No puedo decir ahora qué fue lo que me decidió y me guió, pero el hecho es que caminé directamente a lo largo del pasillo, sosteniendo en alto mi vela, hasta llegar ante la alta ventana que presidía al gran rellano de la escalera. En aquel momento me di cuenta, de súbito, de tres cosas. Fueron para mí, prácticamente, simultáneas, aunque se produjeron como secuencias sucesivas. Mi vela, bajo un soplo de viento audaz, se apagó, y yo percibí, por la ventana descubierta, que las primeras claridades del alba la hacían innecesaria; y supe, un instante después, que había alguien más en la escalera. He hablado de secuencias, pero no fue necesario sino un lapso de unos segundos para endurecerme a fin de tener un tercer encuentro con Quint. La aparición estaba muy cerca de la ventana y, al verme, se detuvo en seco y me miró exactamente como me había mirado desde la torre y desde el jardín. Me conocía tan bien como yo a él; y así, a la leve claridad del amanecer, nos volvimos a enfrentar con recíproca intensidad. En esa ocasión era una presencia absolutamente viviente, detestable y peligrosa, pero no era aún la maravilla de las maravillas; esa distinción la reservo para otra circunstancia, la de que todos mis temores me habían abandonado y no había nada en mí que me impidiera enfrentarme y medirme con él.
Me sentí llena de angustia después de aquel extraordinario momento, pero, a Dios gracias, no sentí terror alguno. Y él lo supo, y yo supe que él lo sabía. Debo decir, a fin de ser precisa, que si hubiera permanecido en mi lugar un minuto más, cesaría —por lo menos, en esa ocasión— de tenérmelas que ver con él; y durante ese minuto, debo decirlo, la cosa fue tan humana y tan espantosa como si hubiera sido una entrevista real: espantosa porque era humana, tan humana como tener que hacer frente a solas, al amanecer y en una casa dormida, a un enemigo, un aventurero, un criminal. Fue el silencio mortal de nuestra larga mirada en tan reducido espacio, lo único que dio a aquel horror, enorme como era, una nota sobrenatural. Si yo hubiera encontrado a un asesino en tal lugar y a tal hora, al menos habríamos hablado, algo vivo habría ocurrido entre nosotros; o, si nada hubiera pasado, uno, por lo menos, se habría movido. El momento fue tan prolongado, que, de haber durado un poco más, yo habría llegado a dudar incluso del hecho de estar viva. No puedo expresar lo que siguió, excepto diciendo que mi propio silencio —que era en realidad una afirmación de mi fuerza— fue el único contexto en que vi desaparecer la figura, en que la vi volverse definitivamente, como hubiese podido ver al vil sujeto a quien una vez perteneció volverse después de recibir una orden y pasar —con mi mirada fija en su vil espalda, que ningún jorobado podía tener más desfigurada— para luego descender la escalera y perderse en la oscuridad en que el siguiente tramo se perdía.
Permanecí un buen rato en el rellano de la escalera, hasta convencerme de un modo definitivo de que el visitante se había marchado; luego volví a mi dormitorio. Lo primero que me llamó la atención fue ver, a la luz de la vela que había dejado encendida, que la pequeña cama de Flora estaba vacía; y el hecho provocó en mí el terror que cinco minutos antes había sido capaz de resistir. Corrí hacia el lecho donde la había dejado durmiendo y comprobé que la colcha de seda y las sábanas estaban desarregladas, y que las blancas cortinas habían sido corridas. Entonces el ruido de mis pisadas, para mi indescriptible alivio, produjo otro como respuesta: percibí una agitación en la cortina de la ventana y vi que la niña, encaramándose sobre el alféizar, acababa de penetrar en el cuarto. Por un momento permaneció de pie allí, y luego se me acercó con gran candor, su camisón corto, los rosados pies descalzos y el resplandor dorado de sus rizos. Estaba intensamente seria, y nunca tuve antes tal sentimiento de haber perdido una ventaja, ganada anteriormente de modo tan prodigioso, como al verla dirigirse a mí con un reproche.
—Eres terrible —me dijo—. ¿Dónde estabas?
En vez de echarle en cara su propia conducta, me encontré tratando de explicar la mía. Ella también se explicó después, con la más encantadora sencillez. De pronto se había dado cuenta de que yo no estaba en la habitación y había salido a buscarme. Me dejé caer en un asiento con la alegría de su recuperación y sintiéndome un poco débil; y ella se encaramó en mis rodillas y apretó su carita contra mi mejilla. La luz de la vela iluminaba aquel pequeño rostro maravilloso, aún con los rubores del sueño; y recuerdo que cerré los ojos por un instante, bostezando conscientemente, como bajo los efectos de algo muy bello, iluminado por su propia luz.
—¿Me estabas buscando desde el balcón? —le pregunté—. ¿Creías que había salido a pasear por el jardín?
—Bueno, pensé que había alguien afuera —me respondió con la sonrisa más inocente que le hubiera visto hasta entonces.
¡Oh, de qué manera la miré en ese momento!
—¿Y viste a alguien?
—¡No! —me respondió; y con el privilegio de su inconsecuencia infantil, me mostró su resentimiento, aunque fuese en la gran dulzura con que arrastró el monosílabo.
En aquel momento, a pesar de la postración nerviosa en que me hallaba, tuve la seguridad de que la niña mentía; y si volví a cerrar los ojos fue bajo el peso de los tres o cuatro sentidos posibles que a aquello podían darse. Uno de ellos me tentó por un instante con tal violencia que, para resistirlo, sacudí a la pequeña con tal violencia, que fue asombroso que ella lo resistiera sin un grito o una señal de temor. ¿Por qué no interrogarla allí mismo y extraerle todo de una vez? ¿Por qué no poner a prueba aquella carita encantadora y luminosa? «Mira, mira: tú sabes lo que sabes y sospechas ya que yo me he enterado; por consiguiente, ¿por qué no me lo dices francamente, de modo que al menos podamos vivir con ello juntas y aprender tal vez, a pesar de lo extraño de nuestro destino, dónde estamos y qué significa todo ello?» Por desgracia, aquella pregunta no surgió de mis labios; de haberla formulado, tal vez no hubiese tenido que vivir lo… Bueno, ya se verá qué. En vez de sucumbir a la tentación de interrogarla, me puse de pie, miré a la camita de Flora y tomé un ineficaz camino intermedio.
—¿Corriste las cortinas para hacerme creer que estabas acostada?
Flora meditó unos momentos; luego respondió, con su divina sonrisa:
—No; porque no quería asustarte.
—Pero si, según me has dicho, creías que yo había salido…
Ella se negó definitivamente a dejarse sorprender; volvió la mirada hacia la llama de la vela como si la pregunta fuera incongruente o, al menos, no estuviera dirigida personalmente a ella.
—¡Oh! —respondió sencillamente—, sabía que podías volver en cualquier momento, como lo has hecho, querida.
Y al cabo de un rato, cuando Flora había vuelto ya a la cama, me senté a su lado, le tomé una mano y se la estreché para demostrarle que reconocía lo conveniente de mi regreso.
Es fácil de imaginar lo que a partir de entonces fueron mis noches. A menudo permanecía sentada hasta no sé qué hora. Aprovechaba los momentos en que dormía mi compañera de cuarto para dar silenciosos paseos nocturnos por el corredor; y llegué a prolongarlos hasta el sitio donde había visto por última vez a Quint. Pero nunca volví a encontrarle allí, y puedo decir que en ninguna otra ocasión le vi dentro de la casa. Sin embargo, en el rellano de la escalera volví a vivir otra aventura. Mirando hacia abajo, percibí la presencia de una mujer sentada en los peldaños inferiores, dándome la espalda. Tenía el cuerpo semiencorvado y la cabeza, en una actitud de pesar, entre las manos. No había estado yo allí sino un instante cuando se desvaneció sin volverse a mirarme. De todos modos, supe qué horrible rostro habría tenido que ver, si me lo hubiese mostrado. Y me pregunté si, en el caso de estar yo arriba y no abajo, habría tenido el valor que me asistió en mi encuentro con Quint. Aunque no me faltaron ocasiones para demostrar si tenía valor o no. Once noches después de mi último encuentro con aquel caballero —en aquel tiempo yo las contaba una por una—, ocurrió un incidente que, por lo inesperado, me impresionó profundamente. Fue precisamente la noche que, cansada de vigilias, sentí que debía volver a acostarme a la hora normal. Me dormí inmediatamente y, según supe después, mí sueño duró hasta cerca de la una; pero cuando desperté fue para sentarme en la cama tan completamente despierta como si una mano me hubiera sacudido. Había dejado una vela encendida, pero vi que estaba apagada, y tuve la certidumbre de que Flora la había extinguido. Eso me hizo poner de pie sin dilación y dirigirme, en medio de la oscuridad, a la cama de la niña, que encontré vacía. Una mirada a la ventana me sacó de dudas, y el resplandor de un fósforo completó el cuadro.
La niña había vuelto a salir y estaba agazapada, con algún propósito de observación o de respuesta, detrás de las persianas. De que veía algo —cosa que no había logrado, y de eso tenía yo que felicitarme, la otra noche—, no me cabía la menor duda, y me lo demostró el hecho de que ni siquiera se movió cuando volví a encender la vela, ni cuando me apresuré a calzarme unas zapatillas y ponerme una bata. Escondida, protegida, absorta, descansaba en el antepecho de la ventana olvidándose de todo lo demás. Había una luna llena que la favorecía, y fue eso lo que influyó en mi rápida decisión. Estaba cara a cara con la aparición que habíamos visto en el lago y se podía comunicar con ella como no lo había logrado la vez anterior. Lo que hice fue, sin que me viera, dirigirme por el pasillo a otra ventana abierta en la misma pared. Cuando estuve en la puerta del dormitorio, salí, la cerré y permanecí un momento al otro lado para ver si lograba captar algún sonido. Mientras estaba en el pasillo, mis ojos se clavaron en la puerta del cuarto de su hermano, que se encontraba a menos de diez pasos de distancia y que despertó en mí un indescriptible impulso, algo semejante a una tentación. ¿Qué ocurriría si entraba directamente en su cuarto y me asomaba por la ventana? ¿Y si aprovechara la confusión y sorpresa que el niño experimentaría con toda seguridad ante mi audacia, para arrancarle una revelación que me permitiera desvelar el resto de aquel misterio.
Aquel pensamiento fue suficiente para hacerme cruzar el umbral de la puerta. Pero antes de entrar escuché y di rienda suelta a mi imaginación intentando figurarme lo que podía estar ocurriendo allí. Me pregunté si también su cama estaría vacía y él observando a escondidas.
Fue un minuto interminable al final del cual mi impulso flaqueó. No se oía nada. Miles podía ser inocente, y el riesgo era atroz. Me volví. Había una figura en el jardín.., una figura al acecho: la visitante con quien Flora estaba comprometida; pero aquella visitante tenía poco que ver con mi niño. Volví a dudar, pero por otro motivo y sólo unos segundos; luego tomé una decisión: había muchas habitaciones vacías en Bly, y se trataba sólo de elegir la adecuada. La adecuada me pareció de pronto la más baja —aunque bastante por encima de los jardines—, en la esquina de la casa donde se erguía la ya mencionada torre vieja. Era una habitación amplia y cuadrada, arreglada como dormitorio, aunque la extravagancia de su tamaño la hacía tan inconveniente para aquel fin, que había permanecido desocupada durante muchos años, aunque mantenida por la señora Grose en un orden ejemplar. A menudo la había admirado y conocía bien el camino para llegar a ella; así que no necesité ninguna luz para deslizarme sin tropiezo hasta la ventana. Abrí uno de los postigos sin hacer ruido y, pegando mi rostro al cristal, comprobé que mi elección de lugar había sido acertada. Pero vi algo más. La luna hacía que la noche fuera excesivamente penetrable y me mostraba en el prado a una persona, empequeñecida por la distancia, que permanecía de pie, inmóvil y como fascinada, mirando hacia el lugar donde yo me encontraba. Pero no me miraba a mí, sino a algo que al parecer estaba por encima de mí. Era evidente que había otra persona arriba…, que había una persona en la torre; pero la figura sobre el césped no era de ninguna manera la que yo había imaginado y confiadamente me había apresurado a enfrentar. La figura sobre el césped —me sentí enferma al comprobarlo— era la del pobre, la del pequeño Miles.
No fue sino hasta las últimas horas del día siguiente cuando hablé con la señora Grose. El rigor con que mantenía a mis pupilos al alcance de mi vista hacía difícil que pudiera encontrarme con ella en privado; además, ambas comprendíamos cada vez mejor la importancia de no provocar, ni en los sirvientes ni en los niños, cualquier sospecha de una agitación secreta o una discusión sobre tales misterios. En este sentido, confiaba plenamente en mi amiga. Nada en su fresca cara podía transmitir a los demás mis horribles confidencias. Ella me creía; estaba convencida de ello absolutamente. De no haber sido así, no sé que habría sucedido conmigo, pues sola no hubiera podido soportar la situación. Pero ella era un magnífico monumento a la bendita carencia de imaginación, y si no pudiese ver en nuestros pequeños pupilos nada más que belleza y amabilidad, felicidad e inteligencia, no tendría ninguna comunicación directa con los motivos de mi angustia. Si ellos hubieran resultado visiblemente maltrechos o golpeados, la señora Grose, sin duda alguna, se hubiera crecido moralmente; los habría seguido, habría sido lo suficientemente obcecada como para aliarse con ellos. Tal como estaban las cosas —y me daba muy bien cuenta de ello cuando relacionaba a los niños con los robustos brazos blancos de ella, cruzados sobre el pecho, y su aire de seriedad en toda la expresión—, le parecía que había de dar gracias al cielo de que, aunque arruinados, hubiera todavía en ellos piezas que pudieran servir. El agitado viento de la fantasía se transformaba en su mente en un firme calor sin llama, y yo había comenzado a percibir el surgimiento y desarrollo de su convicción —ya que el tiempo pasaba sin que se produjera ningún incidente público— de que, cuando nuestros jóvenes pudieran después de todo cuidar de sí mismos, ella dirigiría su mayor solicitud al triste caso presentado por la institutriz. Decir esto no es sino simplificar la situación. Yo podía comprometerme a que mi rostro no transparentara nada de lo que estaba ocurriendo en la casa, y en aquellas condiciones hubiera sido un inmenso agobio de más el tener que preocuparme de ella.
En la ocasión de que ahora hablo, la señora Grose se reunió conmigo, a petición mía, en la terraza, donde gracias al cambio de estación, el sol de la tarde era ahora muy agradable. Nos sentamos juntas mientras, ante nosotras y a cierta distancia, pero al alcance de la voz, los niños corrían de un lado a otro con la magnífica compostura que los caracterizaba. Se movían lentamente, caminando en pareja, por el césped; el niño leía en voz alta un libro de cuentos y llevaba a su hermana cogida por la cintura. La señora Grose los observaba con visible placidez, mas luego capté su ahogado gruñido al volverse hacia mí para que le mostrara el reverso de la medalla. Yo la había convertido en un receptáculo de cosas espeluzanantes, pero en su paciencia había un extraño reconocimiento de mi superioridad, mis conocimientos y mi función. Ofrecía su mente a mis revelaciones de la misma manera que, si yo hubiera deseado preparar un brebaje de brujas y se lo hubiera planteado con aplomo, ella habría ido a buscar un caldero limpio. En eso se había convertido su actitud cuando, en mi relato de los acontecimientos de la noche anterior, llegué al momento en que, después de ver a Miles, a una hora tan intempestiva, casi en el mismo lugar en que ahora precisamente se hallaba, salí a buscarlo. Había decidido ir a su encuentro personalmente, con preferencia a cualquier otro recurso, a fin de no despertar a los sirvientes. Tan pronto como aparecí en la terraza, a la luz de la luna, él se dirigió a mí directamente.