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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (36 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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Pero esta deducción no era tan satisfactoria, debo admitirlo, como para hacerme olvidar que lo que esencialmente me ayudaba a superar aquella intranquilidad era mi agradable trabajo. Éste consistía, sencillamente, en mi vida con Miles y Flora, y nada podía serenarme tanto como sumergirme en esa labor. El atractivo de mis pequeños pupilos era una fuente constante de alegría que me llevaba a burlarme de mi antigua vanidad y absurdos temores, el disgusto con el que veía antes la gris perspectiva de mi oficio. No había, al parecer, ninguna perspectiva gris ni agobios de ninguna especie. ¿Cómo no iba a ser encantador un trabajo que se me ofrecía diariamente con tal belleza? En él se mezclaban la ternura de la niñera y la poesía del aula de clases. No quiero con esto decir que lo único que estudiásemos fueran novelas y poemas; lo que pasa es que no logro expresar de otra manera la clase de interés que mis compañeros me inspiraban. ¿Cómo describirlo, salvo diciendo que, en vez de acostumbrarme a ellos —¡y qué maravillosa puede resultar la profesión de institutriz: yo la llamo la hermandad de los testigos!—, hacía constantemente descubrimientos? Sólo había una dirección en que aquellos descubrimientos cesaban: una profunda oscuridad continuaba ocultando todo lo referente a la conducta del niño en la escuela. Advertí que muy pronto había logrado encarar ese misterio sin un latido doloroso del corazón. Tal vez sería más acertado decir que, sin pronunciar una palabra, él mismo había aclarado el asunto. Su sola presencia hacía que el cargo pareciera completamente absurdo. Mi conclusión floreció al contacto de su inocencia: Miles era demasiado fino y delicado para aquel pequeño, horrible y sucio mundo escolar, y había pagado un precio por ello. Reflexioné agudamente que el sentimiento de tales diferencias, de tal superioridad, provoca en la mayoría —la cual puede incluir a estúpidos y sordos directores—, de una manera infalible, un deseo de venganza.

Ambos niños poseían una delicadeza —su única falta, aunque no por ello podía decirse que Miles fuera un niño blandengue— que los mantenía, ¿cómo podría expresarlo?, en un nivel casi impersonal y, desde luego, ajeno a los castigos. Eran como los querubines de la anécdota, a quienes nada —por lo menos, moralmente— podía reprochárseles. Recuerdo que sentía, sobre todo cuando estaba con Miles, que no existía ninguna historia tras él. Esperamos de todo niño una historia minúscula, pero en aquel hermoso niño había algo extraordinariamente sensitivo, extraordinariamente feliz que, más que en ninguna otra criatura de esa edad que haya yo visto, me sorprendía como el comienzo de algo nuevo cada día. Nunca había sufrido un solo segundo. Consideré esto como una prueba directa de su inocencia. En el caso de ser malvado, hubiese sido sorprendido, y yo lo hubiera descubierto; sin duda alguna, habría descubierto las trazas. No logré encontrar nada; por consiguiente, era un ángel. Nunca hablaba de su escuela, nunca mencionaba a un camarada o un maestro; y yo, por mi parte, estaba demasiado disgustada para aludir a ellos. Por supuesto, vivía bajo los efectos del hechizo, y lo más sorprendente es que, aun en aquella misma época, yo era consciente de ello. Pero no me preocupaba; era un antídoto a cualquier dolor, y yo tenía más de uno: estaba recibiendo, precisamente aquellos días, unas cartas muy aflictivas de mi casa, donde las cosas no marchaban bien. Pero, estando con mis niños, ¿qué cosas en el mundo podían importarme? Esta pregunta me la hacía durante los momentos de retiro. Sí, estaba hechizada por el encanto de ambos.

Hubo un domingo, para ser precisos, que llovió con tal intensidad y por espacio de tantas horas, que no pudimos ir en grupo a la iglesia; en consecuencia, y como el día avanzaba, decidí que la señora Grose y yo asistiríamos al servicio vespertino si el tiempo mejoraba. La lluvia cesó, por fortuna, y me dispuse a hacer nuestro paseo, el cual, a través del parque y por el buen camino que conducía al pueblo, nos tomaría sólo unos veinte minutos. Cuando bajaba las escaleras para reunirme con mi compañera en el vestíbulo, me acordé de un par de guantes que habían necesitado tres puntadas y las habían recibido, quizá en un momento poco adecuado, mientras acompañaba a los niños en su té, servido los domingos, por excepción, en aquel frío y brillante templo de caoba y bronce que era el comedor de los adultos. Había dejado allí los guantes y decidí ir a recogerlos. El día era bastante oscuro, pero la luz de la tarde, al cruzar el umbral, me permitió no sólo reconocer, en una silla cerca de la amplia ventana, cerrada en ese momento, los objetos que buscaba, sino también distinguir a una persona que, desde el otro lado de los cristales, miraba hacia el interior de la estancia. Un sólo paso en el comedor había bastado, mi imaginación fue instantánea: era él. La persona que miraba por el ventanal era la misma que había visto en la torre. Aparecía una vez más, y no diré con una nitidez mayor, pues eso hubiera sido imposible, pero sí con una proximidad que representaba un adelanto en nuestro trato, y que hizo, en el momento en que nuestras miradas se cruzaron, que contuviera la respiración mientras mi cuerpo se cubría de un sudor frío… Era el mismo… era el mismo; y visto esta vez, como en la anterior, de la cintura para arriba, enmarcado en la ventana. Tenía el rostro pegado al cristal, y el efecto de esta nueva visión fue, extrañamente, el de demostrarme qué intensa había sido la anterior. Permaneció allí sólo unos segundos, el tiempo suficiente para convencerme de que también él me había visto y reconocido; pero era como si lo hubiese estado viendo durante años enteros, como si lo hubiera conocido desde siempre. Esa vez, sin embargo, ocurrió algo que no había sucedido antes: la mirada que me dirigió a través del cristal y de la amplia habitación fue tan profunda y dura como la anterior, pero la apartó de mí, un momento durante el cual yo todavía lo observaba, para fijarse en otras varias cosas. Por lo que debí añadir, a mi natural sobresalto, la certidumbre de que no había ido por mí, sino por alguna otra persona.

El impacto de aquel nuevo conocimiento, al incidir en medio de mi temor, produjo en mí el más extraordinario de los efectos, inundándome, mientras permanecía en el lugar, de una repentina vibración de valor y sentido del deber. Hablo de valor porque fui, sin duda alguna, muy lejos. Crucé de nuevo el umbral del comedor, llegué al de la casa, salí a la terraza y eché a correr hasta que la ventana apareció ante mi vista. Pero delante de ella no había nadie… Mi visitante había desaparecido. Me detuve, casi me dejé caer, y experimenté un profundo alivio. Dirigí una mirada a mi alrededor dándole tiempo a reaparecer. Ahora bien, este tiempo, ¿cuánto duró? Hoy no puedo precisar la duración de aquellos periodos; ni estaba en condiciones de medirlos entonces. Lo que sí creo es que no pudieron ser tan largos como en aquella ocasión me parecieron. La terraza y todo el edificio, el prado y el jardín detrás de él, todo lo que podía ver del parque, eran lugares vacíos, como colmados de una gran vaciedad. Había arbustos y altos árboles, pero recuerdo que tuve la seguridad de que en ninguno de ellos se ocultaba el visitante. Estaba o no estaba allí; y si no podía verlo, era porque no estaba. Me aferré a esa idea y luego, instintivamente, me acerqué a la ventana en vez de regresar por dónde había llegado. Sentía, aunque de manera confusa, la necesidad de situarme en el mismo lugar donde él había estado; pegué mi rostro al cristal y miré, como él, al interior de la habitación. Y en ese preciso instante, como para que yo pudiera tener una imagen de lo que había ocurrido, entró en el comedor, procedente del vestíbulo, la señora Grose. Me vio de la misma manera que yo al visitante y se sobresaltó como debí de sobresaltarme antes. Se puso pálida y me pregunté si yo había palidecido tanto. Luego se retiró por el mismo camino que yo había tomado, por lo que tuve la convicción de que daría la vuelta para salir a la terraza y se encontraría conmigo. Permanecí inmóvil donde estaba y, mientras la esperaba me asaltaron numerosos pensamientos. Pero sólo vale la pena mencionar uno: me pregunté qué habría podido espantarla tanto.

V

Me lo hizo saber tan pronto como apareció en la terraza.

—En nombre del cielo, ¿qué es lo que pasa? —gritó sofocada.

No le respondí hasta que estuvo más cerca.

—¿Conmigo? —mi rostro debía tener un aspecto extraordinario—. ¿Por qué?

—Está usted pálida como un papel. Está horrible. Medité unos instantes. Pude darme cuenta de que la mujer hablaba con absoluta inocencia. Mi necesidad de respetar la frialdad de la señora Grose se había desvanecido calladamente, y si aún vacilé un instante, no fue porque quisiera crear un nuevo distanciamiento. Le tendí la mano y ella la tomó; retuve la suya entre las mías con el placer de sentirla cerca de mí. Había una especie de apoyo en su tímida expresión de sorpresa.

—Ha venido usted a buscarme para que vayamos a la iglesia pero no puedo ir.

—¿Ha ocurrido algo?

—Sí. Y usted debe saberlo. ¿Tenía yo un aspecto muy raro?

—¿A través de la ventana? ¡Espantoso!

—Bueno —dije— me he asustado.

Los ojos de la señora Grose expresaron abiertamente que no tenía deseos de entrometerse, y que conocía lo suficiente cuál era su lugar. ¡Pero yo había establecido desde un principio que ella debía compartir mis problemas!

—Lo que vio usted desde el comedor, hace un minuto, fue efecto de lo sucedido. Lo que yo vi, poco antes… fue mucho peor.

Su mano apretó con más fuerza la mía.

—¿Qué vio usted?

—Vi a un hombre extraordinario. Mirando hacia adentro.

—¿Qué hombre extraordinario?

—No tengo la menor idea.

La señora Grose miró en torno, pero fue, por supuesto, en vano.

—Entonces, ¿dónde se ha metido?

—Esto aún puedo saberlo menos.

—¿Lo había visto antes?

—Sí… una vez, en la torre vieja.

Me miró con mayor dureza.

—¿Quiere decir que se trata de un forastero?

—Sí, desde luego.

—¿Por qué no me lo dijo entonces?

—Tenía mis razones… Sin embargo, ahora que usted lo ha adivinado…

Los redondos ojos de la señora Grose parecieron rechazar aquella aseveración.

—¡Ah, no, yo no he adivinado nada! —dijo sencillamente—. ¿Qué iba a poder adivinar?

—No sé. Por un momento…

—¿No ha visto, pues, a ese hombre en ninguna parte más que en la torre?

—Y en este mismo lugar.

La señora Grose volvió a mirar alrededor.

—¿Qué estaba haciendo en la torre?

—Sólo permanecía de pie en la plataforma y me miraba.

Volvió a meditar por unos instantes.

—¿Era un caballero?

Me di cuenta de que no necesitaba pensarlo para responder.

—No, no.

Ella se me quedó mirando con una expresión de sorpresa creciente.

—Entonces, ¿no era nadie de aquí?, ¿no era nadie del pueblo?

—Nadie, nadie. No se lo dije a usted, pero de eso estoy segura.

Respiró con alivio. Aquello, extrañamente, parecía calmarnos.

—Pero, si no es un caballero…

—¿Qué es, entonces? Un horror.

—¿Un horror?

—Es… ¡Dios me valga si sé lo que es!

La señora Grose volvió a escudriñar en torno nuestro; clavó la mirada en la brumosa lejanía y luego, encogiéndose de hombros, se volvió hacia mí y exclamó con abrupta incoherencia:

—Ya es hora de que estemos en la iglesia.

—¡No me siento en condiciones para ir a la iglesia!

—¿No le haría a usted bien?

—No se lo haría a ellos —dije, señalando hacia la casa.

—¿A los niños?

—No podría dejarlos ahora.

—¿Teme usted que…?

Hablé con audacia.

—Tengo miedo de él.

La ancha cara de la señora Grose me mostró por primera vez, al oír aquellas palabras, el tenue reflejo de una conciencia más aguda: me pareció advertir en ella el alba tardía de una idea que yo no le había inculcado y que era aún oscura para mí. Recuerdo ahora que entonces pensé en ello como en algo que podría sonsacarle; y sentí que eso se relacionaba con el deseo que ella mostraba de saber más.

—¿Cuándo fue aquello… lo de la torre?

—Hacia mediados de mes. A esta misma hora.

—Casi al oscurecer… —dijo la señora Grose.

—¡Oh, no, no tanto! Lo vi como la puedo ver ahora a usted.

—¿Y cómo entró aquí?

—¿Y cómo salió? —me eché a reír—. ¡No tuve oportunidad de preguntárselo! Y esta tarde, por lo visto, no ha podido entrar.

—¿Sólo espiaba?

—Espero que se conforme con eso.

La señora Grose, después de soltarme, se había vuelto. Esperé un instante su respuesta, que no llegó, por lo que añadí:

—Vaya usted a la iglesia. ¡Adiós! Yo debo vigilar.

Lentamente, volvió a mirarme a la cara.

—¿Teme por ellos?

Sostuve su mirada.

—¿Usted no?

En vez de responderme, la señora Grose se aproximó a la ventana y durante un momento aplicó el rostro al cristal.

—Usted ve ahora como él veía —añadí entonces.

Ella no hizo ningún movimiento.

—¿Cuánto tiempo permaneció aquí?

—Hasta mi salida. Vine a su encuentro.

La señora Grose se volvió en redondo, y vi en su rostro que seguía ocultando algo.

—Yo no hubiera sido capaz de salir —murmuró.

—¡Tampoco yo! —y volví a reír—. Pero salí. Tengo mis obligaciones.

—También yo tengo las mías —respondió; y luego añadió—: ¿A quién se parece?

—¿Me moriría por poder decírselo. Pero no se parece a nadie.

—¿A nadie? —repitió.

—No lleva sombrero —y, al ver por la expresión de su rostro que aquel detalle le resultaba significativo y, al parecer, agobiante, añadí rápidamente los siguientes datos—: Tiene un pelo rojo, muy rojo, rizado, y un rostro pálido, alargado, con facciones bastante regulares y pequeñas patillas, raras, tan rojas como sus cabellos. Las cejas son un poco más oscuras, tienen una forma particularmente arqueada y parece que suele moverlas bastante. Sus ojos son agudos, extraños… terribles; y su mirada es penetrante. Tiene la boca grande y los labios finos y, además de las pequeñas patillas, va completamente afeitado. Tuve la impresión, en cierto momento, de estar viendo a un actor.

—¿A un actor?

Y era imposible parecerse menos a una actriz que la señora Grose en ese momento.

—Nunca he visto a uno, pero me imagino que son así. Es alto, enérgico, erguido —continué— pero nunca, ¡jamás!, un caballero.

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