Ris, ras. Ris, ras.
―¿Oyes eso, Peggy? ―le preguntó la niña.
La cerdita negó con la cabeza en un principio, pero luego dijo que sí. Iban cargadas de bolsas y cajas llenas de ropa y zapatos.
―¿Qué será? ―volvió a preguntar la niña.
Ketty y Peggy caminaban por una de las calles de Barrio Sésamo. Iban de tiendas mientras la cerdita le contaba cómo se vivía en su planeta. La rana Gustavo caminaba delante de ellas con tantas cajas que no veía lo que tenía delante. Un par de veces tropezó y cayó ruidosamente al suelo.
―Pues no sé, es un ruido extraño, ¿a que sí? ―contestó la cerdita Peggy.
Ketty despertó. Su padre la abrazaba, pero estaba dormido. Observó la habitación con un poco de miedo. De allí no venía el ruido. Deseó volver a quedarse dormida y retomar aquel bonito sueño por donde lo había dejado.
Ris, ras. Ris, ras. Ris, ras.
El ruido provenía de la calle, podía sentirlo. Se deshizo del abrazo de su padre, que se giró farfullando algo ininteligible. Pensó que quizá Peggy y Gustavo habían venido a verla para llevársela de compras y estaban en la puerta esperando que les abriera. Así que se desarropó y lentamente avanzó arrastrándose hacia la parte baja de la cama. Saldría por allí para no molestar a su padre, subiría a la silla y les indicaría a los dos teleñecos por la ventana que no se preocuparan, que bajaría para abrirles.
Ris, ras, ris, ras.
El ruido no era agradable. Parecía como si alguien murmurase a gritos algo, o como si unos dientes gigantes rozasen uno contra otro. Cuando ya estaba de pie y se disponía a acercar la silla al marco de la ventana, se detuvo. No le gustaba aquel ruido, nada en absoluto. Aun así, apoyó la silla en la pared y puso un pie en ella para subirse y asomarse.
Ris, ras, ris, ras.
Se agarró al marco de la ventana para encaramarse un poco y pegar la cara al cristal. Una sensación de malestar y miedo la invadía, pero aquel sonido la atraía. ¿Seguro que eran Peggy y Gustavo? Ya no estaba convencida de querer subirse a aquella silla.
Ris, ras, ris, ras.
Se giró y miró a su padre. Anheló estar arrebujada bajo las mantas, entre los brazos de su padre, sintiendo su calor. Podía hacerlo, quizá, si se lo proponía.
Ris, ras, ris, ras.
Cuando subió y pegó su carita al cristal, una enorme nube de su propia respiración tapó su campo de visión, empañando el vidrio. Pese a eso, pudo ver algo abajo, a su derecha, junto a la alambrada. Una figura pálida, enorme, dueña de unos horrendos ojos naranja que parecían brillar en la oscuridad.
Unos ojos profundos, poseedores de una mirada de infinita malignidad.
Los ojos también la miraron a ella.
Tembló, bajó ―casi cayó― de la silla y se metió corriendo en la cama, asustada. Se arropó por encima de la cabeza. Su padre volvió a farfullar algo y la abrazó. Aun así, ella no pudo evitar pasar una hora temblando e imaginando que aquella cosa estaba ahí fuera.
Esperándola.
El perro había gruñido durante la noche. Él no se levantó del sofá. Abrió un ojo y vio al can pegado a la puerta, mirando hacia abajo, hacia la franja de luz lunar que entraba por debajo en una fina línea, y con las patas en un ángulo un poco abierto. Dispuesto a atacar.
―
Doggy,
calla ―le ordenó después de un rato en que no oyó ni vio desde su posición nada sospechoso en el exterior.
El perro siguió allí, en la misma posición, pero sin gruñir, y él se durmió de nuevo. Por la mañana
Doggy
dormitaba echado junto a la puerta: había pasado toda la noche apostado allí.
Desayunó un trago de ron y le echó al perro sus bolitas de pienso y un poco de agua. Luego agarró la escopeta y salió a la calle. De nuevo todo el paisaje aparecía sepultado bajo una capa de nieve. Siguiendo su ritual, se encaminó hacia el lateral derecho del porche, bajó a la nieve y meó mientras oteaba toda la alambrada en busca de algún desperfecto.
Doggy
salió al rato, cuando él ya estaba con la pala, limpiando el terreno.
―Chucho, un día de éstos te enseñaré a coger la pala ―le dijo.
El perro giró la cabeza primero hacia un lado y luego hacia el otro, después meneó la cola y bajó a mear en la nieve.
―Sé que me entiendes, pero te haces el tonto.
No le gustaba pensar en el futuro, pero había ocasiones en las que no tenía más remedio. Días atrás le dio vueltas a la idea de que la comida de los almacenes no sería eterna; es más, no tendrían para otro año completo porque las latas irían caducando. Además, quería comer algo fresco, lo deseaba con todas sus fuerzas. Por lo tanto, la idea de construir un invernadero y sembrar no le era del todo disparatada. Incluso, si lo construía bien, se evitaría tener que quitar tanta nieve del jardín, ya que una buena parte del terreno quedaría protegido por la cubierta y los plásticos.
También pensó en adentrarse en el bosque cuando bajasen un poco las temperaturas. Quizá podría matar a algún wapití despistado o a algún ciervo de cola blanca; incluso podría disparar por error a un indio Penobscot y no tendría que pagarle ninguna indemnización, si es que quedaba alguno con vida, bromeó.
―Y si ves un oso, corre ―dijo tanto para el perro como para él.
Cuando llevaba media hora limpiando el jardín, comenzaron a caer los primeros copos de nieve. Eran tan pequeños que el aire los mecía de un lado a otro violentamente formando extrañas y caprichosas formas.
Soltó la pala: no merecía la pena seguir con la tarea puesto que pronto arreciaría y todo estaría cubierto de nuevo por la nieve. Lo más necesario, que era abrir un camino hasta la calle, ya estaba hecho. Así que entró en la casa, seguido de
Doggy
.
―Nos vamos de paseo ―le anunció, agachándose y acariciándole la cabeza. El perro, agradecido, le lamió los guantes.
Vació encima de la mesa de la cocina la mochila, lo que había cogido el día anterior en su incursión al pueblo. Se la echó a la espalda y agarró la escopeta y varios cartuchos, que se metió en el bolsillo del abrigo. Intentaría averiguar si en la ferretería Toolsmarket seguían vendiendo plástico para invernaderos. De la madera ya se preocuparía más adelante: la podía coger de cualquier aserradero del puerto, aunque tendría que usar su camioneta para traer los listones, pese a que no le gustara la idea.
Mientras cerraba con candado su empalizada, oyó un ruido a su espalda: Peter había salido al porche y se desperezaba.
―¡Buenos días, vecino! ―saludó, inclinando un poco la cabeza.
Peter volvió a entrar en la casa sin decir palabra.
―¿Tú crees que algún día volverá a hablarme? ―le preguntó a
Doggy
―. ¿No? ¿Sabes qué?, parezco un puto Neville hablándote, cualquier día de éstos dejaré de hacerlo.
Subió calle arriba sintiendo en su cara que el día registraba temperaturas inferiores a los ―10º. El cielo, oscurecido y cambiante, le hacía prever que quizá tuvieran una tormenta de nieve pronto. Las rachas de aire producían un sonoro ulular al pasar entre árboles y casas. A veces, las cabriolas de los copos le impulsaban a mirar a los lados, pues creía intuir la presencia de alguien en los bordes de su anorak.
Vio un libro en el suelo, deshojado y empapado. Las letras estaban semiborradas por la humedad. Con la bota lo cerró para ver el título. ZombiePlanet. Le dio una patada y siguió caminando.
Doggy corría unos pasos por delante de él, hundiendo un poco sus patas en la nieve más blanda y dejando un reguero de pisadas que pronto serían cubiertas por la nieve que caía. Cuando salieron, el perro intentó entrar en la propiedad de Ralph Weiss, el vecino de Peter, levantó las patas y rascó el muro buscando impulso. Él lo tuvo que llamar dos veces para que hiciera caso, y pensó que habría olido el rastro de una rata almizclera.
Durante el trayecto puso el piloto automático a su cuerpo y construyó mentalmente el invernadero. Tenía claro que lo construiría con estructura de hormigón, hierro y madera. ¡Qué diablos! En vez de plásticos pondría cristales: necesitaba hacer la estructura lo más longeva posible.
Aun así, tenía que ir a la ferretería.
Giró hacia la calle Union. Y callejeando llegó a la calle Finbon, al final de la cual se encontraba el Toolsmarket.
Al llegar a la tienda el perro comenzó a gruñir y se detuvo.
Dejó a Ketty durmiendo, fue al baño y se afeitó en el lavabo. La niña había pasado una noche inquieta. Él sintió varias veces que lo abrazaba y que temblaba y gemía. Entonces, la estrechaba contra su pecho y le decía que estuviera tranquila, que papi estaba allí con ella.
Tenía hambre, así que antes de volver a la zanja desayunó un café solo, con galletas. Dejó para la niña más de las que él comió, a pesar de lo cual ya se habían acabado.
La alacena donde guardaban la comida estaba casi vacía. Quedaban algunas latas en los estantes de madera, pero era ya necesario hacer una incursión a uno de los supermercados. Se dijo que del día siguiente no pasaría. Odiaba y temía a partes iguales tener que ir a la ciudad, que la niña abandonara la seguridad de la casa, pero no podía hacer otra cosa. No se fiaba de dejarla sola, tan pequeña. Aunque tampoco le gustaba llevarla. Si al menos tuviera unos años más…
Recordó que al principio, cuando ellos dos volvieron, le aterraba salir a la calle. No podía olvidar lo que les había ocurrido en los autobuses, de camino a la base militar de Portland. Sólo pudo vencer ese miedo ―y no del todo― cuando la niña le dijo una mañana que tenía hambre y comprobó que no había comida en casa. Algo se rompió dentro de él. ¿Cómo iba a permitir que su hija se muriera de hambre? Ese mismo día saqueó las casas de sus vecinos más próximos, mirando y apuntando el arma con nerviosismo hacia todos lados.
Salió al porche y Patrick lo saludó desde la calle. Al parecer, iba de compras, de nuevo. Le dio la espalda, entró y bebió agua, dándole tiempo así para que desapareciera de su vista. Luego volvió a la calle, que permanecía desierta.
Observó con desagrado que comenzaba a nevar, aunque los copos aún eran pequeños. Escrutó el horizonte y descubrió que, desde el este, y empujadas por el viento, se acercaban unas nubes tan oscuras que parecían negras. Pensó que Patrick estaba loco. En un par de horas llegaría la tormenta, y si, para entonces, no estaba en su casa, tendría que dormir fuera… en una casa sin protección.
Abandonó su cercado y cerró la puerta con candado. Si Ketty despertaba y salía al porche, lo vería en la propiedad de Larry. No quería despertarla todavía.
Con la pala en la mano, metido en la zanja y con los primeros sudores, no pudo evitar recordar.
Los autobuses.
Mucha gente ya había abandonado a lo largo de la semana el pueblo en aviones militares para el transporte de civiles; o por sus propios medios. Se decía que iban a perpetrarse nuevos ataques.
Aquella noche ellos fueron de los últimos en montar en el décimo autobús militar de una fila de trece. Helen, Ketty y su madre, Lisey. También subieron detrás de ellos Larry Holleman, Mike Renfield, uno de los ayudantes del sheriff y David Stratham, el veterinario, que discutía con los militares en la puerta porque no le dejaban llevar a su perro con ellos en el autobús. Otras ochenta personas más se encontraban hacinadas allí, todas caras conocidas, menos algunos militares sentados con sus armas en sitios estratégicos para controlar posibles alborotos. Apenas quedaba sitio y la gente gritaba dentro; algunos incluso se peleaban por la preferencia de los asientos, y olía mal. La gente, con la guerra, había olvidado lo que era asearse. Peter iba a recriminar a algunos que estaban fumando allí dentro, pero se le adelantó Mike Renfield a voces. Era deprimente constatar hasta qué punto la gente parecía haber olvidado las normas. Al margen de que se tratase de un transporte público, en Bangor estaba prohibido ―no sin polémica― fumar en un coche si se iba con un niño menor de 18 años bajo pena de multa de trescientos dólares. ¿Pero qué importaban ahora las normas municipales? Lo único que entendían algunos era el yugo marcial al que les sometían los militares con sus armas.
«Es por vuestro bien», decían los militares mientras endiñaban con la culata de sus fusiles a los más lentos.
El matrimonio Staublosky se sentó casi al final, y detrás de ellos lo hicieron Larry y la madre de Peter. Todos miraban a su alrededor, el miedo y el desconcierto se reflejaban en sus ojos. No se sentían seguros en Bangor; las bombas habían matado a gente en el aeropuerto y ninguno quería ser el próximo en morir. Pero ¿estarían más seguros en Portland? En las conversaciones, con cierto temor, se auguraba que sí. Pese a eso, muchos rostros dejaban traslucir la desazón y la desesperanza de tener que abandonar el hogar, de quizá no volver a su casa nunca más. La casa donde se criaron, donde sus hijos corretearon y donde esperaban que la vejez se los llevara con un cándido abrazo.
Helen lo miraba con una mezcla de tristeza y miedo. Lo miraba como si él pudiese hacer algo para detener aquella estúpida guerra. Y durante breves momentos la odió, la odió porque ella ―la genuina Helen, marca registrada Helen― le estaba suplicando que fuese el fuerte en esas circunstancias, que no se desmoronara y que los guiara de la mano a todos; a través de aquel camino oscuro. Ella, la oveja descarriada, la hija pródiga, se permitía el lujo de mirarle así, como si nunca hubiese hecho nada malo. La odió hasta que tuvo que abrazarlas a ella y a la pequeña para dejar de odiarla. La odió hasta que tuvo que besarla. Hasta que la bestia durmió, relativamente apaciguada.
Partieron varias horas después, ya de madrugada. Los militares habían dicho que de noche era más seguro el transporte en convoy. Muchos vecinos lloraron y se abrazaron a sus seres queridos al abandonar la ciudad. Otros simplemente cerraron los ojos y se dejaron llevar. Él echó un brazo por encima a su mujer, que apoyó la cabeza en su hombro, mientras la niña, que parecía dormida, descansaba en su regazo. «Volveremos», le dijo a Helen, y ella asintió. En un momento dado notó que su madre pasaba su mano por entre los dos asientos, tocándole el hombro, y él se la cogió y apretó. En el cementerio de Maple Grove dejaban a su padre y a sus abuelos. «Volveremos», le dijo a su madre, y ella lloró. Larry Holleman la abrazó y Peter le sonrió débilmente. El anciano le devolvió la sonrisa. «Gracias, Larry. Gracias.»
Peter iba junto a la ventana. Al principio el gentío hablaba en alto, o gritaba hasta que los militares le hacían callar. Un militar de poco más de veinte años había golpeado con la culata de su fusil a Nicholas Walter Brown en plena cara. El hombre quería que lo llevasen de vuelta a su casa e intentó levantarse de su asiento y salir. La señora Underwood le alargó un pañuelo y Nicholas, entre sollozos, intentó detener la hemorragia de su nariz.