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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (36 page)

BOOK: Zothique
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Así pues, con una amarga astucia y sabiendo muy bien que los isleños no se lo quitarían si se lo ofrecía, fingió una locura repentina y chilló fuertemente:

—Robad, si queréis, mis recuerdos con vuestro maldito vino..., enviadme por cien mil infiernos y traedme de vuelta a Uccastrog, pero no cojáis el anillo que llevo en el dedo corazón, porque para mí es más precioso que muchos reinos o que los pálidos pechos del amor.

Al oír esto, el rey Ildrac se levantó de su asiento de bronce y, ordenando a Ilyaa que retrasase la administración del vino, se acercó con curiosidad a inspeccionar el anillo de Vemdeez, que relucía oscuramente, con una gema sin brillo, sobre el dedo de Fulbra. Durante todo este tiempo Fulbra gritó con frenesí, como si temiese que cogiera el anillo.

Así Ildrac, pensando que fastidiaría al prisionero y acrecentaría su sufrimiento un poco más, hizo justamente lo que Fulbra deseaba. El anillo se desprendió fácilmente del arrugado dedo, e Ildrac, deseoso de burlarse de su real cautivo, lo colocó sobre su propio dedo corazón.

Entonces, mientras Ildrac contemplaba a su cautivo con una sonrisa todavía más malvada grabada sobre la pálida y dorada máscara de su rostro, aquello tan temido y por tan largo tiempo deseado cayó sobre el rey Fulbra de Yoros. La Muerte Plateada que había dormido durante mucho tiempo en su cuerpo, bajo el mágico control del anillo de Vemdeez, se manifestó mientras todavía pendía de la rueda de adamanto. Sus miembros se pusieron rígidos con un rigor distinto al de la muerte; su rostro brilló con la llegada de la muerte, y murió.

Después el helado e instantáneo contagio de la Muerte Plateada se comunicó a Ilyaa y a muchos de los torturadores que se acercaron maravillados a la rueda. Cayeron en el mismo lugar donde estaban y la plaga quedó en forma de brillante luz sobre los rostros y cuerpos de los hombres y resplandeció sobre los desnudos cuerpos de las mujeres. Y pasó por el inmenso salón, liberando allí mismo de sus varios tormentos a los restantes cautivos del rey Ildrac, y los torturadores hallaron alivio para el horrible anhelo que sólo podían calmar con los sufrimientos de sus semejantes. Y por todo el palacio y toda la isla de Uccastrog, la Muerte sopló velozmente, visible para aquellos a los que atacaba, pero por lo demás invisible e impalpable.

Pero Ildrac, que llevaba el anillo de Vemdeez, era inmune. Y sin adivinar la razón de su inmunidad, contempló consternado la calamidad que caía sobre sus seguidores y observó estupefacto la liberación de sus víctimas. Después, temiendo alguna magia enemiga, salió corriendo del salón, y de pie, sobre una terraza del palacio que daba al mar, retiró el anillo de Vemdeez de su dedo y lo arrojó a las espumosas olas pensando, en su terror, que quizá fuese éste la fuente o el origen de aquella desconocida y hostil magia.

Por tanto, Ildrac, a su vez y cuando todos los demás ya habían caído, fue golpeado por la Muerte Plateada, cuya paz descendió sobre él en el lugar donde quedó con sus ropajes de púrpura abrillantada por la sangre y sus rasgos brillando pálidos en el brillante sol. El olvido se enseñoreó de la isla de Uccastrog y los torturadores se reunieron con los torturados.

EL JARDÍN DE ADOMPHA

“Señor de los bochornosos y rojos parterres y de los huertos soleados por las inquietas llamas del Infierno, en tu jardín florece el Árbol que sostiene frutos de innumerables cabezas de demonios y corre la raíz llamada Baaras, parecida a una escurridiza serpiente. Y allí las bifurcadas y pálidas mandrágoras, desgajadas del suelo por sí solas, van de un lado a otro pronunciando tu nombre hasta que los últimos entre los condenados piensan que los demonios están pasando gritando con airado frenesí y extraño espanto”.

Letanía a Thasaidón de Ludar.

Era bien sabido que Adompha, rey de la extensa isla oriental de Sotar, poseía en los amplios dominios de su palacio un jardín secreto para todos los hombres, excepto para él mismo y para el mago de la corte, Dwerulas. Las cuadradas murallas de granito del jardín, altas y formidables como las de una prisión, eran claramente visibles, elevándose sobre los majestuosos bosques y árboles del alcanfor y las anchas parcelas de flores multicolores. Pero nada había podido saberse nunca respecto a su interior, porque todo el cuidado que era necesario era prestado únicamente por el mago bajo la dirección de Adompha y los dos se referían a él en oscuras adivinanzas que nadie podía interpretar. Las gruesas puertas de bronce respondían a un mecanismo cuyo secreto no compartían con nadie más, y el rey y Dwerulas, bien por separado o juntos, visitaban el jardín únicamente durante aquellas horas en las que nadie estaba fuera. Y en verdad, no había quien pudiera alardear de haber visto ni siquiera la apertura de la puerta.

Se decía que el jardín había sido protegido contra el sol por grandes láminas de plomo y cobre, que no dejaban ni la menor grieta por donde la estrella más diminuta pudiese mirar al interior. Algunos juraban que la intimidad de sus dueños durante sus visitas era asegurada por un sueño letal que Dwerulas, por medio de sus mágicas artes, acostumbraba a provocar sobre toda la vecindad, durante aquel tiempo.

Un misterio tan sobresaliente difícilmente podría dejar de provocar curiosidad y surgieron varias versiones distintas, con relación a la naturaleza del jardín. Algunos aseguraban que estaba lleno de plantas siniestras de hábitos nocturnos que proporcionaban rápidos y poderosos venenos para uso de Adompha, junto con esencias más insidiosas y siniestras empleadas por el mago en la fabricación de sus conjuros. Probablemente estas historias no dejaban de tener algo de razón, porque, después de la construcción del vallado jardín, habían sobrevenido en la corte real numerosas muertes atribuibles a envenenamientos y desastres que eran claramente obra de un brujo, junto con la desaparición física de gente cuya presencia en el mundo no agradaba ya a Adompha o a Dwerulas.

Los crédulos susurraban otras historias más extravagantes. Aquella leyenda de infamia fuera de lo normal que había rodeado al rey desde la infancia adquirió un tinte más odioso y la fama de Dwerulas, que con certeza había sido vendido antes de nacer al Archidemonio por su madre bruja, adquirió una nueva negrura, pues excedía a todos los demás hechiceros en la profundidad y maldad de su abandono.

Despertando del sopor y los sueños producidos por el jugo de la amapola negra, el rey Adompha se levantó en las horas muertas y estancadas que van de la salida de la luna a la aurora. El palacio a su alrededor estaba silencioso como un cementerio, pues sus ocupantes habían cedido al sopor nocturno inducido por el vino, las drogas y el aguardiente. Alrededor del palacio dormían los jardines y la ciudad de Loithé, bajo las lentas estrellas de los tranquilos cielos meridionales. Adompha y Dwerulas acostumbraban visitar el recinto de altas murallas a aquellas horas, con poco temor de ser seguidos u observados.

Adompha salió, deteniéndose brevemente para iluminar con el cubierto ojo de su linterna de negro bronce la cámara en penumbra que estaba contigua a la suya. La habitación había estado ocupada por Thuloneah, su odalisca favorita, durante el, pocas veces igualado, período de ocho noches, pero sin sorpresa ni desconcierto vio que el lecho de desordenadas sedas estaba ahora vacío. Esto le confirmó que Dwerulas le había precedido al jardín. Y supo, además, que no había ido ociosamente ni de vacío.

El recinto del palacio, rodeado por todas partes por sombras continuas, parecía mantener aquel secreto que el rey prefería. Llegó junto a las cerradas puertas de bronce de la enorme pared de granito y emitió, cuando se acercaba, un fuerte silbido parecido al de una cobra. En respuesta a la subida y bajada de este silbido, la puerta se abrió silenciosamente hacia dentro y se cerró a su espalda, también en silencio.

El jardín, plantado y cultivado en privado, y separado por el techo metálico de las esferas del cielo, estaba iluminado únicamente por un extraño globo ardiente que colgaba en su centro en medio del aire. Adompha contempló este globo con horror, porque su naturaleza y origen le eran desconocidos. Dwerulas pretendía que había salido del Infierno en una medianoche sin luna y por su voluntad, que levitaba debido al poder infernal y que se alimentaba de las incesantes llamas de aquel clima en que los frutos de Thasaidón adquieren un tamaño fuera de lo normal y un sabor encantado. Despedía una luz sanguínea en la que el jardín temblaba y se agitaba, como visto a través de una luminosa neblina de sangre. Incluso en las lúgubres noches de invierno, el globo despedía un fuerte calor y nunca se apartaba de su extraña suspensión, aunque no tenía ningún soporte visible; bajo él, el jardín florecía malignamente, lozano y exuberante como cualquier parterre del círculo profundo.

Indudablemente, ningún sol terrestre podría haber producido los frutos de aquel jardín, y Dwerulas decía que sus semillas eran del mismo origen que el globo. Había troncos pálidos y bifurcados que se lanzaban hacia arriba como queriendo desgajarse del suelo, desplegando hojas inmensas como las oscuras y nervudas alas de los dragones. Había flores del color del amaranto, tan anchas como bandejas y sostenidas por tallos del grueso de un brazo que temblaban continuamente.

Y había muchas otras plantas diversas, extrañas como los Siete Infiernos y sin otra característica común que los injertos que Dwerulas había implantado aquí y allá con sus innaturales y hechiceras artes.

Aquellos injertos eran diversos miembros y partes de seres humanos. Habilidosamente, y con un éxito constante, el mago los había unido a los brotes, mitad vegetales, mitad animales, sobre los que después vivieron y crecieron, sorbiendo una savia parecida al íchor de los demonios. Así eran preservados los recuerdos, cuidadosamente escogidos, de una multitud de personas que habían provocado el disgusto o el aburrimiento del rey o de Dwerulas. Sobre los troncos de palmeras, bajo el follaje plumoso, colgaban en racimos las cabezas de los eunucos, como enormes dátiles oscuros. Una desnuda enredadera sin hojas tenía por flores las orejas de soldados castigados. Cactos deformes tenían como fruta pechos de mujeres, o sus cabellos como hojas. Extremidades o torsos completos habían sido unidos con monstruosos árboles. Algunas de las gigantescas hojas del tamaño de una bandeja portaban corazones palpitantes y ciertas flores más pequeñas tenían en el centro ojos que todavía se abrían y cerraban entre las pestañas. Otros injertos eran demasiado obscenos o repelentes para ser relatados.

Adompha avanzó entre las híbridas plantas que se agitaban y susurraban ante su proximidad. Las cabezas parecieron tenderse ligeramente hacia él, las orejas se agitaron, los pechos se estremecieron un poco, los ojos se dilataban o se entornaban como si vigilasen su avance. Sabía que aquellos restos humanos vivían únicamente con la perezosa vida de las plantas, compartiendo únicamente su actividad subanimal. Las había considerado como un placer estético curioso y mórbido, había encontrado en ellas la infalible atracción de cosas enormes y sobrenaturales. Ahora, por primera vez, pasó entre ellas con un lánguido interés. Comenzó a vislumbrar el momento fatal en que el jardín, con todos sus nuevos prodigios, no ofrecía ya un refugio para su inexorable aburrimiento.

En el centro del extraño vergel, donde un espacio circular todavía estaba vacío entre las apiñadas plantas, Adompha se acercó a un montón de tierra arcillosa recién excavada. A su lado, completamente desnuda, pálida y con aspecto de estar muerta, yacía la odalisca Thuloneah. Cerca de ella habían sido depositados varios cuchillos y otros utensilios, junto con redomas de bálsamos líquidos y de viscosas gomas que Dwerulas utilizaba para sus injertos y que había sacado de una bolsa de cuero. Una planta conocida como el dedaim, de tronco bulboso, pulposo y de color blanco y tirando a verde, de cuyo centro irradiaban varias ramas sin hojas que recordaban reptiles, dejaba caer de cuando en cuando sobre el pecho de Thuloneah una gota de un líquido amarillo-rojizo procedente de unas incisiones practicadas en su suave corteza.

Dwerulas apareció por detrás del túmulo arcilloso con la brusquedad de un demonio emergiendo de su caverna subterránea. En sus manos sostenía el pico con el que acababa de terminar de cavar un agujero profundo y semejante a una tumba. Comparado con el porte y estatura reales de Adompha; no parecía más que un enano envejecido. Su aspecto mostraba todas las señales de una edad inmensurable, como si los polvorientos siglos hubiesen deseado su carne y sorbido la sangre de sus venas. Sus ojos resplandecían en el fondo de órbitas semejantes a fosas, sus rasgos eran negros y resecos como los de un cadáver muerto hacía largo tiempo, su cuerpo engarfiado como un milenario cedro del desierto. Siempre estaba inclinado, de forma que sus brazos largos y huesudos llegaban casi hasta el suelo. Como siempre, Adompha se sintió maravillado por la demoniaca fuerza de aquellos brazos, maravillado de que Dwerulas manejase tan rápidamente aquel pesado pico y de que hubiese podido llevar sin ayuda humana hasta el jardín las cargas de aquellas víctimas cuyos miembros utilizara en sus experimentos. El rey nunca se había dignado asistir a tales trabajos, sino que, después de indicar de tiempo en tiempo las personas cuya desaparición no le desagradaría en absoluto, no había hecho más que observar y supervisar el barroco jardín.

—¿Está muerta? —preguntó Adompha, observando sin emoción alguna los voluptuosos miembros y cuerpo de Thuloneah.

—No —dijo Dwerulas, con voz tan dura como el herrumbroso gozne de un ataúd—, pero le he administrado el todopoderoso y adormecedor jugo del dedaim. Su corazón late impalpablemente y su sangre fluye con la lentitud de ese mezclado líquido. No se despertará..., excepto como una parte de la vida del jardín, compartiendo su oscura cadencia. Ahora, espero vuestras instrucciones. ¿Qué parte... o partes?

—Sus manos eran muy hábiles —dijo Adompha como murmurando en voz alta en respuesta a la pregunta apenas formulada—. Conocían las sutiles formas del amor y eran diestras en todas las artes amorosas. Me gustaría que conservases sus manos..., pero nada más.

La singular y mágica operación había sido completada. Las bellas, finas y alargadas manos de Thuloneah, limpiamente cortadas por las muñecas, fueron unidas, sin apenas señal de la sutura, a los pálidos y podados extremos de las dos ramas más altas del dedaim. En este proceso, el brujo empleó la goma de plantas infernales y había invocado repetidamente los curiosos poderes de ciertos genios subterráneos, según acostumbraba a hacer en tales ocasiones. Los brazos semivegetales se tendieron ahora hacia Adompha con sus manos humanas, como en ademán de súplica. El rey sintió que su viejo interés en la horticultura de Dwerulas se reavivaba, una extraña excitación se despertó en él ante la mezcla de lo bello y lo grotesco en la planta injertada. Al mismo tiempo su carne volvió a vivir los sutiles ardores de noches pasadas..., porque las manos estaban cargadas de recuerdos.

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