Yo, mi, me… contigo (22 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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Quise continuar examinando el entorno, pero me torcí el pie con sólo dar un paso y caí de bruces sobre el suelo de madera.

—Maldita sea, ¿quién ha inventado estos maléficos zapatos? —exclamé en voz alta.

Al oír mi exclamación, no tuve más remedio que darme cuenta, espantado, de una cosa: mi voz no era la mía. Sonaba aguda, realmente… ¿femenina?

Confuso, levanté medio cuerpo para quitarme los zapatos, aquellos chismes del diablo que, cabía suponer, eran una obra chapucera de los verdugos de la Torre de Londres. ¿Tal vez me encontraba en la prisión con peor fama de la historia de la humanidad? ¿Me había hecho apresar Walsingham? ¿Era aquello una sala de tortura especialmente funesta?

Me quité los zapatos y descubrí que tenía los pies metidos en unas calzas negras y finas que ni de lejos podían calentar como las que yo acostumbraba a ponerme. Y, sobre todo, noté que aquellos pies no eran los míos. Yo no los tenía tan pequeños y, sobre todo, yo no llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo, excepto cuando había pasado una noche de borrachera con mis amigos invertidos.

Me invadió un pánico cerval. Me llevé la mano al corazón, que me latía con fuerza, y me di cuenta de que en la parte del pecho presentaba una extraña protuberancia. Para ser exactos, eran dos protuberancias.

Resumí los hechos mentalmente: llevaba un vestido, las uñas de los pies rojas y tenía dos protuberancias en el pecho. Conté, uno más uno más dos, y llegué al resultado de: «¡Virgen santa!»

Intenté tranquilizarme con todas mis fuerzas, seguro que me había equivocado al echar las cuentas. Me palpé detenidamente el tórax y, puesto que yo era un experto en cuestión de féminas, el análisis arrojó un resultado indiscutible: tenía pechos. Colgaban un poco, pero eso no era esencial en aquel momento. Lo decisivo era únicamente la conclusión siguiente: «¡¡¡Dios mío, tengo pechos!!!»

Lo primero que dije suspirando al volver a despertar fue:

—Shakespeare, ¿podrías dejar de meterme mano?

Entonces me di cuenta de que no era dueña de mi cuerpo. Algo había vuelto a salir mal, esta vez con la hipnosis del alquimista. Los malditos monjes shinyen deberían optimizar cuanto antes el tema del péndulo y las regresiones.

—¿Eres… eres tú, Rosa?

—No, soy Frank Walter Steinmeier —respondí mosqueada.

—¿Frank Walter Steinmeier?

—¡Pues claro que soy Rosa! —contesté.

¿Yo había sido tan dura de mollera cuando había ido a parar a su cuerpo?

—¿Yo… yo… estoy en tu cuerpo…?

—Sí, así es —confirmé.

Era horrible actuar sólo como una voz dentro de tu propio cuerpo, sin poder tocar ni notar nada. Me sentía impotente a rabiar y eso me dolió tanto que ni siquiera fui capaz de pensar que Shakespeare también tenía que haberse sentido así en el pasado.

—¿Tienes un espejo?

William parecía de pronto lleno de curiosidad; saltaba a la vista que no acababa de comprender la gravedad de la situación, aunque, bueno, también se trataba de un asunto de unas dimensiones que no se podían definir a las primeras de cambio. Shakespeare se levantó, dejó mis zapatos de tacón, y yo lo conduje al espejo de Ikea que tenía al final del pasillo. Los dos contemplamos en el espejo mi cuerpo, que gracias al maquillaje y a la ropa estaba bastante perfecto, dentro de mis posibilidades. Puesto que yo no tenía el control de mi cuerpo, tuve que ver cómo Shakespeare me miraba: de arriba abajo. Fue como observar algo a través de una cámara que otro sostiene en su mano.

Ante la imagen de Rosa, mi miedo cedió paso al desconcierto. Por un lado, su aspecto era como habría podido imaginarme: parecía inteligente y en el contorno de sus ojos podías reconocer que tenía un sentido del humor pícaro, incluso audaz. Por otro lado, me llevé una sorpresa enorme: su rostro la hacía parecer vulnerable, casi un poco tímida. En absoluto como la mujer enérgica por la que yo la había tomado. Luego observé el cuerpo y me sentí tan desbordado por todos sus encantos que sólo pude hacer una observación sobre su físico.

—¿Rosa…?

—¿Sí? —pregunté, ansiosa por saber qué diría después de observarme.

—Te cuelgan un poco los pechos.

—¡Vaya, muchas gracias! —repliqué—. ¡Me pregunto cómo he podido echarte de menos!

—¿Me has echado de menos? —pregunté sorprendido y halagado.

—Sí…, así es —admití, y la ira desapareció lentamente de mi voz.

—Lo comprendo.

—Qué poco vanidoso por tu parte —me burlé.

—Efectivamente, lo decía sin vanidad —repliqué—, porque yo también me alegro mucho de estar contigo.

Sentía en verdad un gran alivio porque el espíritu de Rosa no hubiera sido aniquilado. No podría continuar viviendo con la culpa de ser el responsable de su muerte. Junto con la culpa que ya arrastraba por Anne, probablemente me habría hundido con tan pesada carga sobre mi conciencia.

Me sentí halagadísima. Si mi cuerpo aún hubiera sido mío, fijo que me habría sonrojado.

—Me encantaría darte un abrazo.

—Lástima que no pueda ser. Pero a mí me gustaría hacer otra cosa.

—¿Qué? —pregunté con curiosidad.

—Quitarme la ropa para examinar mejor tu cuerpo…

—¡¿Qué?!

—Y sentirlo.

—¡¿Sentirlo?!

—Siempre he tenido curiosidad por saber cómo se siente el goce femenino…

—Si lo intentas, eres hombre muerto.

—Pero me ayudaría a perfilar de forma más realista a los personajes femeninos de mis obras…

—Muerto y enterrado.

—No sé cómo vas a matarme si no tienes cuerpo…

—¡Y ése es exactamente nuestro problema! Yo ya no dispongo de mi cuerpo. Pero ¡tú tampoco tienes el tuyo!

Fue acabar de decirlo y la verdadera magnitud de la situación empezó a entrarle en la cabeza a Shakespeare. Me miró para abajo y constató perplejo:

—Estoy realmente dentro de un cuerpo de mujer…

—Del mío, para ser exactos.

—Y… mi Willy no está en su sitio…

—¡¿Llamas Willy a tu cosa?! —pregunté asombrada.

—Mi madre la llamaba siempre «maese pipí».

—Prefiero Willy.

—Es lo que yo le decía siempre a mi madre —dije suspirando.

—¿Podríamos cambiar de tema y pensar qué vamos a hacer ahora? —propuse.

—De acuerdo.

Le indiqué a Shakespeare el camino hacia la sala de estar y, una vez allí, le pedí que se sentara (o me sentara) en el sofá para que no se cayera de culo cuando le explicara dónde se encontraba exactamente. Saltaba a la vista que Shakespeare estaba pasmado con el mobiliario de mi piso. No como Jan, que antes siempre se quedaba perplejo de que alguien pudiera vivir en medio de aquel caos. Para Shakespeare se trataba más bien de una perplejidad del tipo: «¿qué es esa caja que parpadea?». Antes de que pudiera explicarle el principio de la televisión, tenía que explicarle que había ido a parar al futuro.

—Tú… tú… —Busqué la manera de comunicarle la verdad con el máximo tacto posible, y entonces dije—: Tú… estás en el futuro.

De acuerdo, tal vez se podría haber arreglado con un poco más de delicadeza.

Le conté lo de Próspero, mi viaje en el tiempo y que él se encontraba en el tercer milenio. Esperaba recibir millones de preguntas sobre nuestra época: si lo conocían, si sus obras eran famosas, qué obras le gustaba ver a la gente en la actualidad, si había guerras, progresos en Medicina, por qué la caja parpadeante mostraba imágenes de beneficiarios del subsidio por desempleo encargando tests de embarazo en el programa de Olli Geissen, qué es un beneficiario del subsidio por desempleo, qué es un test de embarazo, qué es un Olli Geissen. Sin embargo, Shakespeare me planteó una única pregunta:

—Entonces…, ¿hace mucho que mis hijos están muertos?

47

Shakespeare se quedó triste y callado durante un buen rato, y mi cuerpo se fue derrumbando en el sofá. Igual que en el pasado, la situación en el presente era también mucho más complicada para él que para mí. También por eso tenía que ocuparme a toda prisa de que volviera a su época, y eso sólo lo conseguiría con la ayuda de Próspero. Pero ¿cómo llegaríamos hasta el hipnotizador? Siendo un hombre del pasado, seguro que Shakespeare acababa arrollado por un coche en los primeros metros del camino.

Así pues, tenía que dormirse para que yo pudiera volver a controlar mi cuerpo. Pero ¿cómo me lo montaba para conseguirlo? En el estado de ánimo en que se encontraba, no podía ponerme a cantar «duerme, niñito, duerme» y a mofarme con él de pastores zoofílicos hasta que se durmiera. Además, podía despertar en cualquier momento, como ya había comprobado yo dolorosamente en el pasado. ¿Qué ocurriría si, estando al volante de mi coche, Shakespeare se despertaba y volvía a controlar mi cuerpo? En mi mente se mezclaron imágenes de maniquíes de pruebas de choque, coches que explotaban y médicos de urgencias que me consideraban demasiado joven para morir.

No tenía elección: si los dos queríamos sobrevivir, tenía que poner en forma a Shakespeare para el presente. Pero ¿cómo lo haría? Si lo preparaba para el mundo actual a través de la programación de tarde de la tele, pensaría que había ido a parar a un manicomio.

¿Le enseñaba vídeos en Internet? Claro que ya me imaginaba qué preguntas me plantearía: «¿qué es Internet?», «¿cómo funciona?» o «¿qué es un servidor?». Y, aunque yo navegaba a diario por la red, no tenía ni idea de cómo contestar a esas preguntas. Ni siquiera era capaz de conectar el módem sin que me diera un ataque de nervios. Por lo tanto, decidí llevar a Shakespeare hacia la ventana, y punto. Tenía que ver el nuevo mundo con sus propios ojos.

Todos mis pensamientos se concentraban en mis hijos, por eso al principio ignoré la petición de Rosa de que me levantara y me acercara a la ventana. Sólo después de que insistiera explicándome que era de vital importancia, me puse en pie, di unos pasos, corrí la cortina y vi ante mí un mundo realmente exótico: en la calle, a muchos metros por debajo de mí, pasaban zumbando a una velocidad increíble unos proyectiles que recordaban vagamente un carruaje. Rosa me explicó que a esos proyectiles los llamaban automóviles y que ponerse en su camino era muy mala idea. Me señaló muchas más cosas vertiginosas con las que había que tener cuidado: un vehículo alargado llamado «tranvía», unas luces desconcertantes llamadas «semáforos en rojo» y las criaturas más peligrosas de todas, los «bicimensajeros».

Las impresiones me sobrecogieron y me hicieron olvidar la tristeza. Siguiendo las instrucciones de Rosa, abrí la ventana para descubrir cómo olía el futuro. Y no olía, ¡apestaba! Y había mucho polvo. Rosa llamó al pestazo «humo de los tubos de escape» y cuanto más lo respiraba, más deseaba regresar a las calles de Londres impregnadas de orina. El hedor de aquel humo aturdía igual que otras muchas cosas en aquel nuevo mundo: ¿Qué eran aquellos pájaros de hierro en el cielo? ¿Qué eran aquellas cajitas que la gente sostenía a la altura de la oreja y con las que hablaban? Casi todo el mundo hablaba consigo mismo, igual que Hamlet con la calavera. ¿Se sentían tan solos y melancólicos como yo me imaginaba al príncipe de Dinamarca?

¿Y qué absurdos personajes eran esos que, contestando a mi pregunta, Rosa denominó «deportistas que practican la marcha nórdica»?

Una cosa era segura: si algún día regresaba a mi época, no podría explicarle a nadie mis impresiones sin que me encerraran en una casa de locos. Tampoco podría utilizarlas en mis piezas teatrales: no podía hacer que Hamlet hablara en el escenario con una de aquellas cajitas. No podía hacer que los ejércitos de Macbeth marcharan a la batalla en uno de aquellos curiosos tranvías. Y el público del
Rose
se las compondría muchísimo menos con bicimensajeros que con brujas y espíritus. Mientras meditaba sobre ello, oí de repente una voz a mi espalda:

—¡Rosa, tenemos que ir a la boda!

48

¡Ay, madre! ¡Debido a la excitación había olvidado por completo la boda! Holgi había venido a recogerme. Ya estaba en el pasillo, puesto que tenía llaves de casa.

¿Qué iba a hacer? ¿Me las apañaría para que Shakespeare se durmiera, para ir a ver a Próspero, enviar a Shakespeare de vuelta al pasado y luego llegar a tiempo a la boda para sabotearla? Eso era más o menos igual de realista que un sistema económico mundial estable.

¿Y si primero saboteaba la boda y luego iba a ver a Próspero? Tal vez no sería muy justo para Shakespeare, aunque sí al menos un poco más realista. Pero, con ese plan, también tenía que dormirse antes.

—¿Rosa? —dijo Holgi al entrar en la sala.

Llevaba un traje rosa con chaleco lila. Shakespeare volvió a animarse un poco ante aquella visión, irguió mi cuerpo y soltó un comentario espontáneo sobre el
look
de Holgi:

—Señor mío, ante tal estampa cegadora cualquiera confunde los colores.

Holgi se quedó visiblemente perplejo, un lenguaje tan rebuscado no era propio de mí.

—Tú estás imponente. El vestido te realza el trasero —dijo con cautela.

—¿Ah, sí? —pregunté con curiosidad.

Shakespeare intentó echar un vistazo a mi trasero. Cogió el espejo de maquillaje que estaba sobre la mesa de la sala, miró con él mi trasero y lo confirmó con aprobación:

—Cierto… unas curvas bien formadas…

Volví a sentirme halagada. En lo referente a cuerpos femeninos, Shakespeare tenía un montón de referencias.

—Me gustaría ver este trasero desnudo.

—¡Ni se te ocurra! —exclamé.

—Me gustaría saber si tiene rugosidades.

A Holgi, que a mí no podía oírme, le preocupó esa extraña conducta.

—Dime, Rosa, ¿has vuelto a beber por lo de la boda?

—¿Qué boda? —pregunté extrañado.

—¿Cuál va a ser? —replicó Holgi, que sacó la invitación del bolsillo de la americana y se la plantificó a Shakespeare en las narices. Y en la tarjeta se veía a Jan y a Olivia.

Lo que vi en aquella imagen era increíble: la maravillosa condesa y el belicoso conde. Iban peinados de otra manera y llevaban ropas extravagantes, pero los rostros… no cabía duda… los rostros eran los mismos.

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