Le cogí de la mano sin decir una palabra y lo llevé, a través de espacios oscuros, hasta la escalera, donde Quint lo había buscado con tanta insistencia, a lo largo del pasillo donde yo había escuchado y temblado, hasta llegar a su propia habitación.
Durante el trayecto, ni un sonido había pasado entre nosotros, y yo me preguntaba —¡oh, cómo me lo preguntaba!— si su pequeño cerebro estaría rumiando algo plausible y no demasiado grotesco. Aquel asunto pondría a prueba su inventiva, ciertamente, y yo sentía esa vez, a cuenta de sus dificultades, una extraña sensación de triunfo. Había caído en una especie de trampa y en adelante no podría fingir inocencia con tanto éxito. ¡Santo cielo!, ¿cómo iba a salir de aquello? Al mismo tiempo me pregunté, apasionadamente, cómo iba yo misma a salir de todo. Por fin, me tendría que enfrentar con todos los riesgos inherentes a la terrible situación. Recuerdo que entramos en su pequeño dormitorio, donde la cama estaba completamente sin deshacer y bañada por la luz de la luna; había tal claridad, que no consideré necesario encender una luz. Recuerdo que repentinamente me dejé caer en el borde de la cama, agobiada por la idea de que él debía de saber hasta qué grado me tenía en sus manos. Podría hacer de mí cuanto quisiera, auxiliado por su asombrosa inteligencia, siempre y cuando yo continuara oponiéndome a la vieja tradición de crímenes impuesta por aquellos guardianes de la infancia que dominaban a mis niños a través de la superstición y el miedo. En efecto, me tenía en sus manos, ya que ¿quién iba a absolverme, quién consentiría en que yo saliera sin castigo, si ante la más ligera insinuación, era la primera en introducir en nuestras perfectas relaciones elementos tan horribles? No, no, fue inútil intentar hacérselo entender a la señora Grose, de la misma manera que es imposible expresar aquí lo mucho que, en nuestro breve y severo encuentro en la oscuridad, despertó mi admiración. Por supuesto, me comporté bondadosa y misericordiosamente; nunca, nunca hasta entonces había colocado yo en sus pequeños hombros manos tan tiernas como las que, sentados en la cama y frente al fuego de una chimenea, le puse.
—Debes decirme ahora toda la verdad. ¿Para qué saliste? ¿Qué hacías en el jardín?
Puedo ver todavía su maravillosa sonrisa, el blanco de sus hermosos ojos y el fulgor de sus pequeños dientes, brillando para mí en la penumbra.
—¿Podrá comprenderlo si se lo digo?
Ante esas palabras, sentí que el corazón me saltaba hasta la garganta. ¿Me diría la verdad? No encontré en mis labios ningún sonido para apremiarle, y me limité a contestarle con una vaga y repetida mueca afirmativa. Miles era la buena educación personificada, y mientras yo movía la cabeza, en señal de asentimiento, él parecía más que nunca un pequeño príncipe. Y fue su brillantez lo que me dio un poco de confianza. ¿Se hubiera mostrado tan desenvuelto en el caso de contarme, en efecto, toda la verdad?.
—Bueno —concluyó—, el caso es que bajé para que usted hiciera precisamente lo que hizo.
—¿Para que hiciera qué?
—¡Para que, por variar, pensara que soy malo!
Jamás olvidaré la dulzura y la alegría con que pronunció aquella palabra, ni cómo, al acabar de decirla, se inclinó hacia delante y me besó. Era, prácticamente, el final de todo. Recibí su beso y tuve que efectuar, mientras lo tenía entre mis brazos, un esfuerzo sobrehumano para no echarme a llorar. Me acababa de dar una explicación que me dejaba por entero indefensa, y apenas logré balbucir, mientras miraba en torno mío:
—Entonces, ¿no te habías desvestido?
Adiviné su sonrisa, en la penumbra.
—No; había estado sentado, leyendo.
—¿Y cuándo bajaste?
—A medianoche. ¡Cuando decido ser malo, soy malo!
—Comprendo, comprendo… Eres encantador. Pero ¿cómo podías tener la seguridad de que yo me enteraría?
—¡Oh! Lo arreglé todo con Flora —sus respuestas surgían con fluidez—. Convinimos en que ella se levantaría y miraría hacia fuera.
—Eso fue, en efecto, lo que hizo.
¡Quien había caído en la trampa era yo!
—Así, para enterarse de lo que ella estaba haciendo, usted tendría que asomarse y me vería…
—Mientras tú —concluí— pescabas un resfriado con el viento frío que sopla esta noche.
Literalmente, pareció florecer ante aquella salida mía; se permitió asentir alegremente:
—¿De qué otro modo habría podido ser realmente malo? —me preguntó.
Luego, después de otro abrazo, el incidente y nuestra entrevista se cerraron con mi reconocimiento de todas las reservas de bondad que, a cambio de su broma, había logrado extraer de él.
A la luz del día, la impresión especial que yo había recibido la noche anterior no afectó de un modo extraordinario a la señora Grose, a pesar de que la reforcé con la mención de otros comentarios que había hecho él antes de separarnos.
—Todo reside en media docena de palabras —dije a mi compañera—, palabras que en realidad constituyen el verdadero asunto: «Piense ahora en lo que podría yo hacer.» Me dijo eso para demostrarme lo bueno que es. Pero es consciente de lo que podría hacer. Con toda seguridad, en la escuela trató de demostrarlo.
—¡Dios mío, cómo cambia usted! —exclamó mi amiga.
—No cambio; sencillamente, expreso lo que pienso. Los cuatro se han estado encontrando constantemente. Si hubiera estado usted con alguno de los niños cualquiera de estas noches, lo habría comprendido claramente. Cuando más he observado y esperado, más lo he sentido así, y para ello me basta recordar el sistemático silencio de ambos. Nunca, ni por casualidad, han aludido a ninguno de sus antiguos amigos, así como tampoco Miles ha aludido a su expulsión. ¡Oh, sí! podemos estar sentadas aquí y mirarlos, y ellos pueden aparecer frente a nosotras paseando tranquilamente; pero incluso cuando pretenden estar absortos en sus cuentos de hadas, están inmersos en la visión de los muertos que les han sido devueltos. Miles no está leyendo a su hermana —declaré— están hablando de ellos, se están relatando horrores. Hablo, lo sé, como si estuviera loca; y es una maravilla que no lo esté. Lo que he visto la habría enloquecido a usted; pero a mí sólo me ha vuelto más lúcida, me ha hecho comprender otras cosas.
Mi lucidez debió de parecerle espantosa, pero las encantadoras criaturas que eran víctimas de ella, al pasar y volver a pasar cariñosamente cogidas de la cintura, fortalecieron en cierta manera a mi colega; noté lo tensa que estaba cuando, sin agitarse en el torbellino de mi pasión, los observaba atentamente.
—¿A qué otras cosas se refiere usted?
—Bueno, a las cosas que me han deleitado y, al mismo tiempo —ahora puedo verlo con absoluta claridad—, engañado y desconcertado. Su belleza más que terrenal, su bondad absolutamente fuera de este mundo —continué—, no son sino una táctica engañosa, son un fraude.
—¿Por parte de estos adorables…?
—Sí, de estos adorables niños. ¡Sí, por absurdo que parezca!
El solo hecho de esbozar aquella hipótesis me ayudó a ver con claridad, a encontrar los cabos sueltos y a asociarlos y unirlos.
—No han sido buenos; lo único que han hecho es estar ausentes. Ha sido fácil convivir con ellos sencillamente porque se han limitado a vivir una vida propia. No son míos… no son nuestros. ¡Son de él! ¡Son de ella!
—¿De Quint y de esa mujer?
—De Quint y de esa mujer. Los quieren para sí.
¡Oh cómo pareció estudiarlos la pobre señora Grose, después de oírme afirmar aquello!
—Pero ¿para qué?
—Por amor a toda la maldad que, en aquellos días terribles, la pareja inculcó en ellos. Y para jugar con ellos y con esa maldad, para preservar su obra demoniaca. Es por eso que vuelven.
—¡Cielos! —exclamó mi amiga sin aliento.
Su exclamación revelaba una completa aceptación de lo que yo deseaba probar, es decir, de lo que había sucedido en la mala época, pues había existido una época peor incluso que la presente. No podía haber mejor justificación, para mí, que el pleno asentimiento, dado por quien los había conocido, ante cualquier fondo de depravación concebible en aquella pareja de truhanes. Obedeciendo a una evidente sumisión al recuerdo, ella exclamó poco después:
—¡Eran unos malvados! Pero ¿qué pueden hacer ahora? —insistió.
—¿Qué pueden hacer? —inquirí, alzando tanto la voz que Miles y Flora interrumpieron su paseo y se volvieron para mirarnos—. ¿No están haciendo ya bastante? —pregunté en un tono más bajo, mientras los niños, tras dirigirnos una sonrisa y enviarnos besos con las manos, reanudaban sus juegos. Nos quedamos en silencio durante un momento. Luego contesté—: ¡Pueden destruirlos!
Mi compañera alzó la mirada hacia mí, pero la súplica que leí en ella era una súplica muda, y me pedía que fuese más explícita.
—Todavía no saben cómo… pero lo están intentando. Sólo se dejan ver de lejos, en lugares extraños, en lo alto de una torre, en el techo de una casa, frente a las ventanas, en la orilla distante de un estanque; pero hay en ellos una decisión firme de acortar la distancia y superar los obstáculos; y el triunfo de los tentadores es sólo cuestión de tiempo. Lo único que tienen que hacer es mantener su peligroso hechizo.
—¿Para que los sigan los niños?
—¡Y perezcan en el intento!
La señora Grose se incorporó lentamente y yo añadí, con el sentimiento de que era mi obligación hacerlo:
—A menos que nosotras, por supuesto, podamos evitarlo.
La vi de pie ante mí, que permanecía sentada, dando vueltas a esa idea.
—Debería ser su tío quien lo evitara. Debería llevárselos de aquí.
—¿Y quién se lo avisará?
La señora Grose había mantenido la mirada perdida a lo lejos, pero en ese momento volvió hacia mí un rostro enloquecido.
—Usted, señorita.
—¿Escribiéndole para decirle que la casa está embrujada y sus sobrinos están locos?
—Pero ¿y si lo están?
—¿Y si también lo estoy yo?, quiere usted decir. Una noticia encantadora para que se la envíe una institutriz que se comprometió a no importunarlo.
La señora Grose meditó, observando de nuevo a los niños.
—Sí, odia que lo molesten. Esa fue la principal razón…
—¿De que aquellos demonios estuvieran tanto tiempo a su servicio? No lo dudo, aunque su indiferencia debió ser monstruosa. Pero como yo no soy un demonio, no estaré mucho tiempo…
Mi compañera, al cabo de un instante y por toda respuesta, volvió a sentarse y me tomó del brazo.
—Procure que venga a verla.
La miré fijamente.
—¿A mí? —me invadió un súbito temor ante lo que ella pudiese hacer—. ¿Él?
—¡Debería estar aquí… debería ayudar!
Me puse de pie rápidamente, y pienso que la expresión de mi cara debió de parecerle más rara que nunca.
—¿Cree usted que podría pedirle una visita?
No, era evidente que no lo creía. En cambio —una mujer lee siempre en otra—, podía ver lo que yo misma veía: su desprecio, su burla, su desdén por mi incapacidad para hacer honor a mi compromiso de no molestarlo y por el ingenioso mecanismo que yo había puesto en marcha para llamar su atención hacia mis modestos encantos. Ella no podía saber —nadie lo sabía— cuán orgullosa me había sentido de poder ser fiel a las condiciones estipuladas; sin embargo, me pareció que tomaba nota de la advertencia que le dirigí:
—Mire, si pierde usted la cabeza hasta el punto de pedirle que venga…
La señora Grose estaba realmente asustada.
—¿Qué, señorita?
—Los abandonaré al instante, a él y a usted.
Me resultaba fácil unirme a ellos, pero hablarles me exigía un esfuerzo más allá de mis posibilidades y presentaba, sobre todo cuando estábamos dentro de la casa, dificultades casi insuperables. Esta situación se prolongó por espacio de un mes, con algunos agravantes y sucesos especiales, además de las cada vez más irónicas observaciones de mis discípulos. No se trataba únicamente —y de esto estoy ahora tan segura como lo estaba entonces— de mi infernal imaginación. Era evidente que se daban cuenta de mis dificultades, y aquella extraña relación constituyó en cierto modo, durante bastante tiempo, la atmósfera en que nos movíamos. No me refiero a que hicieran bromas vulgares, ya que ese peligro era imposible por parte de ellos, a lo que me refiero es que el elemento innombrable, lo intocable, se hizo entre nosotros mayor que ningún otro, y a que esa actitud de evasión no hubiera sido posible de no existir un acuerdo tácito. Era como si continuamente estuviéramos a la vista de temas ante los cuales debíamos detenernos, cerrando rápidamente las puertas que por descuido habíamos abierto. Está visto que todos los caminos conducen a Roma, y había veces en que podríamos habernos sorprendido al comprobar que todas las ramas de estudio o temas de conversación conducían al terreno prohibido. Terreno prohibido, en general, era el tema del retorno de los muertos y, en especial, lo que podría sobrevivir en la memoria de los niños de sus amigos perdidos. Había días en que podía jurar que uno de ellos decía al otro, con un guiño invisible: «Ella cree que esta vez va a poder hacerlo… pero no se atreverá.» «Hacerlo» hubiera sido, por ejemplo, permitirme alguna referencia directa a la dama que los había preparado contra mí. Ellos, por su parte, mostraban un insaciable y delicioso interés por mi propia historia, que una y otra vez les había relatado. Estaban en posesión de todas y cada una de las cosas que me habían sucedido, sabían detalladamente la historia de mis más pequeñas aventuras y las de mis hermanos y hermanas, y las del perro y el gato de mi casa, así como muchas particularidades de la naturaleza excéntrica de mi padre, del mobiliario y la decoración de nuestra casa, de los temas de conversación de las viejas de mi pueblo… Había suficientes cosas para charlar, si uno sabía hacerlo de prisa y detenerse instintivamente en los puntos delicados. Ellos tiraban con un arte ejemplar de las cuerdas de mi imaginación y mi memoria, y tal vez ninguna otra cosa, cuando después pensé en tales sesiones, me dio tanto la sensación de que estaba siendo observada. En cualquier caso, nuestras conversaciones sólo giraban en torno a mi vida, mi pasado y mis amigos, creando un estado de cosas que a veces los conducía, sin que viniera al caso, a glosar anécdotas de mi pasada vida social. Fui invitada —aunque sin que existiera una relación visible— a repetir alguna frase célebre o confirmar detalles ya relatados sobre la inteligencia de la yegua del pastor.