Yo, mi, me… contigo (30 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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—¡Más deprisa! ¡Más deprisa!

—Hay una cosa que me haría muy feliz —mascullé.

—¿Y qué es?

—Que estuvieras amordazado.

—¡Y a mí que tú treparas más deprisa!

Shakespeare y yo ya discutíamos como si fuéramos novios. Y, como a veces ocurre en ese tipo de riñas, si eras honesta tenías que aceptar que el otro también tenía razón de cuando en cuando.

—Lo siento —cedí—, es verdad que tengo que acelerar el ritmo.

—Yo también siento haberte gritado —repliqué con mala conciencia.

Siempre hacíamos las paces enseguida, eso era mejor que, como hacían muchas parejas, castigarse mutuamente con el desprecio hasta que a uno de los dos tenían que hacerle una biopsia de la úlcera de estómago. Nuestra manera de pelearnos era un buen presagio para una relación posterior, aunque, eso sí, no demasiado probable.

Enardecida por la reconciliación, intenté trepar más deprisa y alcancé la tabla de jarcia que estaba justo debajo de la cofa. Sólo me hacían falta unos segundos para, jadeando, auparme dentro. Desde esa posición firme, le atizaría una patada tan fuerte a Drake, que ya estaba llegando, que el almirante saldría disparado y no podría sujetarse a ningún sitio. Así pues, la posible salvación estaba muy cerca.

Lástima que Drake me agarrara la pierna justo en ese instante. Y me tirara al vacío.

Me precipité en caída libre unos cinco metros y choqué contra una de las vergas de donde colgaban las velas. El choque me hizo un daño atroz, seguramente me había roto unas cuantas costillas y apenas podía respirar. El cuerpo me resbaló del palo y, sólo gracias a mi deseo de sobrevivir, alimentado por el amor a Shakespeare, fui capaz de sujetarme con las manos en el último instante. Con los brazos estirados y los dedos aferrados a la verga, quedé balanceándome a unos veinticinco metros por encima de la cubierta.

Intenté auparme, pero estaba demasiado débil para hacer flexiones con los brazos. Así pues, continué balanceándome y ya sólo era cuestión de tiempo que me precipitara al vacío. Una cuestión de poquísimo tiempo, porque ¿cuánto tardaría en perder la fuerza en manos y brazos? ¿Un minuto? ¿Medio? O todavía menos, si teníamos en cuenta que Drake se aproximaba caminando por encima de la verga, haciendo equilibrios con una elegancia de la que sólo era capaz un marino.

Desesperada, pensé en agarrarle el pie con la mano, pero la idea era absurda. Si movía ni que fuera un poco un meñique, ya no podría sujetarme. Algo que también sabía Drake, que dijo esbozando una sonrisa maliciosa:

—Me pregunto qué pasaría si te piso los dedos.

Yo también odiaba las preguntas retóricas.

61

Me dolían las costillas, me hacía daño respirar y los brazos me ardían como tizonazos. Pero había algo que me ardía aún más: el sentimiento de culpa porque Shakespeare moriría antes de su hora sólo porque yo había entrado en su vida.

—Lo siento —dije con tristeza.

—Demasiado tarde —dijo Drake con acritud.

—¡No hablaba contigo, psicópata! —le rugí.

Resultaba pesado rugir teniendo unas cuantas costillas rotas y colgando de un palo. Pero aún pesaba más el hecho de que Drake tuviera razón: debería habérmelo pensado antes. Debería haber buscado el verdadero amor y haber regresado a mi época en vez de llevar a Shakespeare a aquella situación.

Debido a mi egoísmo, William no vería nunca más a sus hijos, nunca levantaría el Globe Theatre y nunca escribiría las obras que estaba destinado a escribir. Si llegaban a recordarlo en nuestra época, sería únicamente como autor de
Hamlet, una comedia
. Drake ya levantaba el pie lenta y placenteramente para pisarme la mano.

—Me temo que tenemos que despedirnos definitivamente.

La voz de Shakespeare no estaba abrumada por el esfuerzo físico y por eso sonó serena, pero en el tono se percibía que él también estaba triste. Luché contra las lágrimas y le contesté:

—Sí, tenemos que despedirnos.

—¡Para siempre! —gritó Drake con entusiasmo.

Yo le rugí más cortante aún:

—¡Tú no te metas!

Se quedó desconcertado y murmuró:

—Artistas… están todos locos…

—Dijo el hijo soldado de la madre castradora —me burlé.

Solté una carcajada. Aquello era delirante. ¡Me encontraba al borde de la muerte y Shakespeare volvía a hacerme reír!

Naturalmente, aquello hizo que Drake se enfureciera aún más conmigo.

—Ya veremos si te diviertes tanto cuando te caigas.

Me pisó los dedos. Grité. En esa situación, cualquiera se habría soltado de inmediato. Pero yo quería quedarme con Shakespeare y aguanté el dolor. Por lo pronto. Eso impresionó a Drake, que apartó el pie y dijo:

—O sea que eres un hombre y no un ratón.

—¡Porque ese hombre es una mujer! —repliqué, orgulloso de Rosa.

Qué curioso que en semejante situación una pudiera sentirse tan halagada… Bajé la mirada, los soldados trajinaban a los pies del mástil, ni idea de qué estaban haciendo. Tampoco importaba, ahora se trataba de aprovechar los últimos instantes con Shakespeare. ¿Cuándo, si no, iba a confesarle mis sentimientos? Pero ¿y si él no me correspondía? Entonces sufriría de mal de amores en los últimos momentos de mi vida. ¿Quería morir con el más odioso de todos los sentimientos?

¿Debía confesarle mi amor a Rosa? No, era una locura. Pronto moriríamos y yo, ¿quería agobiarla con mis ridículos sentimientos? Unos dolores increíbles recorrían mi cuerpo, pero los sentía Rosa en vez de yo. Hubiera dado cualquier cosa por estar en su lugar, por quitarle el sufrimiento. Pero era prácticamente imposible. Así pues, decidí distraerla del suplicio en nuestros últimos instantes en este mundo y, con tal fin, empecé a charlar con ella lo más alegremente que pude.

—¿Qué es el porno gay? —pregunté.

—Algo que complacería mucho a los invertidos —gemí como respuesta, mientras mis dedos desfallecían de manera lenta, pero segura.

—¿Tanto como a ti el bidé? —bromeé.

—Sí.

De nuevo solté una carcajada, y eso me distrajo del tormento.

—Entonces tendremos que llevarlo al monasterio de Lorenzo —propuse—. Quizás también los bidés.

Me reí aún más y con ello olvidé el dolor. Shakespeare me hacía sentir bien incluso en aquella terrible situación.

Mi supuesto monólogo y mis risas pusieron nervioso a Drake.

—Me estás tocando las narices —maldijo, y me pisó con rabia la mano. Más fuerte. Más brutalmente. Y yo grité como una condenada.

El alarido de Rosa me rompió el corazón, aunque en aquel momento yo no lo poseía, el corazón.

Ya no podía pensar, sólo sentir. Ni idea de si ya tenía los dedos rotos. En cualquier caso, no pensaba soltarme. Pero Drake me pisó de nuevo. Esta vez ya no tuve fuerzas para gritar y se me nubló la vista. Aguantar más tiempo era tanto como imposible.

—Suéltate, Rosa… no sigas atormentándote —le supliqué. Me traía sin cuidado que, en tal caso, yo moriría. No quería que Rosa siguiera sufriendo de manera tan inhumana.

No me solté… Pero aquello dolía… y mucho.

—Por favor… —susurré.

—No quiero que mueras por mí, William —dije llorando; ya no podía seguir luchando contra las lágrimas.

—Rosa…

Continué aferrándome a la verga mientras las lágrimas se deslizaban por mi rostro.

—Te doy permiso… —dije con dulzura.

—No…

—Puedes soltarte —me reafirmé.

Pero yo aguanté tanto como fue posible. Incluso un poco más. Por amor a Shakespeare. Sin embargo, finalmente no pude más.

—Lo siento… Lo siento mucho… —susurré.

—No tienes por qué —contesté cariñosamente.

Y, fortalecida por Shakespeare, me solté.

62

Lo último que le oí decir a Drake cuando mis dedos resbalaron del palo fue:

—Ya iba siendo hora.

Gracias a mi regresión, sabía mejor que nadie, incluido Einstein, que el tiempo era relativo. En ciertas situaciones puede dilatarse en el infinito. Así lo perciben los pacientes sometidos a una colonoscopia, igual que las mujeres con un mal amante o los espectadores de danza contemporánea.

Y eso era lo que yo experimentaba: mientras descendía a toda velocidad, me encontré en otra esfera de la consciencia. Gracias al tiempo dilatado, sentía la caída como un suave y agradable vuelo en planeador. Los dolores se me quitaron y la desesperación desapareció de mi mente. Ya no lloraba y casi podía disfrutar del descenso en picado. Sin embargo, me corroía la duda. ¿No debería revelarle a Shakespeare mis sentimientos?

Yo misma me pregunté: ¿tú qué quieres ser, Rosa? ¿Un hombre o un ratón que se lleva sus secretos a la tumba? De nuevo, una pregunta retórica.

—William, tengo que decirte algo… —empecé.

—¿Qué es exactamente el porno gay?

—Ya no hace falta que me hagas reír —comenté con dulzura.

—Pero uno muere mejor riendo.

—Puede, pero tengo que confesarte algo importante.

—¿Que has probado a escondidas el goce masculino? —pregunté un poco espantado.

—¡Shakespeare!

—Perdona.

No tenía tiempo para escaramuzas. Aunque los segundos se dilataran, ya habíamos recorrido la mitad del camino hacia la colisión. Tenía que decírselo. O ahora o nunca.

—¿William?

—¿Rosa?

—Yo… Yo… —me atasqué. Por lo visto, el valor se esfumaba tan deprisa como había llegado.

—¿Tú…? —pregunté, con la disparatada y reavivada esperanza de que Rosa también sintiera algo por mí.

—Yo… yo… te amo.

Me quedé mudo de felicidad.

Shakespeare no contestó. Oh, Dios mío, para colmo de colmos, idiota de mí, acababa de poner a Shakespeare en la desagradable situación de tener que darme calabazas poco antes de nuestra muerte. ¿No le había hecho ya bastante daño?

Seguro que estaba buscando las palabras adecuadas, puesto que, en aquella situación, no podía decir simplemente: «Podemos seguir siendo amigos.»

Y, si lo hacía, eso era lo último que yo quería oír antes de morir.

Dijera Shakespeare lo que dijera, yo moriría con males de amor. Aunque, ¿no era mejor eso que no haberle revelado nunca mis sentimientos?

No lo sabía con exactitud.

Estábamos a pocos metros del suelo, hacia el que no quería mirar, y William continuaba sin decir nada. ¿Callaría hasta la muerte para no herir mis sentimientos?

Pensé si no debería pedirle que en vez de darme respuesta me gastara una broma; si no había más remedio, sobre el vestido de la reina; al menos luego me estamparía riendo contra el suelo. Fijo que te morías mejor entre carcajadas que con calabazas. Cuando me disponía a pedirle el favor, Shakespeare dijo con voz dulce:

—Yo también te amo, Rosa. Con todo mi corazón.

Era increíble.

Me amaba.

Y yo también lo amaba.

Fue el momento más feliz de mis dos vidas.

Continuamos planeando hacia el suelo.

Unidos.

Dos almas que se dirigían juntas hacia la muerte.

Como Romeo y Julieta.

Sí, bueno, en nuestro caso era realmente una sola alma.

Eso significaba… que yo amaba a mi alma.

Era una locura.

Una locura total.

Cuando llegué ahí, no soportaba ni pizca mi alma. Pocos días atrás, incluso odiaba con todas las de la ley ser yo. Porque yo era un cliché. Estaba convencidísima de que yo no valía nada. Y no tenía la menor idea de todo lo que había en mí.

Pero ahora conocía mi alma.

Había aprendido de lo que mi alma era capaz.

De los sentimientos que mi alma podía albergar.

De la fuerza que había en ella.

De su coraje.

De su alegría de vivir.

Y de su poesía.

Sí, ahora amaba realmente a mi alma.

Y había hecho las paces con ella.

Fue sentir todo eso y perder el conocimiento.

63

Me desperté con esa maravillosa sensación de paz interior. Tardé un buen rato en abrir los ojos. Y más aún en situarme: ¿estaba en la cubierta del barco?, ¿en el agua?, ¿o en el Rose?, ¿o quizás en el cielo?, ¿podía ser?, ¿me había ganado un lugar allí? En cualquier caso, me sentía divinamente.

Claro que en el cielo no habría un hombre correteando en pijama que diría:

—Un momento, voy a ponerme otra vez el albornoz.

Cuando mis ojos consiguieron enfocar de nuevo, reconocí en el hombre del pijama a Próspero. Así pues, volvía a estar tumbada en la caravana del circo. Había regresado a mi época. Y sin el espíritu de Shakespeare en mi cuerpo. Claro, en esa ocasión no había roto las reglas de los monjes shinyen.

Con todo, el hecho de que estuviera de nuevo ahí permitía llegar a una única conclusión: había encontrado el verdadero amor.

Así pues, se trataba realmente del amor a la propia alma.

Pero ¿qué habría ocurrido con Shakespeare en el pasado? Aunque yo lo hubiera abandonado y no hubiera reventado sobre la cubierta como un bote de kétchup, él había seguido precipitándose al vacío. Hacia una muerte segura. Sin mí. Solo. Y probablemente no habría sobrevivido, ¿o sí?

Deseé encarecidamente que un milagro hubiera salvado a Shakespeare, pero ¿cómo iba a averiguarlo jamás? Nos separaban siglos. Y, si le pedía a Próspero que me hiciera regresar con el péndulo, tal vez despertaría dentro de su cadáver. Ciertamente, eso no me haría ninguna gracia. Y a saber si era posible.

Posé la mirada en el portátil del hipnotizador y se me ocurrió una idea: si Shakespeare había sobrevivido, habría escrito todas las obras magníficas que estaba destinado a escribir. Una ojeada profana a la Wikipedia bastaría para descubrirlo. O lo conocía todo el mundo en la actualidad o su rival Marlowe sería considerado el dramaturgo más grande de la historia en su lugar.

Me levanté de un salto, fui hacia el ordenador y abrí el navegador de Internet. En la Wikipedia comprobé que Shakespeare había hecho todo lo que había soñado el último día que pasamos juntos: había convertido
Hamlet
en tragedia, había hecho morir a Romeo y Julieta y había fundado el Globe.

Así pues, Shakespeare había sobrevivido a la caída desde la jarcia. La pregunta era: ¿cómo?

Walsingham fue informado por uno de sus soldados de que uno de los espías españoles había sobrevivido. Éste, a su vez, confesó que Drake no sólo no tenía problema alguno con hacer saltar por los aires un barco en el que se encontraba su esposa, sino que también era el gran espía de los españoles. En consecuencia, el jefe de los servicios secretos ordenó a los soldados que extendieran una vela sobre la que yo pudiera aterrizar y que, a continuación, llevaran a Drake con su madre… al fondo del Támesis. Desgraciadamente, al caer sobre la tela me rompí varios huesos que no sabía que tenía, como, por ejemplo, el ilion, totalmente desconocido para mí hasta la fecha.

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