Y pese a todo... (22 page)

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Authors: Juan de Dios Garduño

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: Y pese a todo...
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―¡Ve al sótano, corre! ―chilló Patrick apartándola y disparando sobre uno de aquellos seres que, pegado a la alambrada, la zarandeaba como un energúmeno haciendo temblar dos postes del muro.

La niña corrió de nuevo dentro de la casa, llorando. Y Sthendall prescindió de la escopeta arrojándola a un lado. Sacó dos pistolas Glock y comenzó a disparar sobre aquellos seres sintiendo el retroceso doblarle las muñecas.

Instantes después, Peter salía al porche, cargando su escopeta y apuntando.

―¿Y Ketty? ―preguntó con ansiedad, antes de disparar y creyendo que encontraría a la niña con su amigo―. ¿Dónde coño está mi hija?

―¡La he mandado al sótano, allí estará segura! ―gritó Patrick entre disparos.

―¡Han roto el alambre por allí! ―gritó entonces Peter apuntando hacia la esquina inferior derecha del jardín y disparando sin acertar a uno de aquellos zombis que había conseguido pasar.

―¡Mierda! ―exclamó Patrick apuntándoles con la pistola.

Dos de los albinos que ya habían entrado por el agujero se dirigieron zigzagueando hacia ellos con una rapidez demencial. Peter pudo disparar sobre uno de ellos y acertarle en pleno costado. Patrick también hizo blanco en el que se dirigía hacia él. Pero demasiado tarde. El albino, uno de los camaleónicos, se había abalanzado encima de él y había hundido las zarpas en sus costillas. Peter golpeó la cabeza de aquel hediondo tipo con la culata de su escopeta y lo apartó a un lado. Estaba malherido por el disparo de Patrick, pero eso no evitó que de nuevo intentara levantarse. Sthendall tuvo que descerrajar otro disparo sobre su cabeza cuando intentó incorporarse por segunda vez.

―¡Se llevan el cadáver! ―gritó Peter señalando hacia el bulto, que era arrastrado por el suelo por el tipo al que había disparado en primer lugar.

Sthendall se incorporó, dolorido, agarrándose el costado con los dedos empapados en sangre. Disparó e hirió en el brazo a otro que había entrado y ayudaba al primero a sacar el cadáver. Lo arrastraron por la nieve del jardín dejando un reguero de sangre. Segundos después, el cuerpo inerte y amortajado de Anne era sacado de allí. Cayó a la zanja. Entre varias de aquellas criaturas consiguieron sacarlo y entonces el ataque cesó de golpe y Peter y Patrick dejaron de disparar para ahorrar munición.

Observaron cómo todos los albinos se reunieron y comenzaron a descuartizar el cadáver de la mujer y a devorarlo. Aquello les parecía una fiesta, ya que se pasaban los trozos unos a otros entre risas y empujones. Tripas, miembros amputados y roídos pasaron de boca en boca durante unos interminables minutos.

―¡Joder! ―exclamó Patrick apartando la vista―, ¡qué asco!

Peter ya no miraba hacia allí. Estaba inclinado y vomitando sobre la nieve a causa del asco y el miedo. Patrick le puso una mano en la espalda.

―Querían el cadáver ―dijo inclinándose más, echando la bilis.

―Creo que lo que querían era a la chica sin más, les daba igual viva o muerta. Sólo querían comer.

―¿A cuántos hemos eliminado? ―preguntó Peter intentando hacer un recuento.

―Pues creo que a cuatro, aunque hemos inutilizado a alguno más que dudo que pueda tener ya mucha movilidad.

―¿Cómo estás? ―Peter se había sobresaltado al ver el hilillo de sangre que caía del abrigo de Patrick al suelo del porche.

―No es nada ―aseguró éste contrayendo el rostro por el dolor.

―Dios… son demasiados, joder… ―Aguantó con esfuerzo otra arcada.

―Y la alambrada ya no nos sirve de mucho ―sentenció Patrick―. La han rajado y está medio caída por la esquina. Pueden pasar por ahí… Creo que estamos jodidos, polaco ―dijo sacando munición de sus bolsillos y recargando las pistolas.

―Vigila un momento, voy a ver cómo está Ketty ―decidió Peter, que entró corriendo en la casa y se encaminó al sótano.

En un principio la oscuridad no le permitió ver nada. Tenía miedo de no encontrarla allí. Pero una voz lo guió:

―¿Papi? ―sonó insegura.

―¡Cariño, sí, soy yo! ―exclamó él bajando las escaleras y abrazando a la niña.

―Creía… creía… ―gimió la niña apretándose contra él.

―No creas nada, hija… estoy aquí, tranquila, tranquila ―Le acarició el cabello y la llenó de besos.

La niña se acurrucó entre su cuello y su hombro. La sentía llorar, y él también sucumbió al llanto como un niño. Nunca había experimentado tanto dolor. No quería ver a su hija morir a manos de aquellos monstruos.

No podía ver a su hija morir así. Jamás.

―Escucha, hija ―dijo, apartándola un poco―, ahora tengo que volver a salir. Yo te protegeré, pero tienes que quedarte aquí quietecita. No se te ocurra salir de aquí o nos pondrás a todos en peligro, ¿vale?

Pensó que ella protestaría. Que no le dejaría irse y él tendría que ponerse duro aunque eso le rompiera el corazón. Pero no, la niña deshizo su abrazo lentamente y lo miró a los ojos.

―¿Volverás? ―preguntó, sollozando.

―Siempre vuelvo.

―Lo sé, papi. Te quiero.

―Yo también te quiero, mi niña.

La abrazó de nuevo.

―Ahora vuelvo ―le aseguró dando un paso atrás―. Escóndete bien, ¿vale?

La niña asintió y él subió las escaleras, cruzó el salón y salió al porche. Allí todo permanecía igual. Procuró no mirar hacia la bacanal que se había formado fuera.

―¿Está bien? ―quiso saber Patrick.

Peter asintió, enjugándose las lágrimas.

―La segunda planta tampoco es segura ―anunció después―. He matado a uno de esos alados, pero cuando quieran, podrán entrar. De todas formas harán ruido, así que nos enteraremos de que han entrado; ya me he encargado de eso.

―Creo que deberíamos entrar en casa ―aconsejó Patrick haciendo un gesto con la cabeza―. Desde el porche ya no la protegemos entera, y por ese agujero en la alambrada pueden pasar dos o tres a la vez. Podremos cargarnos a algunos, pero si todos intentasen entrar por ahí de golpe lo conseguirían y nos rodearían.

―¿Y qué podremos hacer desde dentro? ―preguntó Peter con amarga ironía.

―Poco; pero si nos quedamos en el salón, junto al acceso al sótano, dominaremos la puerta de entrada a la casa y las escaleras de la segunda planta ―contestó Patrick encogiéndose de hombros y guiñando de nuevo los ojos ante una nueva oleada de dolor―. Tanto la puerta como las escaleras son estrechas, de modo que tendrán que entrar de uno en uno, y entonces tendremos una mejor oportunidad de defendernos. Vi algo parecido en una peli, aunque creo que era en un puente ―añadió sonriendo.

―De acuerdo ―sentenció Peter entrando en la vivienda.

―Oye, Peter ―añadió Patrick acercándose al armero y cogiendo una pistola bastante pequeña―. Toma. Sé que parece pequeña, pero es potente. Quiero que la tengas.

―Claro ―contestó él―, si es potente, dejará frito a más de uno.

Patrick negó con la cabeza, bajando un poco la mirada. La sonrisa desapareció.

―Peter… quiero que ésa la guardes por si… ―inclinó la cabeza señalando a los albinos que se disputaban los despojos de Anne―, si entran y esto nos viene demasiado grande… En fin, guarda dos balas.

―¿Me estás pidiendo que mate a mi hija y luego me suicide? ―inquirió Peter, horrorizado.

―¿Prefieres que ellos os alcancen? ―respondió su amigo―. No serán tan benevolentes como un par de balas.

―No lo haré ―aseveró, observando el arma bajo la mortecina luz del salón―. No podría… no, no me pidas eso.

Patrick asintió y cerró la puerta. Por nada del mundo habría deseado estar en la situación de Peter.

―Es de doble hoja y antirrobo. Es mejor que la que tenía antes, que es la misma que aún tienes tú ―comentó acercándose a la puerta―. Me costó una pasta, así que espero que nos sea útil o le reclamaré al cabrón de Willy los «dos de los grandes» que me clavó. ―Se separó de la entrada y se dirigió al centro de la habitación―. Ahora vamos a intentar hacer otra cosa, se me ha ocurrido una idea. Ven.

Patrick agarró un pequeño sillón y lo llevó a las escaleras.

―¿Qué haces? ―preguntó Peter.

―Obstruiremos la escalera con el mobiliario ―dijo yendo a buscar el otro sillón― y así les entretendremos un poco si pretenden entrar por arriba.

―Buena idea.

Entre ambos lograron taponar aquel flanco, echando de vez en cuando vistazos al exterior por la ventana del salón. Patrick tuvo que detenerse varias veces: tenía el costado empapado en sangre e iba dejando a su paso un pequeño reguero en la moqueta.

―Eso tiene mala pinta ―aventuró Peter, preocupado.

Él negó con la cabeza, aunque estaba pálido.

Fuera, aquellas criaturas seguían comiéndose a Anne. Algunos de los que no pudieron comer nada fueron acercándose a sus congéneres muertos.

El hambre brillaba en sus ojos.

Cuando los dos hombres acabaron de apilar muebles, se dirigieron a la puerta del sótano y se sentaron allí.

A esperarles.

36

―Parece que no entran, ¿tú qué opinas? ―preguntó Peter echando un vistazo por el ventanal del salón y volviendo a la puerta del sótano.

―Lo que opinemos da lo mismo ―contestó Sthendall estirando las piernas sobre el suelo y apoyando la escopeta contra la pared. Tenía la pierna empapada de sangre y sudaba profusamente―. Harán lo que les venga en gana y cuando les venga en gana. Son como animales y reaccionan como tales. Funcionan mediante impulsos.

―Creo que hay algo más detrás de esos albinos, cierta inteligencia. Míralos, un día fueron humanos, algo debe de quedar… Entraron por arriba atando una cuerda a los barrotes y tirando de ella ―afirmó su amigo.

―Joder, y yo que creía que se trataba de astucia felina, nada más.

―Vamos a morir ―concluyó Peter en un duro ejercicio de autosinceridad.

―Parece muy probable, sí. Creo que las medidas que hemos tomado lo retrasarán un poco, pero ellos tienen las de ganar ―confirmó su amigo mirándose la mano ensangrentada.

Peter se asomó al ventanal y retrocedió de golpe, agarrándose el pecho.

―No, joder, no ―se lamentó.

―¿Qué ocurre? ―preguntó Patrick levantándose y acercándose hasta su amigo―. Joder…

Calcularon que habían llegado otros veinte o treinta más. La casa estaba completamente rodeada. Cuerpos inertes pero, aun así, de pie se balanceaban atrás y adelante, abriendo la boca y alargando sus brazos hacia ellos.

Ambos amigos volvieron a sentarse junto a la puerta del sótano. Permanecieron callados durante unos instantes. Asumiendo.

―Oye, creo que estamos retrasando lo inevitable… ―Staublosky rompió el silencio. Sus palabras eran apenas un susurro, un pensamiento en alto.

―Sigue, di lo que quieres decir, lo entenderé.

―Me conoces como si fuera tu hermano, pese a todo ―se sinceró Peter, intentando sonreír.

―Anda, baja ahí con tu hija, aprovecha el tiempo que nos quede. Yo seguiré aquí, ya sabes que soy de los cabezotas.

Se instaló un silencio entre los dos, incómodo. Para romperlo, Peter alargó la mano y Patrick la miró extrañado.

―Si hiciera un compendio de los momentos buenos y malos que he pasado contigo, ganarían los buenos ―afirmó Peter con un amago de sonrisa.

Patrick estrechó con fuerza la mano de su amigo.

―Lo mismo digo, pero deja de hacer el gay que no pienso besarte.

―Sí, tienes razón ―concluyó Peter sonriendo a medias―. Quiero estar con mi hija. ¿Lo comprendes, no?

―Vamos, vete ya, joder ―le instó―, ¿o quieres hacerme llorar, polaco?

―No, no, tranquilo. Ya me voy. ―Peter se levantó y abrió la puerta que quedaba a sus espaldas―. Suerte.

―Peter ―dijo Patrick antes de que desapareciera devorado por la oscuridad del sótano―, lo siento, de veras. Aunque viviese cincuenta años más, no llegaría a comprender cómo pude ser tan gilipollas.

Su amigo asintió. Se sentía muy cansado.

―Yo siento lo de tu perro.

―¿Amigos? ―preguntó Patrick levantando la cabeza y mirándole a los ojos.

―Amigos ―respondió Peter cerrando la puerta del sótano.

Patrick agarró la escopeta y se la puso en el regazo. Había colocado cajas de municiones para ella y para las dos pistolas. Se puso a recargar las armas.

No pensaba rendirse, lucharía.

Por Ketty, por Peter, por Helen, por
Doggy
y por sí mismo.

37

―¿Papi?

―Sí, soy yo. No veo nada ―dijo Peter palpando en la oscuridad.

―Yo sí veo, y como sigas por ahí te vas a chocar con una pared ―aseguró la niña casi riendo.

―¡Ya te tengo! ―Peter la abrazó y la levantó en vilo―. Te has portado como una campeona; sin duda Cindy y Pindi estarían orgullosas de ti.

―¿Ya estamos a salvo, papi?

―Sí ―mintió Peter con voz temblorosa―. Ya estamos a salvo.

―Sabía que me salvarías, papi. Tú siempre lo haces.

―Claro, hija. Nunca te fallaré ―afirmó, sintiendo una puñalada en el pecho―. Ven, vamos a un rincón a sentarnos. Aún no podemos salir.

Con los ojos ya acostumbrados a la penumbra, Peter cargó con la niña hasta un rincón. Vio una mesa, pero no se detuvo. Se sentó en el suelo, junto a ella.

―Papi, ¿qué te pasa? Estás temblando.

―Nada, mi vida, no me pasa nada. Es sólo que estoy muy contento de estar contigo.

―Yo también estoy contenta, papi ―aseguró su hija―. ¿Por qué no entra Patrick?

―Ahora entrará, no te preocupes. Ven, échate aquí, así, encima de mí.

Peter se quitó la chaqueta y arropó a la niña. Tenía su cabecita apoyada contra su pecho.

No pudo evitar recordar cuando vio a la niña por primera vez. Aquella sensación de que era imposible que una criaturita así fuera producto de su amor por Helen. Aquellos sentimientos de amor hacia aquel bebé, aquellas ganas de convertirse en la mejor persona del mundo. De proteger a aquella niña, que tan frágilmente lloraba y se movía, durante toda su vida.

―Papi, ¿me cuentas un cuento? ―preguntó la pequeña.

―Claro ―contestó él―. Es una gran idea, pero tienes que cerrar los ojos e intentar dormir, ¿vale?

―¡Vale! ―aceptó ella con entusiasmo. Peter admiró entonces a la pequeña―. Aunque tengo frío…

―Tranquila, dentro de poco no tendrás frío. Ahora dime, ¿qué cuento prefieres?

―¡El de Caperucita! ―exclamó ella.

―¿No te gustaba más el de Juan sin miedo?

―Sí, pero ahora me apetece escuchar el de Caperucita, papi.

―Está bien, allá vamos.

El lobo se estaba comiendo a la abuela cuando sintió la respiración profunda de la niña. Se estaba quedando dormida. Entonces decidió que era momento de afrontar aquello. De hacer lo que debía hacer. Lo que jamás pensó que podría hacer cuando le pusieron a su niña en brazos en el paritorio.

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