«¿Tendremos que ponernos a veces, estee… ropa especial?» preguntó tímidamente la Sra. Monarch.
«Claro, querida, es parte del trabajo.»
«¿Y tenemos que conseguir nuestro propio vestuario?»
«Oh, no, tengo muchas cosas. Los modelos de los pintores continuamente se ponen y se sacan, según lo requiera el pintor.»
«¿Y usted trabaja así?»
«¿Así?»
La Sra. Monarch volvió a mirar a su esposo.
«Oh, ella lo que quiere saber», explicó él, «es si la ropa es de uso general». Tuve que confesar que sí, y mencioné también que algunas —tenía un montón de cosas grasientas del siglo pasado— habían servido en su época, cien años atrás, a hombres y mujeres curtidos por la vida; a figuras tal vez no tan distintas, en ese mundo desvanecido, de su tipo, el de los Monarch, ¡quoi! del tiempo de las levitas y pelucas. «Nos pondremos todo lo que quede bien», dijo el Mayor.
«Oh, yo decido lo que queda bien en el cuadro.»
«Me parece que voy a servir más para los libros modernos. Vendré como usted guste», dijo la Sra. Monarch.
«Tiene mucha ropa en casa: excelente para la vida actual», continuó su esposo.
«Puedo imaginarme escenas en las cuales usted estaría muy natural». Y por cierto podría ver los desaliñados arreglos de cabañas rurales —los cuentos para los que traté de producir ilustraciones sin tener que leerlos —cuyo sendero arenoso recorre la dama caritativa para ayudar a la gente. Pero debía volver al hecho de que para esta clase de trabajo —el pan cotidiano— ya estaba equipado: la gente que trabajaba conmigo era del todo adecuada.
«Nosotros sólo pensamos que podríamos representar cierta clase de personajes», dijo la Sra. Monarch poniéndose en pie.
El marido también se levantó; de pie, mirándome con un sombrío aire meditativo y semejante contextura física, el hombre me conmovió. «¿No habría la posibilidad alguna vez de… de tener…?» Me tiraba el dardo; quería que lo ayudara a articular su deseo. Pero no pude, no sabía cómo. Así que de golpe lo dijo: «Lo real; un caballero, entiende, o una dama». Yo estaba listo para asentir en líneas generales, admití que había mucho en juego en tal propuesta. Eso le dio coraje al Mayor Monarch, para decir continuando con su pedido y sin tragar saliva: «Es terriblemente difícil, intentamos todo». Ese gesto fue muy expresivo, sobre todo para la esposa. Antes de que me diera cuenta, la Sra. Monarch se había dejado caer en un diván y estalló en lágrimas. Su esposo se sentó a su lado, le tomó una de las manos mientras ella rápidamente se secaba los ojos con la otra, y yo me sentía de lo más incómodo cuando los dos me miraron. «No hay un sólo maldito trabajo que no haya pedido, esperado, rogado. ¿Así que usted piensa a priori que nosotros no servimos? ¿Y de secretario o ese tipo de cosas?
También podría solicitar esa dignidad. Haré lo que sea, soy fuerte; mensajero o carbonero. Puedo ponerme una gorra con cintas doradas y abrir la puerta de los coches frente a una tienda; puedo irme a una estación para cargar equipajes; o ser cartero. Pero ellos a uno no lo miran; hay miles tan buenos como uno que ya están trabajando. ¡Los caballeros, pobres mendigos, que han tomado vino bueno, que han conservado sus trofeos de caza!»
Yo les dí las seguridades que pude, y mis visitantes estaban de nuevo de pie, mientras, para hacer una prueba, combinábamos una hora. Estábamos en eso cuando abrió la puerta y entró Miss Churm con un paraguas mojado. Miss Churm se había tomado el ómnibus hasta Maida Vale y después caminó media milla. Estaba toda desarreglada y llena de manchas de barro. Casi siempre al verla entrar no podía evitar pensar en lo paradójico que me parecía que siendo ella tan insignificante, pudiera transformarse en tal grado en otra cosa. Era una mujer pequeña y delgadita, pero se podía convertir en la heroína de una novela. Era sólo una chica de pueblo con la cara pecosa, pero podía representar todo, desde una exquisita dama hasta una pastora; tenía ese talento como pudo haber tenido voz aguda o cabello largo. No sabía las letras y amaba la cerveza, pero tenía dos o tres «detalles» y la práctica, la capacitación, la intuición y una peculiar sensibilidad así como el amor por el teatro, siete hermanas y ni una onza de respeto, especialmente hacia el vocabulario. Lo primero que vieron mis visitantes fue que el paraguas estaba mojado, y en su intachable perfección visiblemente se apartaron de él. La lluvia caía desde su llegada.
«Estoy empapada; el ómnibus era un lío de gente. Me gustaría que se mudara cerca de la estación», dijo Miss Churm. Le pedí que estuviera lista lo más pronto posible, y se fue a la habitación donde habitualmente se cambiaba de ropa. Pero antes de irse me preguntó qué vestido se tenía que poner.
«El de la Princesa Rusa, ¿no te acuerdas? le respondí; «la princesa de «ojos dorados», vestida de terciopelo negro, para el Cheapside».
«¿Ojos dorados? ¡Ya sé!» gritó Miss Churm, mientras mis compañeros la observaban intensamente cuando se marchaba. Cada vez que se retrasaba, se las arreglaba para estar lista antes de que yo diera media vuelta; de modo que traté de detener un momento más a mi visita a propósito, para que se dieran una idea, al verla, de lo que se esperaba de ellos. Hice notar que ella era una excelente modelo; era, en realidad, muy inteligente.
«¿Usted piensa que parece una princesa rusa?» me preguntó el Mayor Monarch con inocultable alarma.
«Cuando yo la hago, sí.»
«¡Oh, si tiene que hacerla!», acotó no sin énfasis.
«Es lo más que se puede pedir. Hay muchos que no se pueden hacer.»
«Bien, entonces, aquí hay una dama» —y con una sonrisa persuasiva le dio el brazo a su mujer— «¡qué ya está hecha!»
«Oh, yo no soy una princesa rusa», replicó la Sra. Monarch con cierta frialdad. Pude ver que se habían dado cuenta de algo y que no les gustaba. Había una complicación del tipo que nunca tuve con Miss Churm.
La joven volvió vestida de terciopelo negro —la túnica estaba bastante gastada y le colgaba un poco de los hombros— con un abanico japonés en sus manos rojizas. Le recordé que en la escena que estaba pintando ella tenía que mirar un poco por encima de la cabeza de alguien. «No me acuerdo de quién, pero eso no importa. Sólo mira por sobre alguien».
«Mejor miro por sobre la estufa», dijo Miss Churm; y se puso cerca del fuego. Adoptó una postura altiva, inclinó un poco la cabeza hacia atrás y el abanico hacia adelante, y alzó la vista, al menos, según mi apreciación, distinguida y encantadora, distante y temible. La dejamos en esa posición mientras bajábamos las escaleras con el Mayor y la Sra. Monarch.
«Yo creo que puedo llegar a algo muy parecido a eso», dijo la Sra. Monarch.
«Oh, lo que usted cree es que ella es ordinaria, pero usted debe aceptar la alquimia del arte.»
Sin embargo, salieron con un evidente incremento de conformidad fundado en su ostensible ventaja de ser lo real. Me los imaginé temblando ante Miss Churm. A ella le parecieron muy absurdos, cuando al volver le conté lo que querían.
«Bueno, si ella puede posar yo me dedico a cuidar la casa», dijo mi modelo.
«Tiene todo el porte de una dama», repliqué como si no me diera cuenta del agravio.
«Peor para usted. Eso quiere decir que no sirve.»
«Podría andar bien en las novelas de moda.»
«Oh, sí. ¡Para eso sirve!» declaró con humor mi modelo. «¿Pero no son ya bastante malas sin que esté ella?» A menudo yo había pronunciado ese juicio delante de Miss Churm.
Fue para aclarar un misterio en uno de mis trabajos que primero lo intenté con la Sra. Monarch. Su esposo venía con ella, para ser útil si se presentaba la ocasión; era suficientemente claro que, en principio, él quería acompañarla. Al comienzo me preguntaba si era una cuestión de honor, si por celos o cuernos. La idea era demasiado agotadora, y si se me hubiera confirmado, rápidamente habría clausurado nuestro acuerdo. Pero pronto me di cuenta de que nada de eso había y que si él acompañaba a la Sra. Monarch era —además de la oportunidad de ser contratados— simplemente porque no tenía nada que hacer. Cuando estaban separados se les acababan las ocupaciones y nunca habían estado separados. Aprecié correctamente que en su difícil situación, su profunda unión era el principal consuelo y que esa unión no tenía puntos débiles. Era un auténtico matrimonio, un reto para los que dudaban, un escollo para los pesimistas.
Vivían en un lugar humilde —recuerdo que después pensé que era lo único en lo que realmente eran profesionales— y traté de imaginarme el lamentable edificio al que el Mayor fue a parar. Allí el hombre se sentaría junto a su esposa, más o menos deprimidos, según el caso; lo que no podía concebirse era que él se sentara sin tenerla a su lado.
Tenía demasiado tacto, de modo que se adaptaba perfectamente a las situaciones; así sabía con certeza cuando estaba de más y no molestaba; si yo estaba muy concentrado en lo que hacía como para escuchar, simplemente se quedaba sentado y esperaba. Pero me gustaba oírlo hablar; eso hacía que mi trabajo, cuando no lo interrumpía, fuera menos mecánico y específico, menos rutinario. Escucharlo era una rara combinación del entusiasmo que provoca salir a la calle, combinado con la seguridad de quedarse en casa. Había un solo escollo: al parecer yo no conocía a nadie de aquellos a quienes esta brillante pareja había frecuentado. Pensé que él se preguntaría intensamente, durante el término de nuestra charla, a quién diablos conocía yo. Creo que no tenía ninguna idea en la cual explayarse, de modo que no nos perdimos en honduras y nos limitamos a cuestiones sobre cueros e incluso sobre licores —talabarteros y confeccionistas de pantalones o cómo conseguir a bajo precio un excelente vino tinto— y asuntos como «viajar bien» y los hábitos de los juegos de salón. Su capacidad acerca de estos últimos temas era sorprendente; sabía vincular a un jefe de estación con un ornitólogo. Cuando no podía hablar acerca de cosas importantes comentaba alegremente sucesos menudos, y en tanto yo no podía acompañarlo en sus reminiscencias del gran mundo él bajaba el nivel hasta alcanzar el mío sin esfuerzo visible.
Tan límpido deseo de complacer era conmovedor en un hombre, que por su tamaño, fácilmente podría haberlo aplastado a uno. Cuidaba el fuego y se ocupaba de la estufa sin que se lo pidiera, y pude ver que tenía opinión acerca de mis proyectos aunque los conociera a medias. Recuerdo haberle dicho que si fuera rico le ofrecería un sueldo para que viniera y me enseñara a vivir. Algunas veces emitía un suspiro aislado cuya esencia bien podía haber sido: «¡Aunque me diera sólo una pobre y desoladora barraca como ésta, yo sabría cómo transformarla!»
Cuando yo deseaba trabajar a solas con él, venía sin su esposa; lo cual no dejaba de ilustrar el coraje superior de las mujeres. La esposa podía muy bien soportar su solitario segundo piso, y era en general más discreta; mostraba por varias pequeñas reservas que tenía bien claro que nuestras relaciones debían mantenerse en el plano profesional, sin deslizarse a cierta categoría de sociabilidad. Ella quería que no quedaran dudas de que tanto ella como el Mayor eran empleados, no amistades, y si bien reconocía mi lugar, lugar que debía mantenerse, nunca me consideró un igual.
Se sentaba con gran esmero, poniendo todo su empeño en concentrarse, y era capaz de permanecer una hora entera casi tan inmóvil como se está ante la lente de una cámara fotográfica. Me dí cuenta de que había sido fotografiada muchas veces, pero de algún modo el hábito que la adecuaba tanto a ese fin a mí me causaba inconvenientes. Al principio yo estaba muy complacido con su aire señorial, y era una satisfacción, al seguir sus líneas, ver qué buenas eran y hasta dónde podían llevar el lápiz. Pero después de unos varios intentos comencé a encontrarla irreductiblemente dura, rígida; hiciera lo que hiciera con mi dibujo parecía una fotografía o la copia de una fotografía. Su figura no tenía variedad en la expresión, ella misma no tenía el sentido de la variedad. Se podría aducir que era problema mío y que sólo se trataba de situarla convenientemente. Aunque la puse en todas las posiciones concebibles, siempre se las arreglaba para obliterar las diferencias. Siempre era una dama, sin duda, y en la convención era siempre la misma dama. Era siempre lo real, pero siempre lo mismo.
Había momentos en que notaba que toda su serenidad se sostenía en la confianza de ser lo real. Su trato conmigo y el de su esposo implicaban que esto me favorecía a mí. Mientras tanto me encontraba tratando de inventar tipos que se aproximaran al suyo, en lugar de hacer que ella se transformara, con la habilidad que naturalmente tenía la pobre Miss Churm. Dispusiera como dispusiera y tomara las precauciones que tomara, siempre salía en mis cuadros demasiado alta, dejándome en el dilema de haber representado a una mujer fascinante de siete pies de altura, que (aparte tal vez de mi corta estatura) estaba muy lejos de mi concepción de tal personaje.
El asunto empeoraba con el Mayor; no había nada que lo bajara, de modo que me resultaba provechoso solamente para representar bravos gigantes. Yo adoraba la variedad y la perspectiva, buscaba remarcar lo accidental, la nota ilustrativa, particular; deseaba caracterizar muy marcadamente, y la cosa que más odiaba en el mundo era el peligro de quedar atrapado en la generalización. Había discutido el tema con algunos de mis amigos; y me había apartado de su compañía por mantener que algo tiene que ser, y que si el tipo era hermoso —testigos Rafael y Leonardo— la sujeción a él iba en su favor, no en su desmedro. Yo no era ni Leonardo ni Rafael, y quizá sí sólo un presuntuoso joven explorador; pero sostuve que cualquier cosa puede sacrificarse antes que la particularidad, el carácter. Cuando ellos me respondieron que la forma que me obsesionaba bien podía ser un carácter les respondí, quizá superficialmente, «¿De quién?» No puede serlo de todo el mundo, pues terminaría por no serlo de nadie.
Después de haber dibujado a la Sra. Monarch miles de veces, estuve más seguro que nunca de que el valor de una modelo como Miss Churm residía precisamente en el hecho de que carecía de una estampa bien definida, combinada por supuesto con otro hecho, que lo que sí tenía era un inexplicable y curioso talento para imitar. Su apariencia habitual era como un telón que podía levantar para una representación magistral con sólo pedírselo.
La actuación era esencialmente sugerente; pero hablaba a la inteligencia, era vívida y hermosa. A veces incluso pensé que era una mujer simple, bellamente insípida, y le hice el reproche de que las figuras que modelaba me salían monótona e igualmente (bêtement, como decíamos) graciosas. Nada pudo haberla disgustado más; se sentía demasiado orgullosa de poder representar distintos personajes que no tenían nada que ver entre sí. Me acusaba entonces de tratar de acabar con su «reputación».