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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (38 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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De la verdadera identidad de la aparición me aseguraría tan pronto como el pequeño reloj de mi valor marcase el instante adecuado; entretanto, con un esfuerzo que era ya bastante intenso, dirigí la mirada directamente a la pequeña Flora, quien en ese momento se hallaba a unas diez yardas de distancia de donde yo estaba. Mi corazón había permanecido inmóvil durante un momento por el asombro y terror que me producía pensar que también ella pudiera verlo. Contuve el aliento en espera de un grito suyo, algún signo de interés o alarma que me pudiera servir de indicación. Esperé, pero no obtuve nada. Luego —y en esto se oculta lo más terrible, creo yo, de lo que voy a relatar— experimenté la sensación de que, durante un minuto, todos los sonidos espontáneos procedentes de la niña habían cesado; y se dio la circunstancia de que en aquel mismo momento la niña, en su juego, se había vuelto y mirado hacia el agua. Esta era su actitud cuando, finalmente, la miré… la miré con la convicción, confirmada, de que ambas seguíamos estando bajo la mirada de otra persona. Ella había recogido un pequeño trozo plano de madera, con un estrecho agujero, que evidentemente le había sugerido la idea de buscar otro fragmento que pudiera servirle de mástil, y hacer así un barquito. Observé que estaba intensamente ocupada tratando de colocar el palo en su sitio. Mi temor ante lo que estaba haciendo me contuvo hasta que, después de unos segundos, sentí que podía enfrentarme ya con lo demás. Entonces levanté la mirada… y me encaré con lo que debía desafiar.

VII

Después de aquello, fui en busca de la señora Grose tan pronto como pude hacerlo; y me resultaba imposible relatar cómo pasé el intervalo. Todavía me parece oírme gritar, en cuanto me arrojé en sus brazos:

—¡Lo saben! ¡Oh, es demasiado monstruoso! ¡Ellos lo saben, lo saben!

—¿Qué es lo que saben…?

Advertí su incredulidad mientras me sostenía en sus brazos.

—Bueno, lo que nosotras sabemos… ¡Y sólo el cielo podría decirnos qué más!

Luego, soltándome de su abrazo y luchando por recobrar la coherencia, añadí:

—¡Hace un par de horas, en el jardín… —apenas podía articular las palabras—, Flora lo vio!

La señora Grose recibió la noticia como si le hubieran dado un golpe en el estómago.

—¿Se lo dijo ella? —gimió.

—Ni una palabra… Esto es lo monstruoso. ¡Se lo ha reservado! ¡Una niña de ocho años! ¡Esa niña!

Aún no salía de la estupefacción que aquello me había producido.

La señora Grose, por supuesto, se sorprendió aún más.

—Entonces, ¿cómo lo sabe usted?

—Yo estaba allí… Lo vi con mis propios ojos: vi que ella era perfectamente consciente de su presencia.

—¿Consciente de la presencia de él?

—No…, de ella.

Y, mientras hablaba, me di cuenta de que estaba asomándome a cosas prodigiosas, pues obtuve un tenue reflejo de ellas en el rostro de mi compañera.

—Esta vez era otra persona…, una figura de inconfundible maldad: una mujer vestida de negro, pálida y horrible… ¡Oh, qué aire el suyo, qué cara…! Estaba del otro lado del lago. Yo estaba allí con la niña, muy tranquila en ese momento, cuando de repente apareció.

—¿Apareció? ¿De dónde?

—¡De donde ellos aparecen! El hecho es que apareció y permaneció allí…, pero no muy cerca.

—¿Y no se aproximó un poco?

—¡Oh, por el efecto y la sensación producida, podía haber estado tan cerca como está usted!

Mi amiga dio un paso atrás con un extraño impulso.

—¿Era alguien a quien usted había visto antes?

—Nunca. Pero la niña sí. Y usted también —entonces expresé todo lo que había concebido—: Era mi predecesora…, la que murió.

—¿La señorita Jessel?

—La señorita Jessel. ¿No me cree usted? —la apremié.

La señora Grose se volvía de derecha a izquierda presa del desconcierto.

—¿Cómo puede estar usted tan segura?

Por el estado de mis nervios, aquella respuesta provocó un estallido de impaciencia.

—Pregúnteselo a Flora.., ella está segura —pero no bien hube dicho eso cuando logré recuperarme—. ¡No, por el amor de Dios, no lo haga! Diría que no vio nada… mentiría.

La señora Grose no estaba tan perturbada como para que instintivamente no protestara.

—¡Oh!, ¿cómo puede…?

—Estoy segura. Flora no quiere que yo sepa nada.

—¿Trata, pues, de ahorrarle…?

—¡No, no… esto es algo más profundo, más profundo! Mientras más ahondo, más lo veo así; y mientras más veo, más temo. ¡No sé qué es lo que no temo!

La señora Grose hizo un esfuerzo por comprenderme.

—¿Quiere decir que teme volver a verla?

—¡Oh, no… eso ahora no es nada! —luego expliqué—: Lo que temería sería no verla.

Pero mi compañera me miró vacuamente.

—No la comprendo.

—Mire: lo que temo es que la niña pueda verla, y que logre hacerlo sin que yo lo sepa.

Ante la idea de aquella posibilidad, la señora Grose pareció por un momento anonadada; sin embargo, logró recuperarse una vez más, como si tuviera conciencia de que, si cedíamos una pulgada, estábamos perdidas.

—Querida, querida…, ¡no debemos perder la cabeza! Después de todo, si a ella no le importa… —su boca se torció en una mueca que pretendía ser una sonrisa—. Tal vez a ella le gusta.

—¡Gustar esas cosas… a una niña tan pequeña!

—¿No es ello una prueba de su bendita inocencia? —inquirió valientemente mi amiga.

Por un instante, me dejó casi sin aliento.

—¡Ay! Debemos aferrarnos a eso… Si no es una prueba de lo que usted dice… es entonces una prueba de… ¡Sólo Dios sabe de qué! Porque aquella mujer es el horror de los horrores.

La señora Grose clavó entonces la mirada en el suelo; después de unos instantes la levantó para pedirme:

—Dígame cómo lo supo.

—Entonces, ¿admite usted que lo era? —grité.

—Dígame cómo lo supo —repitió sencillamente mi compañera.

—¿Cómo lo supe? ¡Sólo con verla! Por la manera como miraba.

—¿Por la manera como la miraba a usted? ¿Malévolamente?

—No, no, querida… Eso lo hubiera podido soportar. No me dirigió siquiera una mirada. Tenía la vista fijada en la niña.

—¿Fijada en ella?

—¡Oh, sí, y con qué espantosos ojos!

La señora Grose contempló los míos como si realmente pudieran parecerse a los de la aparición.

—¿De disgusto, quiere usted decir?

—¡No, santo cielo, no! De algo mucho peor.

—¿Peor que el disgusto?

Aquello dejó completamente desorientada a la buena mujer.

—Con una determinación indescriptible; con una especie de furia en la intención…

Palideció ante mis palabras.

—¿En la intención?

—Sí, de apoderarse de ella.

Los ojos de la señora Grose se desorbitaron al contemplarme… Se estremeció y caminó hacia la ventana; y, mientras permanecía allí mirando hacia el exterior, yo terminé mi declaración:

—Y eso es lo que Flora sabe.

Al cabo de un rato dio media vuelta.

—¿Dice usted que esa persona vestía de negro?

—De luto… Bastante pobremente, casi de harapos. Pero, eso sí, su belleza era extraordinaria.

Reconozco ahora que, después de tantos golpes, debí de haber convencido a la víctima de mis confidencias, pues en esos momentos sopesaba ya visiblemente sus palabras.

—¡Oh, sí, era muy hermosa! —insistí—. Maravillosamente hermosa. Pero infame.

La señora Grose se me acercó lentamente.

—La señorita Jessel… era una mujer infame.

Una vez más tomó mi mano entre las suyas estrechándola con fuerza, como si quisiera fortalecerme contra el aumento de inquietud que podía producirme su discurso.

—Ambos eran infames —dijo finalmente.

Así, durante un rato, volvimos a contemplar juntas la situación; y sentí que con su valiosa ayuda podía ahora verla con mayor claridad.

—Aprecio su pudor al no hablarme hasta ahora de ellos; pero creo que ha llegado el momento de que me cuente todo —ella pareció asentir a mi petición, pero se mantuvo en silencio, por lo cual agregué—: Debo saberlo. ¿De qué murió? Dígame, ¿había algo entre ellos?

—Había todo lo que podía haber.

—¿A pesar de las diferencias…?

—A pesar de todo, de su rango, de su condición —exclamó—. Ella era una dama.

Creí comprender.

—Sí…, era una dama.

—Y él era atrozmente plebeyo —dijo la señora Grose.

Sentí que, indudablemente, no necesitaba precisar demasiado ante mi compañera el lugar de un sirviente en la escala social; pero no había nada que me impidiera aceptar por buena la opinión expresada por ella respecto al rebajamiento de mi predecesora. Había un medio de enfrentarse a la situación y yo la adopté; lo hice instantáneamente, pues tenía una completa visión, basada en pruebas del difunto hombre «de confianza» de mi patrón: un individuo astuto, bien parecido, impúdico, seguro de sí mismo, vicioso, depravado.

—Aquel individuo era un sinvergüenza.

La señora Grose consideró mi afirmación y luego, aceptándola, añadió:

—No he conocido a ninguno como él. Hacía lo que quería.

—¿Con ella?

—Con todos ellos.

Fue como si ante los ojos de mi amiga hubiera vuelto a aparecer la señorita Jessel. Por un instante, me pareció que la evocaba tan claramente como yo la había visto en el estanque; y entonces afirmé con decisión:

—¡Debió de ser también lo que ella deseaba!

El rostro de la señora Grose reveló que, en efecto, así había sido, pero al mismo tiempo dijo:

—¡Pobre mujer… ya lo ha pagado!

—Entonces, ¿sabe usted de qué murió? —le pregunté.

—No… no sé nada. No quise saberlo. Me alegraba mucho no saberlo; y di gracias al cielo cuando se marchó de aquí.

—Sin embargo, alguna idea habrá tenido…

—¿Del verdadero motivo por el cual se marchó? ¡Oh, sí… eso sí! Ella no podía quedarse. Piense en su situación… ¡como institutriz! Y más tarde imaginé.., y continúo imaginando. Y lo que imagino es horroroso.

—No tan horroroso como lo que imagino yo —repliqué.

Con aquellas palabras quise mostrarle, de una manera enteramente consciente, mi sentimiento de derrota. Y ello desencadenó de nuevo toda su compasión por mí, y ante el renovado flujo de su bondad, mi poder de resistencia se vino abajo. Me eché a llorar, como en otra ocasión la había hecho llorar a ella; mi compañera me cobijó en su seno maternal y en él vertí todos mis lamentos.

—No logro hacerlo —sollocé desesperadamente— no logro salvarlos ni protegerlos. Es mucho peor de lo que había imaginado… ¡Están perdidos!

VIII

Lo que había dicho a la señora Grose era bastante cierto: existían, en el asunto que habíamos analizado, profundidades y posibilidades que me sentía incapaz de hurgar; de modo que, cuando volvimos a encontrarnos, estuvimos de acuerdo en que debíamos resistirnos a toda fantasía extravagante. Debíamos mantener nuestras mentes serenas, si queríamos pisar terreno firme, lo que era difícil en medio de nuestras prodigiosas experiencias. Más tarde, esa misma noche, mientras todos los de la casa dormían, sostuvimos otra conversación en mi cuarto; cuando ella se marchó, las dos estábamos convencidas, sin lugar a dudas, de que yo había visto exactamente lo que había dicho. La mejor prueba que encontré fue preguntarle tan sólo si había cometido algún error al describirle a cada una de las personas que se me aparecieron, proporcionándole, en un retrato detallado, hasta los rasgos más insignificantes, un retrato ante el cual ella reconoció y nombró instantáneamente a los originales. Por supuesto, lo que ella deseaba, ¡y no se la podía culpar del todo por ello!, era olvidar por entero el asunto; y yo me apresuré a asegurarle que mi interés en éste había cambiado violentamente en el sentido de que ahora se cifraba en la búsqueda de un medio para escapar de él. La tranquilicé al asegurarle que, con la repetición del fenómeno —pues dábamos por descontado que se repetiría—, yo me acostumbraría al peligro; y claramente le manifesté que mi riesgo personal se había convertido de pronto en la menor de mis preocupaciones. Lo intolerable, en cambio, era mi nueva sospecha; y aun para esta complicación, esas últimas horas del día habían aportado cierto alivio.

Al separarme de ella, después de un primer derrumbamiento, tuve que volver, por supuesto, al lado de mis alumnos, hallando así el adecuado alivio con aquel encanto que ya antes había reconocido como un recurso que podía cultivar positivamente y que hasta el momento no me había fallado. Me había sumergido, en otras palabras, en la peculiar compañía de Flora, con lo que me di cuenta de que ella podía poner su manita, de una manera consciente, precisamente en el lugar que dolía. Me contempló con expresión dulce e interrogadora y luego me acusó abiertamente de haber llorado. Suponía yo que había logrado desaparecer las feas señales del llanto, pero, por lo visto, aquéllas no se habían borrado del todo. Contemplar la profundidad azul de los ojos de la niña y juzgar que su amabilidad no era sino una prueba de prematura astucia, me hubiera hecho sentirme culpable de cinismo, por lo que preferí abjurar de mi criterio y, en la medida de lo posible, de mi agitación. No podía abjurar por el mero hecho de desearlo, pero sí repetir a la señora Grose —como lo hice, una y otra vez, durante las horas que compartíamos juntas— que, con las voces de los niños en el aire, la presión que ejercían sobre nuestro corazón y sus fragantes mejillas sobre nuestros rostros, todo se venía abajo, menos su aire de inocencia y su belleza. Fue una lástima que, para dejar sentado esto de una manera definitiva, tuviera que evocar las sutilezas con que, aquella tarde en el lago, pude conservar milagrosamente mi capacidad de autodominio. Fue una lástima que me viera obligada a investigar una vez más la certeza de aquel momento y repetir cómo había tenido la revelación de que la inconcebible comunicación que acababa yo de sorprender era una cuestión de hábito para las otras dos partes. Fue una lástima que tuviera que enumerar de nuevo los motivos que me llevaron a suponer que la niña estaba viendo a la aparecida de la misma manera como yo podía en ese instante ver a la propia señora Grose, y que aquélla deseaba hacerme creer que no veía nada y, a la vez, conocer hasta dónde yo sabía. Fue una lástima que necesitara describir otra vez la portentosa actividad mediante la cual la niña trató de distraer mi atención… el perceptible aumento de movimientos, la mayor intensidad en el juego, los cantos, la conversación y su invitación a retozar.

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