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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (37 page)

BOOK: Zothique
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Se había olvidado por completo del cuerpo de Thuloneah, que yacía cerca de él con los brazos mutilados. Despertado de su ensoñación por el brusco movimiento de Dwerulas, se volvió y vio al mago inclinarse sobre la muchacha inconsciente, que no se había movido durante el proceso de la operación. La sangre todavía manaba de los muñones de sus muñecas, formando charcos sobre la oscura tierra. Dwerulas, con ese vigor innatural que envolvía todos sus movimientos, cogió a la odalisca en sus nervudos brazos y la subió con facilidad. Tenía el aire de un trabajador que continúa una tarea interrumpida, pero pareció vacilar antes de arrojarla al agujero que le serviría de tumba. Allí, durante las estaciones calentadas e iluminadas por el globo traído del Infierno, su cuerpo oculto, al pudrirse, alimentaría las raíces de aquella planta anómala que tenía sus propias manos como injerto. Parecía como si fuese remiso a desprenderse de su voluptuosa carga. Adompha, que le observaba con curiosidad, fue consciente, como nunca lo había sido antes, de la siniestra maldad, de la lujuria que fluía del jorobado cuerpo de Dwerulas y de sus torcidas extremidades, como un hedor todopoderoso.

Aunque él mismo había caído profundamente en todo tipo de iniquidades, el rey sintió una vaga repulsión. Dwerulas le recordaba un insecto horroroso que había sorprendido una vez dedicado a sus vampíricas actividades. Recordó cómo había aplastado al insecto con una piedra..., y al hacerlo concibió una de esas inspiraciones atrevidas y repentinas que siempre le habían impulsado a una acción igualmente brusca. Se dijo a sí mismo que no había venido al jardín con aquella idea, pero la oportunidad era demasiado urgente y perfecta para dejarla pasar. En aquel momento, el mago le daba la espalda y sus brazos estaban ocupados por su pesada y hermosa carga. Agarrando el pico de hierro, Adompha lo dejó caer sobre el pequeño y seco cráneo de Dwerulas con una fuerza bastante considerable, heredada de antepasados heroicos y piratas. El enano, sujetando a Thuloneah, se derrumbó en la profunda fosa.

Preparando el pico por si fuese necesario un segundo golpe, el rey esperó, pero no hubo ningún sonido ni movimiento provenientes de la tumba. Sintió cierta sorpresa de haber vencido con tanta facilidad al formidable mago, de cuyos poderes sobrehumanos estaba casi convencido, y una cierta sorpresa también ante su propia temeridad. Después, tranquilizado por su triunfo, el rey pensó que podría intentar un experimento propio, puesto que creía haber adquirido gran parte de la habilidad y conocimientos de Dwerulas por medio de la observación. La cabeza de Dwerulas formaría una adición apropiada y única en una de las plantas del jardín. Sin embargo, después de echar un vistazo al interior de la fosa, se vio obligado a abandonar la idea, porque vio que había golpeado demasiado bien y reducido la cabeza del hechicero a un estado en el que sería inútil para su experimento, puesto que tales injertos requerían una cierta integridad de la cabeza o miembro humano.

Reflexionando, no sin disgusto, en la inesperada fragilidad de los cráneos de los hechiceros, que se dejaban aplastar con tanta facilidad como las cáscaras de los huevos, Adompha comenzó a rellenar la fosa con arcilla. El cuerpo de Dwerulas y la acurrucada forma de Thuloneah bajo él fueron pronto cubiertos por los blandos y frágiles terrones, mientras compartían una misma inmovilidad. El rey, que había llegado a temer a Dwerulas en el fondo de su corazón, fue consciente de un profundo alivio cuando pisoteó la tumba fuertemente y la igualó con el suelo que la rodeaba. Se dijo a sí mismo que había hecho bien, porque los conocimientos del mago habían llegado a incluir últimamente demasiados secretos regios, y un poder como el suyo, fuese natural o proveniente de regiones ocultas, nunca era completamente compatible con el seguro dominio y el prolongado imperio de los reyes.

En la corte del rey Adompha y en la marítima ciudad de Loithé, la desaparición de Dwerulas se convirtió en motivo de mucha especulación, pero poca investigación. Las opiniones sobre si era al rey Adompha o al demonio Thasaidón a quien había que estar agradecido por una desaparición tan saludable estaban divididas y, en consecuencia, tanto el rey de Sotar como el señor de los Siete Infiernos fueron más temidos y respetados que antes. Sólo los más indomables entre los hombres y los demonios podían soportar a Dwerulas, del que se decía que había vivido durante todo un milenio sin dormir ni una sola noche, llenando todas sus horas con iniquidades y hechicerías de una negrura subtartárea.

Después de la inhumación de Dwerulas, un vago sentimiento de miedo y terror, que no podía explicarse por completo, había impedido al rey visitar el cerrado jardín. Sonriendo impasiblemente ante los salvajes rumores de la corte, continuó su búsqueda de nuevos placeres y sensaciones extrañas y violentas. Sin embargo, en esto tuvo poco éxito, pues parecía como si todos los senderos, incluso los más extravagantes y tortuosos, condujesen únicamente a los ocultos precipicios del aburrimiento. Apartándose de extraños amores y crueldades, de extravagantes pompas y enloquecedoras músicas, de los afrodisiacos aromas de flores traídas de muy lejos, de los pechos, extrañamente formados, de muchachas exóticas, recordó con un nuevo deseo aquellas formas florales semianimadas que Dwerulas había dotado con los más provocativos encantos de las mujeres.

Así pues, una noche, en la hora media entre la llegada de la luna y la del sol, cuando todo el palacio y la ciudad de Loithé estaban sumergidos en un ebrio sopor, el rey abandonó a su concubina y se dirigió al jardín que era ahora secreto para todos los hombres, excepto para él mismo.

En contestación al silbido de cobra, que era lo único que podía activar su astuto mecanismo, la puerta se abrió ante Adompha y se cerró detrás de él. Cuando aún se estaba cerrando, se dio cuenta de que un cambio singular había sobrevenido en el jardín durante su ausencia. El misterioso globo colgado en medio del aire ardía con una luz más sangrienta, con la radiación más tórrida, como si estuviese avivado por airados demonios; las plantas, que habían crecido excesivamente en altura y estaban recubiertas y camufladas por un follaje más espeso que el que habían ostentado anteriormente, permanecían inmóviles en una atmósfera que era como el caliente aliento de algún rojo infierno.

Adompha vaciló, dudoso del significado de aquellos cambios. Se acordó de Dwerulas por un momento, recordando ciertos prodigios inexplicables y hazañas nigrománticas conseguidas por el mago..., y se estremeció ligeramente. Pero había matado a Dwerulas, enterrándolo con sus propias y reales manos. El creciente calor y brillantez del globo, el excesivo crecimiento del jardín, se debían sin duda a algún proceso natural incontrolado.

Presa de una fuerte curiosidad, el rey inhaló el sofocante perfume que llegó asaltando su olfato. La luz deslumbraba sus ojos, llenándole con extraños y nunca vistos colores; el color le golpeaba como saliendo del solsticio de un verano infernal. Creyó oír voces, al principio casi inaudibles, pero subiendo hasta convertirse en un murmullo semiarticulado que le sedujo con una dulzura extraterrestre. Al mismo tiempo, pareció contemplar, entre la vegetación inmóvil y en rápidas ojeadas, los miembros medio velados de unas bailarinas, miembros que no pudo identificar como ninguno de los injertos hechos por Dwerulas.

Atraído por el encanto del misterio y presa de una vaga intoxicación, el rey se adentró en el laberinto proveniente del Infierno. Cuando se acercó, las plantas retrocedieron suavemente y se apartaron a ambos lados para permitirle el paso. Como en una mascarada arbórea, parecían ocultar sus injertos humanos tras el manto de su reciente follaje. Después, cerrándose tras Adompha, arrojaron su disfraz, revelando fusiones más extrañas y anómalas que las que él recordaba. Cambiaban a su alrededor de instante en instante como formas de delirio, de forma que nunca estaba completamente seguro de qué parte de su apariencia era árbol y flor y cual mujer y hombre. El balanceo de un follaje convulso y las contorsiones de cuerpos y extremidades rebeldes se turnaban. Después, por alguna transición imposible de distinguir, pareció como si ya no estuviesen afianzados en el suelo, sino que se movían a su alrededor sobre pies fantásticos y vagos, formando círculos cada vez más grandes, como los bailarines de algún amenazador festival.

Una vez y otra Adompha recorrió las formas que eran a la vez florales y humanas, hasta que la vertiginosa locura de su movimiento provocó un vértigo semejante en su cerebro. Oyó el rumor de un bosque azotado por la tormenta, junto con el clamor de unas voces familiares que le llamaban por su nombre, que maldecían y suplicaban, se burlaban y pedían, miles de voces de guerreros, consejeros, esclavos, cortesanos, castrados o amantes. Por encima de todas, el sanguíneo globo resplandecía con una refulgencia cada vez más maligna y siniestra, con un ardor casi más insoportable. Era como si toda la vida del jardín girase, se elevase y llamease estáticamente hasta llegar a alguna culminación infernal. El rey Adompha había perdido todo recuerdo de Dwerulas y su oscura magia. En sus sentidos ardía el mismo ardor de la esfera salida del Infierno y parecía compartir el movimiento y éxtasis delirante de aquellas oscuras formas que le rodeaban. Por su sangre subió un líquido enloquecedor, ante él revolotearon las vagas imágenes de placeres que nunca había conocido ni sospechado, placeres en los que traspasaría con mucho los límites impuestos a las sensaciones de los mortales.

Entonces, entre aquella fantasmagoría que se arremolinaba, oyó el chirrido de una voz tan dura como los goznes herrumbrosos de la cubierta de un sarcófago. No pudo comprender las palabras, pero, como si hubiese sido pronunciado algún conjuro ordenando la inmovilidad, todo el jardín adquirió instantáneamente un aspecto tranquilo y silencioso. El rey se quedó completamente estupefacto, ¡porque la voz había sido la de Dwerulas! Miró a su alrededor salvajemente, asombrado y confuso, viendo únicamente las inmóviles plantas con su manto de profuso follaje. Ante él sobresalía una que consiguió reconocer como el dedaim, aunque su tronco en forma de bulbo y sus ramas alargadas habían emitido una enmarañada masa de filamentos oscuros, parecidos a cabellos.

Muy lenta y suavemente, las dos ramas superiores del dedaim descendieron hasta que sus puntas estuvieron al mismo nivel del rostro de Adompha. Las esbeltas y alargadas manos de Thuloneah emergieron de su follaje y comenzaron a acariciar las mejillas del rey, con aquella habilidad amatoria que todavía recordaba. En el mismo momento, vio que la espesa maraña de cabellos sobre el ancho y llano extremo del tronco del dedaim se separaba y, como saliendo de unos hombros jorobados, la pequeña y reseca cabeza de Dwerulas se elevó hasta encontrarse a su altura... Mientras contemplaba con un vacío horror el cráneo aplastado y cubierto por coágulos de sangre, los rasgos resecos y ennegrecidos como por siglos, los ojos que resplandecían en oscuras fosas como brasas sobre las que soplasen los demonios, Adompha tuvo la confusa impresión de que una muchedumbre se lanzaba sobre él desde todas partes. En aquel jardín de enloquecidas fusiones y transmutaciones mágicas no había ya ningún árbol. A su alrededor, en el ardiente aire, nadaban rostros que recordaba demasiado bien, rostros contorsionados ahora por una maligna rabia y un mortal deseo de venganza. Por una ironía que sólo Dwerulas hubiese podido concebir, los suaves dedos de Thuloneah continuaron acariciándole, mientras sentía los tirones de innumerables manos que convertían sus vestiduras en harapos y desgarraban su carne con las uñas.

EL VIAJE DEL REY EUVORÁN

La corona de los reyes de Ustaim estaba fabricada únicamente con los materiales más singulares que pudieron ser encontrados. El oro de su círculo, mágicamente esculpido, fue extraído de un gigantesco meteoro que había caído en la meridional isla de Cyntrom, sacudiendo la isla de costa a costa con un desastroso terremoto; este oro era más duro y brillante que ningún otro proveniente de la tierra y su color pasaba del rojo de una llama al amarillo de las lunas jóvenes. Llevaba engarzadas trece piedras preciosas, cada una de las cuales era única y sin igual, ni siquiera en la fábula. Estas joyas eran una maravilla de contemplar, haciendo brillar el círculo con extraños e inquietos fuegos y con fulguraciones tan terribles como los ojos del basilisco. Pero más maravilloso que todo lo demás era el pájaro gazolba disecado que formaba la superestructura de la corona, que se agarraba al círculo con sus aceradas garras por encima del entrecejo del que la llevaba y se erguía majestuosamente con su resplandeciente plumaje verde, violeta y bermellón. Su pico era del tono del bronce bruñido, sus ojos eran como pequeños granates negros en órbitas de plata; siete diminutas plumas que parecían de encaje surgían de su cabeza tan negra como el ébano y una blanca cola caía en abanico extendido como los rayos de algún blanco sol más allá del círculo. Según los marineros que le habían matado en una isla casi legendaria más allá de Sotar, muy al este de Zothique, el gazolba era el último de su especie. Durante nueve generaciones había rematado la corona de Ustaim y los reyes le consideraban como el sagrado emblema de sus fortunas y un talismán inseparable de su realeza, cuya pérdida sería seguida por un terrible desastre.

Euvorán, el hijo de Karpoom, era el noveno que llevaba la corona. Después de la muerte de Karpoom, debida a una indigestión de angulas rellenas y huevos de salamandra en gelatina, la había llevado soberbia y magníficamente, durante dos años y diez meses. En todas las ocasiones oficiales, recepciones y concesiones diarias de audiencias públicas y de administración de justicia, había agraciado la frente del joven rey, confiriéndole una grave majestad a los ojos de los que le contemplaban. Además, había servido para ocultar el lamentable desarrollo de una temprana calvicie.

Sucedió, a finales del otoño del tercer año de su reinado, que el rey Euvorán se levantó de un suculento desayuno de doce platos y doce vinos y se dirigió, según era su costumbre, al salón de justicia, que ocupaba todo un ala de su palacio en la ciudad de Aramoam, que, construida en mármol de varios colores, contemplaba desde las colinas cubiertas por palmeras el arrugado azul del océano Oriental.

Muy bien fortificado por su desayuno, Euvorán se sentía dispuesto para desenredar la más complicada madeja de la legalidad y el crimen y estaba asimismo dispuesto a determinar un rápido castigo para todos los malhechores. A su lado, a la derecha de su trono de marfil, esculpido en forma de kraken, permanecía un verdugo apoyado sobre una gigantesca maza de cabeza de plomo que había sido templada hasta obtener la dureza del hierro. Con esta maza, muy a menudo fueron rotos instantáneamente los huesos de los ofensores más flagrantes, o sus cerebros habían sido esparcidos en presencia del rey sobre un suelo que estaba cubierto por arena negra. Y al lado izquierdo del trono, un torturador profesional se ocupaba continuamente con los tornillos y poleas de ciertos terribles instrumentos de tortura, como para avisar de su destino a todos los que cometiesen alguna fechoría. Las roscas de aquellos tornillos y los tensores de aquellas poleas no siempre estaban ociosos y los hechos metálicos de las máquinas no siempre estaban vacíos.

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