Yo, mi, me… contigo (25 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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—¡No puedes amarme! Hay muchas cosas que hablan en contra: por un lado, no tenemos suficientes cuerpos. Y, por otro, un hombre como yo no puede esperar otro amor en esta vida.

Shakespeare intentó hablar en un tono decidido, pero le tembló la voz, porque en ella había mucho dolor. Por eso le pregunté:

—¿No crees que va siendo hora de que me expliques que pasó entre tú y Anne?

—¿Tengo que hablar de una vez de mis sentimientos?

Shakespeare lo dijo en un tono amargo, luego guardó silencio y se sentó en las escaleras de la caravana de Próspero. Finalmente, empezó a hablar:

—Anne estaba en el campanario. Lloraba. Desconsoladamente. Emponzoñada por el veneno de las mentiras de su primo, que le había contado que yo la había engañado. Quise impedirle que saltara y me acerqué a ella. Anne me miró y yo sentí que si en aquel momento le hubiera tendido la mano… ella la habría cogido y se habría salvado… Pero dudé un instante porque… porque…

Se encalló de nuevo. La culpa parecía oprimirlo. No quise atosigarlo con preguntas y esperé a que continuara hablando.

—… sentí que la ira se apoderaba de mí…

—¿Ira? —pregunté.

Y Shakespeare habló entonces a borbotones:

—… porque Anne no había confiado en mí, pero sí en su primo, incluso en las prostitutas con las que supuestamente me había acostado; a todos los había creído más que a mí…

Entonces bajó la voz, que de hecho era la mía:

—Y… cuando en ese instante de ira, que sólo duró un soplo, vio la furia ardiendo en mis ojos…

No hizo falta que dijera nada más. Yo misma completé en pensamientos que Anne había saltado acto seguido. Después de un breve silencio, intenté consolarlo:

—Pero seguramente habría saltado aunque no la hubieras mirado de ese modo, estaba muy trastornada.

—Es posible… —La voz me falló de nuevo.

—¿Pero?

—Pero lo último que vio en su vida… fueron mis ojos llenos de ira…

Shakespeare luchaba por no echarse a llorar. Y como no encontré ninguna palabra que pudiera aliviar sus abrumadores pensamientos, le susurré:

—Llora, tranquilo…

—Un hombre no da rienda suelta a sus lágrimas —repliqué con huero orgullo.

—En primer lugar, esa afirmación es de lo más tonta, y en segundo lugar, ahora mismo no eres un hombre, sino una mujer.

—Eso es cierto…

—O sea que no pasa nada si lloras —lo animé.

Shakespeare se lo pensó, luego asintió con un movimiento de mi cabeza y dio rienda suelta a las lágrimas. Me supo mal, lo habría abrazado con gusto. Era una sensación extraña ver llorar a tu propio cuerpo y no ser partícipe. Me di cuenta, por ejemplo, de que mi llanto sonaba como el de un bebé foca herido de bala. Shakespeare tardó un buen rato en tranquilizarse. Al secarse las lágrimas con la manga de mi vestido, constató asombrado:

—Llorar es en efecto liberador…

—Es recomendable para cualquier hombre —dije sonriendo.

—Pero, a poder ser, no cuando sus amigos estén cerca —repliqué sonriendo entre lágrimas.

—No, claro que no —contesté divertida, y entonces le expliqué que teníamos que ver al hipnotizador para que, ojalá, pudiera devolverlo al pasado con el péndulo.

—No pienso ir.

—Ejem… ¿Cómo dices? —pregunté insegura.

—Me quedo aquí.

—¿Será una broma?

No me lo podía creer.

—No es ninguna broma. Si el alma de Anne vive aquí, quiero estar con ella. ¡Y por eso voy a ponerme a buscarla!

—¿No vas a devolverme mi cuerpo?

Aquello me había cogido por sorpresa. Le tenía cariño a Shakespeare y estaba a gusto con él, probablemente incluso empezaba a sentir algo por él. Pero cederle mi cuerpo, eso era demasiado.

—Comprenderás que es una locura…

—Quien ama está aún más loco que un hombre criado en Luton-on-Hull.

—¿Luton-on-Hull?

—Un pueblo con siglos de tradición en parentescos de consanguinidad.

—Pero quedarte en mi cuerpo no es sólo una locura, también es extremadamente injusto —protesté levantando la voz.

—Sería en verdad sorprendente que la vida fuera de repente justa —objeté.

—No me refiero sólo conmigo.

—¿Pues con quién más?

—Con tus hijos. ¿De verdad vas a dejarlos solos? —pregunté con énfasis.

Shakespeare calló, al poco respiró profundamente y luego dijo con voz triste y muy digna:

—Vamos a ver al hombre del péndulo.

El hipnotizador se sorprendió muchísimo cuando Shakespeare le contó nuestro dilema. Tras un primer desconcierto, Próspero explicó que el alquimista Dee tenía razón; en casos excepcionales, podían surgir complicaciones en los viajes al pasado. Pero que eso mismo ocurriera en el viaje de regreso y que un espíritu del pasado se trasladara al futuro era un fenómeno totalmente nuevo. Eso sólo podía suceder, reprendió Próspero severamente (sabía que yo lo estaba escuchando en lo más hondo de mi cuerpo), porque yo había hecho trampa: no había descubierto qué era el «verdadero amor» y había acudido a un alquimista. El hecho de que yo me hubiera saltado las normas, me amenazó Próspero, clamaría venganza, no se podía y no se debía huir del destino. Próspero me metió mucho miedo. Shakespeare lo notó y le cortó la palabra exhortándolo a hacer oscilar el péndulo y dejarse de grandes discursos. Me gustó que Shakespeare me defendiera de nuevo. A eso podía acostumbrarme sin problemas.

Próspero replicó que antes tenía que telefonear a los monjes vía Internet (sí, los tibetanos también conocían Skype) para recabar instrucciones concretas. Habló en tibetano a través de unos auriculares con micro conectados al portátil, cerró el ordenador al cabo de un rato y nos explicó lo que había que hacer para reexpedir a Shakespeare al pasado. Antes iría a buscar el péndulo a la carpa del circo. Cuando Próspero salió de la caravana, comprendí que Shakespeare y yo nos despediríamos para siempre.

—Bueno, esto se acabó —dije, esforzándome por parecer relajada. No quería que se notara que eso me entristecía.

—Sí, esto se acabó —repetí, esforzándome por parecer calmado; no quería que se notara que eso me apenaba.

Siguió un rato de silencio en el que me entristecí aún más. Finalmente, no soporté que estuviéramos callados y dije:

—No ha estado mal el tiempo que hemos pasado juntos.

—Al contrario, yo incluso he disfrutado.

—¿No te pesa haber compartido el cuerpo conmigo una temporada? —pregunté.

—Para nada —contesté sinceramente.

Me hizo muy feliz que dijera eso.

—Bueno, hay una cosa que sí me pesa —señalé.

—¿Cuál? —pregunté. No me gustó que a Shakespeare le pesara algo.

—No haber podido sentir el goce femenino. Tal vez podríamos aprovechar el poco tiempo que nos queda para…

—¿William? —lo interrumpí con voz risueña.

—¿Sí?

—A veces eres un idiota.

—¿Significa eso que no podré probarlo? —pregunté esbozando una amplia sonrisa.

—Y a veces eres un listillo —dije riendo.

—Y a veces una listilla —repliqué sonriendo más ampliamente.

—Todos los hombres deberían pasar por la experiencia de ser mujer —dije riendo.

Shakespeare también se echó a reír. Luego, muy sentimental, dijo:

—¿Rosa…?

—¿Sí?

—Ha sido un verdadero placer discutir contigo.

—Gracias, William, lo mismo digo —contesté, no menos sentimental.

Si hubiera podido, incluso le habría dado un beso.

Próspero entró con el péndulo y, cuando lo vi en sus manos, volvió a entrarme miedo de repente: iba a perder a Shakespeare. Para siempre. Eso era casi insoportable. ¿Tal vez debería dejarlo vivir un poco más en mi cuerpo? Unos días… Por mí, hasta unas semanas. A pesar de todo, podría ser una buena época.

El hecho de que se me ocurriera algo tan disparatado era definitivamente un signo de que albergaba sentimientos por Shakespeare.

Pero ¿cuáles exactamente? ¿Lo amaba como él había supuesto?

Probablemente, ésa era la pregunta del millón de euros. Y, para contestarla, no podía echar mano del comodín de la llamada.

Próspero preparó el péndulo y, mientras yo aún dudaba de si debía pedirle que volviera a guardarlo, lo hizo oscilar delante de mis ojos. A Shakespeare y a mí se nos nubló la vista y perdimos lentamente el conocimiento.

Lo primero que oí al despertar fue:

—Mistel Dee, mistel Dee, ¡el glande animal de cloaca se está despejando!

54

Abrí los ojos y vi que el alquimista y el chino me observaban.

—¿Shakespeare? —preguntó cauteloso el alquimista.

—¡Aún duerme! —respondí.

Dee estaba visiblemente decepcionado de que su reregresión no hubiera funcionado. Aunque yo también debería estar triste, no lo estaba. Incluso estaba un poquito contenta de que William y yo tuviéramos algo más de tiempo juntos.

En vez de relatarle al alquimista con todo lujo de detalles lo que había sucedido, me limité a comentarle lo que Próspero me había anunciado:

—No se puede engañar al destino. —Y aún añadí algo que comprendí en ese instante—: Sólo quien se enfrente a su destino será recompensado.

El chino comentó mi juicio lapidariamente:

—En nuestlo pueblo hay un loco que esclibe sentencias pol el estilo y las mete dentlo de las galletas.

Pero el alquimista entendió a qué me refería. Me pasó el brazo por los hombros y dijo:

—Eres una mujer sabia, Rosa. Aunque de momento seas un hombre.

Me sentí halagada, pero sólo me duró un breve instante, ya que Dee me preguntó:

—¿Y qué piensas hacer ahora?

Estaba claro que, para enfrentarme a mi destino, tenía que encontrar el verdadero amor. Cosa nada fácil, puesto que seguía sin un punto de partida para iniciar la búsqueda.

A no ser que mis disparatados sentimientos por Shakespeare tuvieran algo que ver con ella.

No, ¡no podía ser! Sería completamente absurdo. Dos personas en un cuerpo, eso seguro que no era el verdadero amor. No debía considerar ni por asomo semejante tontería. Sobre todo teniendo como tenía que solucionar otro problema más urgente: si antes de la noche no había hecho de alcahueta entre Essex y María, la reina ordenaría que me ejecutaran. Y el hecho de que la condesa estuviera coladita por mí o, en este caso, por Shakespeare no facilitaba precisamente la tarea.

Le pedí a Dee que me llevara a ver a María y el alquimista prometió que me acompañaría su ayudante. El chino propuso con cara de asco que antes me bañara, puesto que seguía apestando como un animal de cloaca.

—Así está bien. Cuanto más apeste, menos me querrá la condesa —repliqué sonriendo con malicia.

Arrugando la nariz, el chino me condujo al patio, a un carruaje adornado por dentro con imágenes de monjes shinyen rezando. El alquimista era en verdad un fan de aquellos pelones tibetanos, de los que yo no sabía nada hasta hacía unos días. Me pregunté si, gracias a esos tibetanos, acabaría siendo una persona más feliz o si la diñaría de mala manera en el pasado. Si ocurría lo primero, les besaría la calva con gratitud; si ocurría lo segundo, los monjes irían a parar incluso por debajo de nazis y dentistas en mi lista de favoritos.

Hop-Sing me condujo a través de un Londres matutino, iluminado por los suaves rayos de una maravillosa salida del sol. Los primeros comerciantes colocaban sus mercancías en las calles, al lado de hombres que no habían conseguido llegar a casa esa noche y roncaban tirados en el suelo. Los niños, según el caso, o bien se encaminaban a la escuela o bien robaban a los borrachos que dormían. Ver despertar el Londres isabelino, sentir cómo el pulso de la ciudad latía más deprisa segundo a segundo levantaba el ánimo. Aquel lugar me electrizaba, despertaba mis sentidos. Una parte de mí quería quedarse allí para siempre, igual que Shakespeare por un momento quiso permanecer en el futuro. Pero, claro, esa idea era del todo imposible: no podía quedarme por las buenas y para siempre en el cuerpo de Shakespeare.

¿O tal vez sí?

Cuando el sol acababa de salir en el cielo, el carruaje se detuvo delante del castillo. Se trataba de lo siguiente: tenía que persuadir a la condesa para que al atardecer acudiera a la fiesta de la reina en el barco del almirante. Allí se encontraría con Essex y yo por fin podría unirlos.

Golpeé la puerta con la aldaba de hierro forjado y al poco me abrió la condesa en persona.

—William Shakespeare, ¡has venido a verme! —exclamó radiante de alegría.

De hecho, debería haberle confesado de inmediato que no la amaba, pero el caso fue que sólo me quedé asombrada porque no me sentí inferior en presencia de la condesa. Tampoco me corroían los celos, puesto que por fin había aceptado que su alma y la de Jan estaban hechas la una para la otra. Contenta por el dominio recién adquirido, sonreí a la condesa. Ella lo interpretó mal en el acto y se echó feliz a mis brazos. Por lo visto, no se había dado cuenta de lo mal que olía. O, como bien señaló Hop-Sing: «A la señola no le lepugna nada.» (Una frase que a mí también solía venirme a la cabeza cuando veía a Carla Bruni en las revistas del corazón.)

Mientras le indicaba con la mano a Hop-Sing que desapareciera en el carruaje, la condesa me apretujó tanto que casi no podía respirar. Y todo porque la habían hechizado las hermosas palabras del soneto. Había que romper el hechizo:

—Nosotros dos no podemos ser pareja —expliqué, y la aparté de mí, incluso con más brusquedad de la necesaria para reforzar mi postura.

—¿Po… por qué no? —preguntó; de repente parecía tan frágil.

Me compadecí de ella y procuré herirla lo menos posible. Así pues, mentí:

—Yo… yo soy invertido.

—¿Significa eso que… que no me amas? —preguntó con voz temblorosa.

—Así es, sólo me gustan los hombres —contesté, esta vez sin mentir.

A la condesa le temblaba todo el cuerpo. Durante años había deseado romperle el corazón a Olivia, igual que ella me había roto el corazón en compañía de Jan. Pero ahora que tenía la oportunidad, me daba pena.

—Siendo así —murmuró, esforzándose por demostrar valentía—, seguiré mi plan original.

—¿Plan original? —inquirí.

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