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Authors: Juan de Dios Garduño

Tags: #Fantástico, #Terror

Y pese a todo... (17 page)

BOOK: Y pese a todo...
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La emoción les embargaba, aunque ninguno lo habría reconocido.

26

Durante las semanas siguientes Patrick continuó cavando su zanja hasta que la terminó. Había colocado una puerta de pasarela para salir de su propiedad a la calle y cuando entraba la retiraba, de modo que su casa se había convertido en una especie de fortín.

Su vecino intentó terminar su zanja pero no pudo. No se encontraba totalmente recuperado y la espalda le torturaba, así que durante el día, y cuando no nevaba mucho, él y la niña cruzaban la calle y se sentaban junto a Patrick para observarle trabajar y charlar con él. Fue así como Ketty le presentó a sus amigas Cindy y Pindi, a las que Sthendall besó y agradeció su presencia allí.

―No todos los días tiene uno la oportunidad de estar rodeado de tres preciosas rubias ―dijo éste con tono adulador.

Varias veces visitaron la ciudad para proveerse de comida. También «adquirieron a muy buen precio», como le gustaba decir a Patrick, un par de placas fotovoltaicas y otro par de baterías, que colocaron entre ambos en sus respectivos tejados ayudándose mutuamente bajo la mirada preocupada de Ketty, Cindy y Pindi.

Peter, sin entrar en detalles y con gesto grave, instó a Sthendall a que pusiera una malla fina de alambre cubriendo su propiedad por arriba para cerrarla completamente y evitar ataques por ese flanco. Patrick fingió que no veía la humedad en los ojos de Peter y aseguró que era muy buena idea, que siempre había tenido previsto hacerlo aunque nunca se le había presentado la oportunidad.

Fue así como día tras día mejoraron la autonomía y perfeccionaron la protección que les otorgaban sus hogares. Las zanjas habían dado una altura extra a sus cercados y las baterías de reserva les proporcionaban la tranquilidad de no verse desprovistos de luz en mitad de la noche.

Entonces se replantearon la opción del invernadero. Peter comentó que aquello era difícil y que tendrían que implantar el tipo de cultivo que por aquella zona de Maine se denominaba «de los cien días», que era el tiempo que se tardaba en sembrar, cuidar y recolectar los frutos. Patrick contestó que lo sabía, puesto que leía más que él y tenía genes de agricultor; de hecho varios antepasados suyos habían dedicado toda su vida al oficio de labrar las tierras ―algunos incluso se llamaban Jebediah― y habían ganado bastantes premios en las ferias locales de su época.

Una mañana en que el cielo estaba encapotado pero aún no nevaba, ambos se encaminaron, con la niña en medio, al Toolsmarket. Planeaban recoger los útiles necesarios para comenzar a construir un par de invernaderos con cubierta de hormigón, un aspecto que también discutieron porque Peter no estaba de acuerdo en que este tipo de invernadero fuese la opción más acertada, pero Patrick le demostró que así era mejor.

Como siempre, se mantenían atentos a cualquier ruido o movimiento extraño. Charlaban, cada uno mirando hacia un lado y evitando concentrarse demasiado en la conversación para no descuidar la vigilancia. La ciudad, impasible y silenciosa, les invitaba a adentrarse en su dédalo blanco de calles, plazas y callejuelas.

―Si me hubieran dicho hace cinco años que ocurriría una cosa así, me habría meado de la risa ―comentó Patrick con tono melancólico.

Ketty rió; no estaba acostumbrada a oír la palabra «mear», pero con su vecino era imposible no oírla cada dos por tres. Su padre le había advertido que Patrick era muy mal hablado y que no aprendiese ninguna de las palabras malsonantes que éste pudiera decir o exclamar.

―A mí no me habría extrañado tanto ―contestó Peter, sujetando el arma como si de una prolongación de su brazo se tratase―. El mundo era una bomba de relojería a punto de estallar. Después de la Segunda Guerra Mundial y durante la Guerra Fría era lo que más se temía, pero el peligro no pasó con la caída de la Unión Soviética, sino que siempre estuvo ahí, latente pero despierto. Al fin y al cabo la paz es más frágil que la guerra.

―Ya ―dijo Patrick recorriendo con la mirada las ventanas oscuras de los edificios que los rodeaban―. Supongo que te refieres a que los de Al Qaeda siempre estaban ahí para atentar y cosas así, ¿no?

Ketty comenzó a dar saltitos, impulsada por la fuerza de ambos hombres, y a canturrear en voz baja una canción de su serie favorita.

―No es sólo eso ―continuó Peter, al que se le veía ducho en esos temas―. Los medios de comunicación estaban politizados y corrían un tupido velo, pero había muchos conflictos abiertos en el mundo que habrían podido provocar una Tercera Guerra Mundial, y lo curioso es que nosotros estábamos metidos en casi todos los berenjenales. Como la ocupación de Irak o Afganistán por nuestro país, que tenía recelosas a las demás potencias islámicas, y tampoco es que dijera mucho a nuestro favor que engañásemos a la población mundial con lo de las armas de destrucción masiva del régimen de Sadam. Otro conflicto que pudo haberla provocado fue la disputa que mantenían la India y Pakistán por la región de Cachemira. O los problemas entre Taiwán y China. Y nosotros siempre ahí, creando polémica y diciendo a los demás lo que tenían que hacer con sus conflictos. La tensión entre Israel e Irán, Líbano, Palestina, Hezbolá y Hamás entre otros. Todos, o casi todos, como se demostró, tenían armamento nuclear e hicieron uso de él. Yo qué sé, tío. Incluso un enfrentamiento entre Corea del Norte y Corea del Sur habría podido acabar en otra guerra mundial.

―No jodas, vaya con los amarillos ―dijo Patrick deteniéndose brevemente.

―Ha dicho una palabrota ―rió Ketty.

―¿Quieres que siga? ―preguntó Peter curvando sus labios―. Hay más. Lo de Rusia y la OTAN por Georgia y Ucrania. Una posible invasión a Colombia por parte de Venezuela para atacar las bases que teníamos allí… Chávez estaba majareta, cualquier arrebato de ese hombre habría bastado para que nuestros aliados y nuestras bases sufrieran un ataque. Si incluso un roce de palabras entre el presidente de Venezuela, el de España y el rey de ese país provocó una crisis política entre ambos países.

―¡Madre mía! ―exclamó Sthendall―. Lo raro es que la guerra no estallase antes.

―Supongo que los dirigentes políticos sabían lo que ocurriría si sucedía… como al final habrán comprobado si es que alguno ha sobrevivido.

―¡Malditos políticos! ―prorrumpió su amigo―. ¡Malditos islamistas fanáticos religiosos! Me afianzo más en mi idea de que el ser humano es una raza estúpida. Por cierto, ¿dónde coño está Georgia?

Peter rió y asintió mientras levantaba un poco a la niña, que había tropezado y caído al suelo sin hacerse daño.

―Pero no sólo son los fanáticos religiosos los locos o imprudentes. ¿No recuerdas que Francia le vendió un reactor nuclear y armamento a Irak? Jacques Chirac parecía muy amigo de Sadam Hussein, y si no fuese por los ataques de Israel a Bagdad, el escenario de la Tercera Guerra Mundial habría sido otro. Muchos países desarrollados vendían armamento a países en desarrollo, y nuestro país no se salvaba de ello.

―Joder, tío, pareces una puta enciclopedia ―contestó Sthendall.

Peter pensó en recriminar a Patrick por su lenguaje, pero después se dijo que la niña no sabía lo que significaba «puta» y él no se lo iba a aclarar. Aún no, desde luego.

―Antes no me perdía un telediario ―bromeó.

Después, meditaron en silencio hasta que llegaron a la calle Finbon. A Patrick le recorrió todo el cuerpo un escalofrío al recordar a los seres albinos que le habían atacado allí y extremó la vigilancia sin encontrar nada sospechoso. Ningún sentido le decía que allí hubiese algo más que ellos. Pero no debía fiarse de nada.

La puerta del Toolsmarket seguía abierta y dentro todo estaba patas arriba. Sthendall entró primero, con su arma en alto, y comprobó el terreno. Nada. Observó las herramientas esparcidas por el suelo, las estanterías y mostradores rotos, la caja registradora vacía, estampada contra la parte trasera del escaparate y abierta como si hubiese querido lanzar un último grito agónico…

―Entrad ―indicó entonces haciendo un gesto con la mano.

Peter y Patrick comenzaron a recoger los útiles, rebuscando con los gruesos guantes puestos entre el batiburrillo de herramientas y cristales. Cada vez que uno encontraba algo necesario, lo tachaba en la lista que habían hecho antes de salir.

Ketty permanecía cerca de la puerta; su padre no quería que pisase por allí, ya que corría riesgo de cortarse o caerse. La niña, que estaba aburrida, disimuladamente y en un descuido de los dos hombres se acercó hasta la puerta y asomó la cabeza. Vio algo y retrocedió un paso, mirando a su progenitor.

―Papi ―dijo sorprendida―. Al final de la calle hay una mujer.

Patrick levantó la cabeza con los ojos abiertos como platos. Peter dejó caer varias llaves que tenía en la mano y que al golpear contra el suelo formaron un pequeño alboroto. Ambos corrieron hacia la puerta chocando entre sí y saliendo presurosos a la calle.

En efecto: al final de la calle había una mujer.

27

La mujer caminaba aterida de frío y aletargada. Sus botas se hundían en la nieve hasta los tobillos y ella, cabizbaja, no veía otra cosa que un imaginario y caprichoso camino de baldosas amarillas.

Sentía sus miembros rígidos, aunque hacía rato que habían dejado de dolerle. Tenía el pelo apelmazado contra su frente, la cara helada, con los mocos congelados, y la boca seca y pastosa. Sufría, sin percatarse de ello, los síntomas de una hipotermia. Llevaba las manos metidas en su abrigo negro de plumas, el cual, al igual que sus vaqueros, había pasado ya sus mejores años.

No sabía cuántas horas llevaba huyendo, pero ya había dejado de mirar atrás. La oscuridad de la noche había sido sustituida por la pálida luz de un día nublado que prometía nieve. De vez en cuando notaba su cara húmeda y más fría debido al llanto, pero no era consciente de estar llorando. Simplemente las lágrimas estaban ahí y a veces tardaban en dejar de estar ahí.

Tenía recuerdos vagos de sus últimas horas caminando. Sabía que había cruzado el Penobscot por el puente de Joshua Chamberlain hasta entrar en Bangor y que había pasado por muchas calles de la ciudad durante su deambular, pero no recordaba nombres, sólo edificios vistosos, como la iglesia baptista, con su afilada aguja hiriendo las nubes, o el hospital veterinario, con su peculiar arquitectura.

No buscaba ayuda, no buscaba a nadie, porque era inútil.

Había momentos en los que se sentía débil y el frío le atenazaba las piernas hasta hacerla caer al suelo. Entonces, semienterrada en la nieve, recordaba la atrocidad que había contemplado la noche anterior, se ponía a gritar y con un colosal esfuerzo se levantaba. Miraba a su alrededor embargada por el pánico y volvía a caminar siguiendo únicamente la brújula de su mente. Una mente que hacía horas que navegaba a la deriva.

Chasqueó los labios quemados. Tenía sed, era una necesidad acuciante. Sin pensarlo dos veces, se llevó nieve a la boca. Aquello le dolió, su garganta pareció arderle y gimió arrojando la que aún tenía en la mano sin haber saciado su sed.

Comenzó a hablar sola. Sus caóticos pensamientos no iban en consonancia con las incoherencias y balbuceos que salían por su boca.

En un momento dado se adentró en una calle estrecha con árboles secos a ambos lados. Apenas llevaba dados unos cuantos pasos cuando en la distancia le pareció distinguir a una figura pequeña asomándose por la puerta de un establecimiento. Una niña con un anorak rosa. Pensó que no era real, que la debilidad le provocaba visiones, y el hecho de que la niña desapareciese de pronto de su vista pareció corroborar la hipótesis de un gélido espejismo.

Se quedó clavada en el cruce de calles, tiritando, abrazándose a sí misma. Segundos después oyó un estruendo metálico y dos hombres salieron del local corriendo hacia ella. Uno se detuvo y agarró de la mano a la niña. Al no poder mantener ella el ritmo, la cogió en brazos y reemprendió la marcha. El otro corría hacia ella gritando algo ininteligible. Ambos iban armados.

Ella huyó por entre las calles sin mirar atrás.

Como hizo la madrugada anterior.

28

―¡Espere ―gritó Patrick a la mujer―, no queremos hacerle daño!

Peter corría detrás de él pero no podía mantener su ritmo. Miró atrás y lo vio parado con la niña, echándose las manos a la espalda y haciéndole señas para que continuase sin ellos.

―¡Esperaos aquí, ahora vuelvo! ―les gritó haciéndoles gestos.

Al llegar al final de la calle, giró hacia su derecha y vio a la mujer pocos metros por delante de él. Intentaba correr, pero no podía. Sus movimientos no eran coordinados y en un momento dado cayó al suelo. Cuando la alcanzó, ella intentó defenderse, y su expresión era de puro terror.

―¡No! ―exclamó dando débiles manotazos―. ¡No, por favor!

Patrick arrojó el arma a un lado e intentó ayudarla a incorporarse, aunque ella se zafó con las pocas fuerzas que le quedaban, arañó al hombre en la cara y, tumbada, le pateó el estómago. Pero pronto se rindió y tapó su cara con ambas manos. Su llanto era estremecedor. Sthendall, dolorido, no supo muy bien cómo actuar.

―Vamos, señora, sólo queremos ayudarla ―le dijo Patrick, consternado por la emoción y pensando que nunca había tenido tacto con las mujeres en estado de shock―. Por favor, deje que la llevemos a casa, está congelada.

―¡No!, ¡no!, ¡no! ―gritó ella, intentando infructuosamente recular.

Peter se quitó el anorak, incorporó a la mujer, que ahora parecía sumida en un estado absoluto de debilidad y le dejaba hacer como si de un bebé se tratase, le echó por encima el abrigo e intentó calentarle las manos durante unos momentos.

―Venga conmigo, por favor ―le suplicó, tratando de que su voz no reflejase la preocupación que empezaba a sentir―. La llevaremos a un lugar seguro y haremos fuego, e incluso podremos ver la última película de Scary movie si quiere.

Ella negó con la cabeza gacha, pero no se resistió cuando Patrick echó un brazo por sus hombros y la incitó a caminar. Los pasos irregulares y la descoordinación de sus demás miembros corroboraron el rápido diagnóstico de Patrick.

Cuando Peter y la niña los vieron llegar, avanzaron hacia ellos. Sthendall negó con la cabeza ante la mirada inquisitoria de su amigo.

―Creo que tiene hipotermia y agotamiento ―dijo con la mujer colgando sobre su costado―. Debemos secarla y hacerla entrar en calor urgentemente. ¿Preparado para una carrera, polaco?

Peter asintió y desistieron de llevar las herramientas y útiles necesarios para el invernadero, dejándolo para otra ocasión. Abandonaron la calle Finbon a buen paso y se dirigieron al extrarradio.

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