siquiera intentó ocultar su pesimismo, y necesitó echarse al coleto un par de vasos de vino antes de dar cumplido informe de la desesperanzadora entrevista.
—La matará —fue su negra conclusión—. Y nada podremos hacer por evitarlo.
—¿Y Castreje? —quiso saber Balboa.
—Lo tanteé en el Alcázar. No moverá un dedo si no es por dinero. Mucho dinero.
Hizo un gesto al mozo de la taberna para que trajera una nueva jarra, y en el momento en que éste la estaba depositando en la mesa, una autoritaria voz ordenó roncamente:
—¡Daos preso!
Los cuatro pares de ojos se clavaron interrogantes en el altivo oficial que se encaraba a ellos con la mano en la empuñadura de su espada.
—¿Qué ocurre, Pedraza? —inquirió Balboa molesto—. ¿Acaso el que os hayan ascendido a Capitán os ha sorbido el seso?
El aludido señaló con gesto acusador a
Cienfuegos
.
—Ese hombre está condenado al destierro, y la pena por desobediencia es la horca.
—¡Qué manía con colgar a la gente! —se lamentó Ojeda—. ¡Ni que fueran jamones! —Se dirigió al recién llegado como quien se dirige a un estúpido—. ¿Es que acaso no veis que está conmigo?
—¿Qué importa eso? —quiso saber el aludido—. La Ley es la Ley.
—Y mi espada es mi espada —gruñó el de Cuenca—. Quitad la mano de la empuñadura de la vuestra, o daos por muerto.
Era cosa sabida que Alonso de Ojeda jamás amenazaba en vano y que si se decidía a desenvainar su arma corría la sangre, por lo que no fue de extrañar que el recién ascendido Capitán Pedraza cambiara de color, abriera los brazos como dando a entender que no tenía la más mínima intención de provocar al pequeñajo, y señalara al fin con un hilo de voz que denotaba su profundo nerviosismo:
—No deberíais proteger a un fugitivo de la Justicia —dijo—. Y alguien sobre cuya cabeza pende una pena de destierro no puede sentarse en una taberna de la capital y pretender impunidad tan sólo por ser amigo vuestro.
—En eso tenéis toda la razón —admitió el de Cuenca en tono conciliador—. Y no volverá a repetirse. Si me concedéis la merced de hacer la vista gorda en esta ocasión, os doy mi palabra de que mi amigo abandonará de inmediato la ciudad y, en cuanto sea posible, la isla.
—¿Palabra de caballero?
—Palabra de Alonso de Ojeda, que es mucho más que eso.
No hacía falta ser muy astuto para comprender que el Capitán Pedraza estaba deseando salir de la forma más airosa posible de la peligrosa situación en que se había metido, y aquélla era la mejor solución que podían ofrecerle.
—¡De acuerdo! —dijo en el tono de quien le está perdonando la vida a su enemigo—. Le doy de plazo hasta la puesta de sol.
—¡Mendrugo! —fue el despectivo comentario de Ojeda, en cuanto le vio abandonar el local—. Es un mendrugo y un «lameculos», pero por desgracia tiene razón y ni siquiera yo puedo enfrentarme al Gobernador aquí en la isla. —Lanzó un reniego para volverse a
Cienfuegos
—. Debéis marcharos si no queréis que os cuelguen —concluyó.
—No puedo abandonar a la Princesa —protestó el gomero.
—Si Ovando se entera de que intentáis salvarla, le haréis un flaco favor —intervino Balboa—. Estoy de acuerdo con Ojeda; aquí corréis peligro.
El canario meditó largamente mientras sus compañeros y el mozo de la taberna le observaban en silencio, y tras sopesar los pros y los contras de la comprometida situación, llegó a la conclusión de que una vez descubierta su presencia en la capital era sólo cuestión de tiempo que Pedraza o cualquier otro le apresara, con lo cual no sólo no sería de ninguna utilidad a
Flor de Oro
, sino que incluso podría conducir a un auténtico desastre a su familia.
—¡Está bien! —susurró al fin volviéndose a Alonso de Ojeda—. Me iré de la ciudad, pero no estaré muy lejos. En la selva nadie podrá encontrarme.
—Os equivocáis —intervino el mozo, un hombre flaco, con el rostro marcado por profundos surcos, y ojos que brillaban como ascuas—. El Gobernador ha ordenado que patrullas fuertemente armadas recorran los alrededores por si los salvajes tratan de poner en libertad a esa tal Anacaona.
Alonso de Ojeda alzó el rostro y le observó de hito en hito.
—¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro? —quiso saber.
—Nadie —admitió el otro sin sombra de humildad—.
Pero no he podido evitar oíros, y creo que podría seros de utilidad. —Señaló al cabrero con un gesto—. En mi casa no le buscarían.
—¿En tu casa? —repitió
Cienfuegos
—. ¿Y por qué tendrías que arriesgarte a que te ahorquen por ocultarme? Es la ley.
—¡Mucho me importan a mí las leyes! —replicó el mozo encogiéndose de hombros—. Jamás las tuve en cuenta, y me consta que mejor me irá en la vida ayudando al famoso
Brazofuerte
, al loco Balboa, y al mítico Ojeda, que acatando las leyes del cretino Ovando.
Balboa no pudo evitar una corta carcajada y con un amplio gesto señaló a los que se sentaban en torno a la mesa:
—¡Míranos bien! —pidió—. Entre los tres apenas reunimos para pagar lo que estamos bebiendo. ¿En realidad crees que obtendrás algo de nosotros?
—No hoy, desde luego… —admitió el flaco—. Ni mañana. Pero si he venido hasta Las Indias ha sido para participar en viajes y conquistas, no para ser mozo de taberna o siervo de Ovando. Aspiro a grandes proezas y presiento que las alcanzaré más fácilmente junto a caballeros de armas, que a mercaderes o políticos. —Hizo una corta pausa y colocó la palma de la mano sobre la mesa como si lo hiciera sobre la Biblia—. Si afirmo que esconderé y protegeré a este hombre, podéis jurar que nadie le pondrá la mano encima sin haber pasado sobre mi cadáver.
—Te creo —señaló Ojeda convencido—. En verdad te creo. Tienes cara de saber lo que quieres. ¿Cómo te llamas?
—Pizarro —fue la sencilla respuesta—. Francisco Pizarro.
Muchos años más tarde, cuando la lógica presencia de la muerte le obligó a volver la vista atrás para pasar revista a los acontecimientos que habían marcado su existencia, el canario
Cienfuegos
no pudo, por menos que preguntarse hasta qué punto estaban ligados el simple azar y los más brillantes destinos, y cómo era posible que el futuro de los hombres, e incluso de las naciones, dependiera a menudo de detalles en apariencia intrascendentes.
Si aquella tarde, Ojeda, Balboa y él no se hubieran reunido en la «Taberna de los Cuatro Vientos», o si el estúpido Capitán Pedraza hubiera hecho su aparición en el momento en que el mozo que servía las mesas atendía a cualquier otro cliente, probablemente aquel tipo flaco hasta parecer famélico, de ojos brillantes y palabra agresiva, jamás hubiese entrado en relación directa con Don Alonso de Ojeda, éste no habría acabado por confiar en él hasta el punto de nombrarle su lugarteniente, y su lenta pero inflexible carrera de hombre de armas con una voluntad de hierro, no habría acabado por convertirle en el Adelantado que, siendo ya casi un anciano, habría de llevar a cabo la más increíble hazaña de la Historia de la Humanidad al conquistar con la única ayuda de un puñado de locos el fabuloso imperio del Perú con sus más de seis millones de habitantes.
—Llegué con el último viaje de Colón —le había contado Pizarro en la única ocasión en que habló sobre sí mismo durante todo el tiempo que se trataron—. Y mi intención era seguir con él hacia el Cipango y el Catay pero me abandonó aquí.
—¿Por qué?
—A todos los que habíamos cogido las fiebres, nos desembarcó a unas veinte leguas, en Puerto Hermoso, la noche antes de la terrible tormenta que hundió la Gran Flota.
—Tuviste suerte.
—¿Suerte? —se asombró el otro—. Yo me enrolé para participar en fabulosas aventuras, no para que me dejaran tirado como un perro en una isla que no ofrece la más mínima oportunidad de hacer fortuna. En Trujillo cuidaba cerdos y aquí soy mozo de taberna. ¿Acaso es progreso?
—Hay que tener paciencia —replicó el gomero casi por decir algo.
—¿A mi edad? —inquirió Pizarro con ironía—. A estas alturas debería ser por lo menos Capitán si aspiro a algo, y aún ni siquiera me puedo considerar auténtico soldado. ¡Ni espada tengo! Tan sólo un trapo con el que limpiar las mesas.
—Ojeda es Capitán y tiene espada, pero su casa es aún peor que la tuya —le hizo notar
Cienfuegos
.
—Pero le queda el orgullo de ser Alonso de Ojeda, y eso no se lo quita nadie. Es noble, y culto, y famoso. —Agitó la cabeza—. Y respetado. Yo también soy hijo de un noble, pero bastardo.
—No es culpa tuya.
—No. Ser bastardo no es culpa mía. Pero sí lo es no haber aprendido a leer y escribir en todos estos años.
—Para eso siempre estarás a tiempo.
—Para eso tal vez, pero no para conseguir fama y respeto. —Chasqueó la lengua como burlándose de sí mismo—. Para colmo de males, cuando al fin consigo embarcarme con el descubridor del Nuevo Mundo y voy en pos de la gloria, agarro unas putas fiebres.
—No sé si estoy muy acertado en lo que voy a decirte —puntualizó el cabrero—, pero por lo que he podido aprender en estos años, la gloria no se deja alcanzar por quien más la persigue o la merece, sino por quien ella quiere. Al fin y al cabo, es mujer.
—Tal vez sea como dices, pero no por ello cejaré en mi empeño —fue la respuesta—. Cuando se viene de donde incluso tus propios hermanos son muy superiores a ti, puesto que pueden alardear de su origen y fortuna mientras que tú tienes que agachar la cabeza porque no eres más que el hijo de una fregona, la única salida que te queda es llegar a ser alguien en la vida, aunque sea a base de dejarte la piel en el intento.
—No deberías culpar a tus padres por tu origen, puesto que si no fuera por ellos, no estarías aquí. —
Cienfuegos
se encogió de hombros como dando a entender que preocuparse por algo así no merecía la pena—. Más vale ser hijo de fregona y caballero, que no haber nacido. Te lo digo por experiencia, puesto que hasta donde sé de mí, mi madre era una cabrera semisalvaje y mi padre el Señor de La Gomera. Como ves, nací tan bastardo como tú, y hasta no hace mucho era también analfabeto.
—Mal de muchos consuelo de tontos.
—Dudo que seas de los que buscan consuelo —le hizo notar el gomero—. Ni aun de los que precisan justificaciones.
No lo era, desde luego, pues aquellos que buscan consuelo a sus desgracias o justificaciones a sus actos no suelen conquistar imperios, y Francisco Pizarro parecía tener muy claro que si deseaba llegar a algo en un Nuevo Mundo en el que centenares de desgraciados como él pretendían hacer fortuna, su único camino estribaba en convertirse en el más audaz y el menos escrupuloso.
Admiraba a Ojeda, al igual que lo admiraban la mayoría de los aventureros de su época, que lo tenían como paradigma del valor y la habilidad con las armas, pero estaba convencido de que el conquense era alguien a quien el exceso de prejuicios le impedía llegar a la cumbre.
A poco que hubiese sabido mover algunos hilos, aprovechando su prestigio y el inmenso poder de su protector, el Obispo Fonseca, Alonso de Ojeda podría haberse convertido en el sustituto de Cristóbal Colón en la Gobernación de La Española, pues reunía sin lugar a dudas muchísimos más méritos y experiencia para ello que el ambicioso Bobadilla o el nefasto Ovando, pero sus sueños nunca se centraron en convertirse en el hombre más poderoso del Nuevo Mundo, sino en aquel que lo conquistase pese a que supiera que esas conquistas quedarían más tarde en otras manos.
El extraordinario espadachín nunca pretendió ser dueño de nada, sino tan sólo llegar siempre más allá del próximo horizonte, como si la leyenda que dominaba el escudo de armas de sus soberanos: Plus Ultra, hubiera sido escrita pensando especialmente en su persona, y si hubiera conseguido ocupar al fin un trono, lo más probable es que no hubiese permanecido en él más que el tiempo necesario para preparar una nueva expedición con la que lanzarse a la aventura de conquistar un nuevo trono en que sentarse aunque tan sólo fuera un momento.
Recordando aquellos lejanos tiempos y a sus protagonistas, el cabrero llegó a la conclusión de que lo que en verdad diferenciaba a los tres hombres que se reunieron aquella tarde en torno a la mesa de la taberna, se centraba en el hecho de que Alonso de Ojeda había sido en esencia un soñador, Balboa un descubridor y tan sólo Pizarro un auténtico conquistador.
Aunque a mediados de 1504 no se les podía considerar más que un derrotado, un vago y un mozo de taberna que nada podían hacer para evitar que el Gobernador Ovando ahorcara a la Princesa Anacaona.
—Por dinero baila el oso —sentenció Pizarro a solas con el canario en la amplia y austera choza que ocupaba a media legua de las últimas casas de la capital, río arriba—. Lo sé muy bien porque en mi trabajo oigo muchas cosas, y lo que más oigo son quejas. No creo que haya en estos momentos un solo español en Santo Domingo que esté satisfecho con su suerte, excepto Ovando, y repartiendo un poco de oro se podría encauzar en la dirección oportuna ese descontento, obligando al Gobernador a replantearse el tema de la ejecución.
—¿Cuánto?
—Supongo que bastaría con unos cien mil maravedíes.
—Hace unos meses disponía de esa suma —admitió el gomero—. Pero la invertí en provisiones que traerá un barco. Pretendo establecer una colonia en alguna isla perdida y jamás pude imaginar que un día la necesitaría para algo así.