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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (34 page)

BOOK: Zothique
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Con el corazón triste, Fulbra aceptó el anillo, llevándolo siempre consigo, y así fue como la Muerte Plateada había soplado sobre él en medio de la noche sin causarle daño alguno. Pero esperando ansiosamente en la alta torre y vigilando las doradas luces de Faraad antes que las blancas e implacables estrellas, sintió una frialdad ligera y pasajera que no tenía nada que ver con el aire del verano. Mientras pasaba, los alegres ruidos de la ciudad se detuvieron y los gemidos de las flautas titubearon extrañamente y expiraron. El silencio cayó sobre el carnaval y algunas de las luces se apagaron y no volvieron a ser encendidas. En su palacio también había silencio y ya no oyó más las risas de sus cortesanos y mayordomos. Y Vemdeez no volvió, según su costumbre, a reunirse en la torre con Fulbra a medianoche. Así Fulbra supo que era un rey sin reino, y la pena que todavía sentía por el noble Altath fue aumentada por una gran compasión por su pueblo, que había perecido.

Hora tras hora, estuvo inmóvil y sentado, demasiado angustiado para poder llorar. Las estrellas cambiaron sobre su cabeza y Achernar resplandeció perpetuamente como el brillante y cruel ojo de un demonio burlón; el pesado bálsamo del anillo de la piedra negra se elevó hasta su olfato y casi parecía ahogarle. A Fulbra se le ocurrió de repente la idea de tirar el anillo y morir como su pueblo. Pero su desesperación era demasiado pesada incluso para hacer esto, y así, al fin, la aurora llegó lentamente a los cielos, tan pálida como la Muerte Plateada, y le encontró todavía en la torre.

Al amanecer, el rey Fulbra se levantó y descendió las enroscadas escaleras de pórfido que llevaban al palacio. A mitad de las escaleras vio caído el cadáver del viejo hechicero Vemdeez, que había muerto mientras subía para reunirse con su amo. La arrugada cara de Vemdeez era como el metal pulido y estaba más blanca que su barba y cabellos, y sus ojos abiertos, que habían sido oscuros como zafiros, estaban helados por la plaga. Entonces, grandemente apenado por la muerte de Vemdeez, a quien había amado como a un segundo padre, el rey continuó lentamente su camino. En los corredores y salones encontró los cuerpos de sus servidores, cortesanos y soldados. No quedaba nadie con vida, excepto tres esclavos que guardaban los verdes portones de bronce de las cámaras subterráneas, bajo el palacio.

Entonces Fulbra recordó el consejo de Vemdeez, que le había dicho que debía huir urgentemente de Yoros y buscar refugio en la meridional isla de Cyntrom, que pagaba tributo a los reyes de Yoros. Aunque no sentía ánimos de hacer esto, ni de tomar ningún otro curso de acción, Fulbra ordenó a los tres esclavos que quedaban que reuniesen los alimentos y todas las demás cosas que fuesen necesarias para un viaje de cierta duración y que las llevasen a bordo de una embarcación real construida en ébano que estaba amarrada en el río Voum, cerca de los pórticos del palacio.

Después, embarcando junto a los esclavos, tomó el timón de la barca y les dio instrucciones para que desplegasen la amplia vela color ámbar. Y saliendo de la majestuosa ciudad de Faraad, cuyas calles estaban en poder de la Muerte Plateada, navegaron por el cada vez más amplio estuario del Voum, que semejaba jaspe, entrando en la corriente del mar Indaskio, del color del amaranto.

Un viento favorable venía por detrás, soplando desde el norte sobre los desolados reinos de Tasuun y Yoros, de la misma forma que la Muerte Plateada había soplado durante la noche. Y a su lado, sobre el Voum, flotaban ociosamente muchos navíos, cuyas tripulaciones y capitanes habían muerto a causa de la plaga y derivaban hacia el mar. Faraad estaba silenciosa como una necrópolis antigua y nada se movía en las costas del estuario, exceptuando las plumíferas palmeras en forma de abanico que se balanceaban hacia el sur en el refrescante viento. Y pronto, la verde franja de Yoros retrocedió, adueñándose de ella el tono azulado y fantástico de la distancia.

Orlado de una vinosa espuma y lleno de extrañas voces murmurantes y vagas historias de cosas exóticas, el apacible mar rodeaba ahora a los viajeros, bajo el alto sol del verano. Pero las encantadas voces del mar y su largo, lánguido e ilimitado balanceo no pudieron suavizar la pena de Fulbra, y la desesperación, negra como la gema engarzada en el anillo rojo de Vemdeez, se abatió sobre su corazón.

Sin embargo, sujetó el gran timón de la embarcación de ébano y puso un rumbo tan directo como le fue posible hacia Cyntrom, guiándose por el sol. La vela color ámbar se tensó en el viento favorable y la barca avanzó durante todo ese día, hendiendo las aguas de amaranto con su oscura proa que se elevaba con la forma esculpida de una diosa de ébano. Cuando llegó la noche trayendo consigo las familiares estrellas australes, Fulbra fue capaz de corregir los errores que había hecho al calcular su rumbo.

Huyeron hacia el sur durante muchos días y el sol descendió un poco su órbita, y de noche, estrellas nuevas trepaban y se arracimaban alrededor de la negra diosa de la proa. Fulbra, que una vez había navegado a la isla de Cyntrom en los días de su infancia junto a su padre Altath, creyó que enseguida vería levantarse sus costas, cubiertas por el alcanfor y el sándalo, de las vinosas profundidades. Pero no había alegría en su corazón y a menudo le cegaban lágrimas salvajes recordando aquel otro viaje junto a Altath.

Entonces, de repente y en pleno mediodía, cayó una calma sin vientos y el agua alrededor de la embarcación se transformó en un vidrio púrpura. Los cielos cambiaron y se convirtieron en una cúpula de cobre batido que se arqueaba baja y cercana y, como si fuera debido a alguna maligna hechicería, la cúpula se oscureció en una precipitada noche y una tempestad, parecida al reunido aliento de varios poderosos demonios, surgió y modeló el mar en amplias cordilleras y abismales valles. El mástil de la nave se troncó como una caña por el viento, y la vela fue desgarrada y la indefensa embarcación era lanzada de cabeza a los oscuros surcos y catapultada, entre velos de cegadora espuma, a las vertiginosas cumbres de las olas.

Fulbra se colgó del inútil timón, y los esclavos, cumpliendo sus órdenes, se refugiaron en la cabina de proa. Durante incontables horas fueron empujados por la voluntad del loco huracán y Fulbra no podía ver nada en la baja oscuridad, excepto las pálidas crestas de las encrespadas olas; ya no podía saber la dirección de su carrera.

Entonces, en aquella lúgubre oscuridad, vio, de cuando en cuando, otro navío que navegaba por aquel mar embravecido por la tormenta, no lejos de su embarcación. Pensó que la nave era una galera como las que utilizan los mercaderes que viajaban por las islas meridionales negociando con incienso, plumas y bermellón, pero la mayor parte de sus remos estaban rotos, y el mástil y la vela, destrozados, pendían sobre la proa.

Durante cierto tiempo los barcos navegaron juntos, hasta que Fulbra vio, en un desgarrón de la penumbra, los agudos y sombríos acantilados de una costa desconocida, coronados por torres todavía más enhiestas. No podía girar el timón, y la barca y el navío que estaba a su lado fueron empujados contra las poderosas rocas, hasta que Fulbra pensó que se aplastarían contra ellas. Pero de la misma forma que había surgido el temporal, como si fuese debido a algún encantamiento, una calma sin vientos cayó bruscamente sobre el mar y la tranquila luz del sol salió de un cielo que se aclaraba por momentos mientras la embarcación era depositada sobre una ancha franja en forma de creciente de arena de un amarillo ocre entre los acantilados y las calmadas aguas, con la galera a su lado.

Asombrado y maravillado, Fulbra se inclinó sobre el timón, mientras sus esclavos salían tímidamente de la cabina, y sobre las cubiertas de la galera comenzaban a aparecer sus tripulantes. El rey estaba a punto de saludar a estos hombres, de los que algunos iban vestidos como humildes marineros y otros como ricos mercaderes. Pero escuchó una risa de voces extrañas, alta y estridente y algo siniestra, que parecía caer desde arriba; mirando, vio que numerosas personas descendían por una especie de escalera que había en los acantilados que rodeaban la playa.

Esta gente se acercó más, apiñándose alrededor de la barca y de la galera. Llevaban fantásticos turbantes de un rojo de sangre e iban cubiertos por ajustadas vestiduras, negras como los buitres. Sus rostros y manos eran amarillos como el azafrán; sus ojos, pequeños y entornados, estaban colocados oblicuamente bajo párpados sin pestañas, y sus delgados labios, que sonreían eternamente, se curvaban como las hojas de las cimitarras.

Llevaban armas siniestras y de mal aspecto, como espadas con dientes de sierra y lanzas de doble cabeza. Algunos de ellos se inclinaron profundamente ante Fulbra y se dirigieron a él obsequiosamente, mirándole todo el rato con una mirada fija que no podía descifrar. Su lengua no era menos extraña que su aspecto; estaba lleno de sonidos agudos y sibilantes y ni el rey ni sus esclavos podían comprenderles. Pero Fulbra habló cortésmente con aquella gente, en el suave y rápido lenguaje de Yoros, preguntando el nombre de aquella tierra donde su embarcación había sido arrojada por la tempestad.

Varios entre ellos parecieron comprenderle, puesto que una luz apareció en sus oblicuos ojos ante la pregunta y uno de ellos le contestó torpemente en el lenguaje de Yoros, diciendo que la tierra era la isla de Uccastrog. Después, con cierta maldad encubierta en su sonrisa, este personaje añadió que todos los marineros y viajeros náufragos recibirían una buena acogida por parte de Ildrac, el rey de la isla.

Ante esto, el corazón de Fulbra se encogió, porque, en años pasados, había oído numerosos relatos sobre Uccastrog y las historias no eran las que darían confianza a un viajero extraviado. Uccastrog, que se encontraba muy al este de la isla de Cyntrom, era conocida corrientemente como la Isla de los Torturadores, y se decía que todos los que habían llegado allí inadvertidamente eran apresados por los habitantes y sometidos después a infinitas y extrañas torturas, cuya vista constituía el principal deleite de aquellos seres crueles. Se rumoreaba que nadie había escapado nunca de Uccastrog, pero muchos permanecieron durante años en sus mazmorras e infernales cámaras de tortura, conservados con vida para proporcionar placer al rey Ildrac y a sus seguidores. También se creía que los torturadores eran grandes magos que podían levantar tormentas enormes con sus conjuros y podían hacer que los navíos fueran apartados de las rutas marítimas y arrojados sobre el litoral de Uccastrog.

Viendo que aquella gente amarilla rodeaba completamente la barca y que no había escape posible, Fulbra les pidió que le llevaran rápidamente ante el rey Ildrac. Anunciaría a Ildrac su nombre y su rango real, pues en su simplicidad le parecía que un rey, por muy cruel de corazón que fuera, no se atrevería a torturar a otro rey o hacerle prisionero. Además, quizá los habitantes de Uccastrog hubiesen sido mal tratados por las historias de los viajeros.

Por tanto, Fulbra y sus esclavos fueron rodeados por parte de la multitud y conducidos al palacio de Ildrac, cuyas altas y finas torres coronaban los acantilados detrás de la playa, elevándose por encima de un apiñamiento de casas donde habitaban los habitantes de la isla. Mientras trepaban por los escalones excavados en el acantilado, Fulbra oyó un fuerte griterío debajo y el chasquido del acero contra el acero, y mirando hacia atrás vio que la tripulación de la galera encallada había sacado sus armas y estaba luchando contra los isleños. Pero, al ser grandemente sobrepasados en número, su resistencia fue domeñada por los enjambres de torturadores y la mayoría de ellos fueron capturados con vida. El corazón de Fulbra se ensombreció profundamente ante esta visión y desconfió cada vez más de la gente amarilla.

Pronto llegó a presencia de Ildrac, que se sentaba sobre una majestuosa silla de bronce en un vasto salón de su palacio. Ildrac era más alto, por media cabeza, que cualquiera de sus seguidores y sus rasgos eran como una máscara de maldad, forjada con algún metal pálido y dorado; estaba vestido con vestiduras de un tono extraño, como el púrpura del mar abrillantado por el rojo de la sangre fresca. A su alrededor había muchos soldados armados con terribles armas parecidas a guadañas y las hoscas muchachas de ojos oblicuos del palacio iban de un lado para otro entre las gigantescas columnas de basalto, vestidas con faldas bermellón y sostenes de color azulado. En el salón había numerosos ingenios de madera, piedra y metal que Fulbra no había visto nunca antes y que tenían un aspecto formidable, con sus pesadas cadenas, sus lechos de dientes de hierro y sus cuerdas y poleas de piel de pescado.

El joven rey de Yoros se adelantó con un porte real y atrevido y se dirigió a Ildrac, que le contemplaba inmóvil con una mirada fija y constante. Fulbra le dijo a Ildrac su nombre y categoría y la calamidad que había sido la causa de que tuviese que escapar de Yoros; mencionó también su urgente deseo de alcanzar la isla de Cyntrom.

—Hay un largo viaje hasta Cyntrom —dijo Ildrac con una sonrisa sutil—. Además, no tenemos costumbre de permitir que nuestros invitados partan sin haber saboreado plenamente la hospitalidad de la isla de Uccastrog. Por tanto, rey Fulbra, debo pedirte que domines tu impaciencia. Aquí tenemos mucho que enseñarte y muchas diversiones que ofrecerte. Mis mayordomos te conducirán a una habitación apropiada a tu rango real. Pero antes debo pedirte que dejes aquí la espada que llevas a tu costado, porque las espadas son a menudo afiladas... y no deseo que mis invitados sufran daño por su propia mano.

Así, la espada de Fulbra le fue arrebatada por uno de los guardianes del palacio, y también una pequeña daga, adornada de rubíes en la empuñadura, que también llevaba. Después, varios de los guardias, empujándole con sus armas, le condujeron fuera del salón, por muchos corredores y descendiendo muchas escaleras, a la roca sólida bajo el palacio. Y no supo si habían cogido a sus tres esclavos ni qué disposición era tomada con respecto a la tripulación de la galera capturada. Pronto pasó de la luz del día a los cavernosos salones iluminados por llamas de color sulfúreo que salían de fanales de cobre y, todo a su alrededor, oyó el sonido de desmayados gemidos y de fuertes aullidos maníacos que chocaban y morían contra puertas de adamanto.

En uno de aquellos salones, Fulbra y sus guardianes encontraron una muchacha, más hermosa y de aspecto menos hosco que las otras; Fulbra pensó que ésta sonreía compasivamente cuando él pasaba y le pareció que murmuraba débilmente en el lenguaje de Yoros:

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