13 cuentos de fantasmas (37 page)

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Authors: Henry James

Tags: #Terror

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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El rostro de mi compañera había ido palideciendo intensamente a medida que yo hablaba. Sus ojos parecían desencajados y tenía la boca abierta por el asombro.

—¿Un caballero? —musitó confusa y azorada—. ¿Un caballero, él?

—Entonces, ¿le conoce usted?

Trató visiblemente de dominarse.

—¿Es bien parecido?

Me di cuenta de cuál era la manera de ayudarla.

—¡Extraordinariamente!

—Y vestía…

—Con ropas de otra persona. Eran elegantes, pero no las suyas.

Ella me interrumpió con un gruñido ahogado y confirmador.

—¡Son del amo!

La tenía ya cogida.

—¿Así que lo conoce?

Vaciló un par de segundos; luego exclamó:

—¡Quint!

—¿Quint?

—Peter Quint, su criado, su ayuda de cámara cuando el amo estuvo aquí.

—¿Cuando el amo estuvo aquí?

Jadeando aún, pero decidida a hacerme frente, continuó:

—Nunca usó sombrero; sin embargo llevaba… Bueno, faltaron algunos chalecos. Ambos estuvieron aquí… el año pasado. Cuando el amo se marchó, Quint se quedó solo.

Yo la seguía, pero entonces la interrumpí.

—¿Solo?

—Solo con nosotros —y añadió, como si sus palabras surgieran de una profundidad aún mayor—: Se quedó a cargo del lugar.

—¿Y qué fue de él?

Tardó tanto en responderme, que me sentí todavía más desconcertada.

—También se marchó —dijo finalmente.

—¿Adónde?

La expresión de la señora Grose, en ese momento, se volvió extraordinaria.

—¡Sólo Dios puede saberlo! Murió.

Yo me estremecí.

—¿Murió?

Ella pareció adquirir aplomo, plantarse más firmemente para resistir al asombro.

—Sí. El señor Quint ha muerto.

VI

Desde luego, fue necesario algo más que aquel episodio para situarnos en presencia de lo que ahora tendríamos que soportar como pudiésemos; es decir, a pesar de mi poquísima capacidad para encajar impresiones del género de las que vívidamente acababa de experimentar; capacidad cuyo conocimiento suscitaba en mi compañera, mezclados, un poco de consternación y otro poco de lástima. Aquella misma tarde, después de la revelación que me dejó durante una hora enteramente postrada, no hubo para nosotras servicio religioso, sino un pequeño servicio de lágrimas y juramentos, de preces y promesas, una crisis de desafíos y ruegos mutuos que tuvo lugar en el salón destinado a las clases, en el que nos habíamos encerrado para tratar de definir la situación. El resultado fue que decidimos someter a ésta al máximo control de sus elementos. La señora Grose no había visto nada, ni la sombra de una sombra, y nadie más en la casa, salvo la institutriz, estaba en el caso de ésta. No obstante, aceptó la verdad tal como se la ofrecí, sin impugnar directamente mi salud mental; y terminó por demostrarme una ternura conmovedora y una deferencia a mi más que discutible privilegio, el recuerdo de las cuales perdura en mí como uno de los más dulces sentimientos humanos.

Aquella noche convinimos en que juntas podríamos soportar esas cosas, y yo no me daba cuenta de que a pesar de que ella parecía eximirse, era precisamente quien debía soportar casi toda la carga. Sabía en aquel momento, como lo sé ahora, que yo era capaz de afrontar cualquier cosa con tal de proteger a mis discípulos; pero tardé algún tiempo en estar segura de lo que mi honrada aliada sería capaz de hacer para mantenerse fiel a nuestro pacto. Yo resultaba una compañera muy extraña, tanto como lo era ella; pero, cuando recuerdo todo lo que tuvimos que pasar juntas, advierto cuánto de común habíamos hallado en la única idea que, por fortuna, podía unirnos. La idea que me hizo salir, como podría decirse, de la cárcel de mi espanto. Puedo recordar perfectamente lo que me fortaleció aquella noche, antes de separarme de la señora Grose. Habíamos discutido una y mil veces cada uno de los detalles de lo que había visto.

—¿Dice que buscaba a otra persona… a alguien que no era usted?

—Buscaba al pequeño Miles —en aquel momento me sentí poseída por una portentosa clarividencia—. Era a él a quien estaba buscando.

—Pero… ¿cómo puede saberlo?

—¡Lo sé, lo sé, lo sé! —mi exaltación iba en aumento—. ¡Y también usted lo sabe, querida!

No lo negó, pero advertí que no era necesario que yo dijera esas cosas. De cualquier manera, poco después replicó:

—¿Qué tiene de raro que quiera verlo?

—¿Al pequeño Miles? ¡No es precisamente lo que quiere!

Me pareció que de nuevo estaba intensamente asustada.

—¿El niño?

—No, el hombre. ¡Dios no lo permita! Quiere aparecer ante ellos.

El hecho de que era capaz de hacerlo, estaba probado. Yo tenía la absoluta certidumbre de que volvería a ver lo que ya había visto, pero algo en mi interior me decía que, si me ofrecía como sujeto único de la experiencia, aceptándola, invitándola, superándola del todo, podría servir de víctima expiatoria y proteger la tranquilidad de todos los demás. Especialmente, evitaría aquella experiencia a los niños. Me acuerdo de una de las últimas cosas que aquella noche dije a la señora Grose:

—Me sorprende que mis alumnos no hayan mencionado nunca…

La señora Grose me lanzó una mirada tan extraña, que me impidió terminar la frase, pero ella lo hizo por mí.

—¿La estancia de él aquí, y el tiempo que pasaron juntos?

—Sí, el tiempo que pasaron con él, y su nombre, su presencia, su historia, en fin…

—¡Oh!, la pequeña no lo recordará. Ella no llegó a enterarse.

—¿De las circunstancias de su muerte? —pregunté con intensidad—. Tal vez no. Pero Miles debería recordar… Miles debería saber…

—¡Ay!, mejor será que no le pregunte —exclamó la señora Grose.

Le devolví la mirada que me había dirigido.

—No tema —y luego murmuré—: Es bastante raro.

—¿Que no le haya hablado nunca de él?

—No ha hecho nunca la más pequeña alusión. ¿Y dice usted que eran grandes amigos?

—¡Oh!, Miles no era él mismo en esos momentos —declaró la señora Grose con énfasis—. Eran cosas de Quint. Jugaba con él…, Mejor dicho, lo echaba a perder —hizo una breve pausa y luego añadió—. Quint era demasiado atrevido.

Estas palabras me hicieron recordar su rostro, ¡aquel rostro!, y me sentí invadida por una sensación de disgusto.

—¿Demasiado atrevido con mi niño?

—Demasiado atrevido con todo el mundo.

Preferí no analizar por el momento su afirmación. Supuse que se refería a los miembros de la servidumbre, a la media docena de criados y sirvientes que constituían nuestra pequeña colonia. Pero se daba la feliz circunstancia de que el lugar no tenía una leyenda de escándalo, ni mala fama, cosas que resultan imposibles de ocultar, y la señora Grose, al parecer, deseaba que yo permaneciera en silencio. Al final de nuestra entrevista decidí someterla a una prueba. Era ya medianoche y mi compañera había puesto la mano en el pomo de la puerta dispuesta a marcharse.

—¿Debo entender, por lo que me ha dicho (y esto es para mí de la mayor importancia), que Quint era definitiva y deliberadamente malo?

—¡Oh, no abiertamente! Yo lo sabía… pero el amo no.

—¿Y nunca se lo dijo usted?

—Bueno, a él le disgustaban las habladurías, odiaba las quejas. Podía ser terrible cuando alguien se le acercaba con ese fin. Y si la gente se portaba correctamente con él…

—¿No se preocupaba de nada más?

Eso encajaba muy bien con la impresión que yo tenía de él: no era un caballero al que le gustara preocuparse, y tampoco un hombre demasiado cuidadoso con las relaciones que mantenía. Aun así, apremié a mi interlocutora, añadiendo:

—En su caso, ¡yo se lo habría dicho!

Advirtió mi reproche.

—Tal vez cometí un error. Pero la verdad es que estaba asustada.

—¿Asustada? ¿De qué?

—De las cosas que aquel hombre podía hacer. Quint era tan hábil… tan astuto…

Yo oía todo aquello, tal vez, con mayor atención de la que deseaba mostrar.

—¿No temía usted algo más? —insistí—. ¿Su efecto, por ejemplo?

—¿Su efecto? —repitió la señora Grose con un rostro angustiado y suplicante.

—Su efecto sobre esas vidas preciosas e inocentes. Usted estaba a cargo de los niños.

—¡No, no estaban a mi cargo! —exclamó rotundamente y con enojo—. El amo tenía confianza en él y lo trajo consigo; al parecer, no estaba bien de salud y el aire del campo le sentaba bien. Así que él se hizo cargo de todo —su tono era ahora sarcástico—. Incluso de los niños.

—¿De los niños… semejante individuo? —exclamé indignada—. ¿Y podía usted soportarlo?

—No, no podía… ¡Tampoco ahora puedo! —y la buena mujer estalló en sollozos.

Un estricto control, como ya he dicho, comenzó a regir a partir del siguiente día; sin embargo, ¡cuán a menudo y cuán apasionadamente volvimos durante una semana sobre el mismo tema! A pesar de lo mucho que habíamos discutido aquel domingo al atardecer, me sentí, sobre todo en las últimas horas de la noche —¿iba yo a poder dormir en tales condiciones?—, acosada por la sensación de que había algo que mi compañera no me había dicho. Yo no había reservado nada para mí; sin embargo, sabía que existían dos o más palabras que la señora Grose había retenido. Es más, por la mañana estaba convencida de que no se trataba de una falta de sinceridad, sino que su silencio estaba condicionado por el temor. En efecto, dando a la situación una mirada retrospectiva, me pareció que antes de que el sol estuviera en su cenit yo ya había leído, en los hechos que teníamos frente a nosotras, casi todo el significado que iban a adquirir por los posteriores y más crueles acontecimientos. Lo que los hechos me mostraron fue, sobre todo, la siniestra figura del hombre vivo —¡el muerto podía esperar un poco— y de los meses que él había pasado en Bly, los cuales, sumados, constituían un largo periodo. El término de aquella época malvada sólo llegó al amanecer de un día de invierno, cuando un jornalero, que se dirigía muy temprano al trabajo, halló a Peter Quint muerto al lado del camino que conducía al pueblo: una catástrofe que fue explicada, por lo menos superficialmente, por una herida visible en la cabeza. Una herida como ésa sólo podía haber sido producida (y, según el veredicto final de la encuesta, lo fue) por un resbalón fatal en la oscuridad, después de abandonar la taberna, en la pendiente cubierta de hielo en cuyo fondo yacía. La pendiente helada, el paso en falso en la noche y el licor, fueron todo lo que surgió en la encuesta y lo que se cuchicheó en posteriores comadreos; pero había en su vida otras cosas —extrañas y peligrosas acciones, desórdenes secretos, vicios más que sospechados— que, de haber sido investigadas, habrían explicado mejor su colapso.

Aunque me es difícil ahora referir la historia con palabras capaces de dar un cuadro verosímil de mi estado de ánimo, he de decir que en aquellos días yo era literalmente capaz de encontrar un motivo de alegría en el extraordinario heroísmo que la ocasión exigía de mí. Ahora puedo ver que se me había solicitado un servicio admirable y difícil; y que habría una indudable grandeza en el hecho de que se llegara a saber —¡sí, en el sitio indicado!— que yo había triunfado donde tantas otras muchachas hubiesen fracasado. Fue para mí una ayuda inmensa —y confieso que llego a envanecerme cuando miro hacia atrás— que concibiera mi labor como algo tan grande y tan sencillo. Estaba allí para proteger y defender a las dos criaturas más adorables que había en el mundo, de cuya falta de protección me había dado cuenta repentinamente y, con el corazón dolorido, había decidido subsanar. Estábamos unidos en nuestro peligro. Ellos no tenían a nadie más que a mí, y yo… Bueno, yo los tenía a ellos. Era, en resumen, una oportunidad magnífica. Esto se me mostró en una clara imagen material: yo era como una pantalla que debía permanecer delante de ellos. Cuanto más viera yo, menos verían ellos. Comencé a observarlos con extrema tensión, con una excitación disimulada que, de haberse prolongado demasiado, se hubiera convertido en algo semejante a la locura. Lo que me salvó, ahora puedo verlo, fue que la tensión perdió su razón de ser y fue reemplazada por una serie de pruebas horribles, y puedo llamarlas «pruebas» porque realmente pasé por ellas.

Ese momento se produjo una tarde en que salí al jardín con mi discípulo más joven. Habíamos dejado a Miles en casa, sobre el rojo almohadón de un sofá adosado a una ventana, porque había expresado su deseo de terminar de leer un libro, y yo me había sentido feliz de acceder a un propósito tan laudable en un jovencito cuyo único defecto podía ser, a veces, cierto exceso de actividad. Su hermana, por el contrario, se mostró encantada de poder salir, por lo que dimos un paseo de una media hora buscando la sombra, ya que el sol estaba aún muy alto y el día era excepcionalmente caluroso. Mientras estaba con ella, me di nuevamente cuenta de cómo, igual que su hermano —y era ésta una de las cualidades más encantadoras de ambos niños—, me dejaba sola sin que pareciera que me abandonara, y me acompañaba sin agobiarme con su presencia. Nunca me importunaban, ni tampoco se mostraban desatentos. Podían divertirse intensamente sin mí; y ello constituía un espectáculo que sabían preparar por sí mismos y en el que yo representaba el papel de una admiradora activa. Yo me movía en un mundo imaginado por ellos… que no tuvieron oportunidad de hacerlo en el mío. Así, mi tiempo se llenaba representando el personaje o el objeto que su juego requería en cada momento, y que era siempre para ellos, gracias a mi superioridad y entusiasmo, una feliz y enormemente distinguida colaboración. Olvidé de qué se trataba en aquella ocasión; sólo recuerdo que debía ser algo muy importante y silencioso, y que Flora estaba entusiasmada en el juego. Estábamos al borde del lago, y, como últimamente habíamos comenzado a estudiar geografía, el lago era el mar de Azof.

De pronto, en esas circunstancias, tuve la sensación de que al otro lado del mar de Azof teníamos a un interesado espectador. El conocimiento del hecho se produjo de la manera más extraña del mundo —es decir, aparte del hecho, mucho más extraño, constituido por la misma aparición—, porque yo era, en el juego, algo o alguien que podía sentarse, y lo hice en el viejo banco de piedra que dominaba el estanque; y en esa posición, de pronto, sin ninguna visión directa, comencé a tener la certidumbre de la presencia de una tercera persona. Los viejos árboles, los espesos matorrales, proyectaban una agradable sombra sumergida en el resplandor de aquella hora cálida y tranquila. No había en el escenario ninguna ambigüedad, como tampoco la había en la convicción que tuve de pronto de que con sólo alzar los ojos vería a alguien al otro lado del lago. Recuerdo el esfuerzo que hice para no moverme hasta que estuviera completamente tranquila y haber decidido qué hacer en tales circunstancias. Había un objeto extraño a la vista: una figura cuyo derecho a hacer acto de presencia negué instantánea y apasionadamente. Analicé cuidadosamente las posibilidades, diciéndome a mí misma que nada era más natural, por ejemplo, que la aparición de uno de los sirvientes en aquel lugar, o la de un mensajero, el cartero o el mozo de alguna tienda del pueblo. Pero aquel ejercicio mental tuvo muy poco efecto sobre la certidumbre que ya poseía —incluso antes de haberlo visto— acerca del carácter y la actitud de nuestro visitante. No me resultaba nada extraño que todo aquello fuese, en realidad, otra cosa de lo que parecía ser.

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