—Si alguna duda hubiese experimentado, en este momento se habría desvanecido del todo. He estado viviendo con la dolorosa realidad, y ahora me doy cuenta de que ésta me ha derrotado. Ya sé que te he perdido; he tratado de impedirlo, mas tú, bajo su influencia, has elegido el fácil y cómodo medio de evitarme.
Y luego de decir esto me enfrenté de nuevo, por encima del estanque, con nuestra infernal testigo.
—He hecho todo lo que estaba a mi alcance; sin embargo, me has vencido. ¡Adiós!
A la pobre señora Grose le dije, de una manera imperativa, casi frenética:
—¡Váyase, váyase!
Ante lo cual, con evidente pena, pero mudamente dominada por la niña y claramente convencida, no obstante su ceguera, de que algo espantoso había ocurrido y un desastre nos amenazaba, se retiró, por el mismo camino por el cual habíamos llegado, con toda la rapidez que sus piernas le permitían.
De lo que ocurrió inmediatamente después de que me dejaran sola, no me queda ningún recuerdo. Sólo sé que al cabo de, supongo, un cuarto de hora, el olor a humedad y la aspereza del suelo me hicieron comprender que había caído boca abajo sobre la hierba para dar rienda suelta a mi aflicción. Debí de haber seguido allí durante mucho tiempo, llorando y lamentándome, puesto que cuando levanté la cabeza empezaba ya a anochecer. Me levanté y miré un momento, a través de la luz crepuscular, el estanque gris y su difuminada y hechizada orilla, y luego emprendí el penoso y difícil regreso a la casa. Flora pasó esa noche, por un acuerdo tácito —y, debería añadir, feliz, si la palabra no tuviera aquí un sonido grotesco— con la señora Grose. A mi regreso, no vi a ninguna de las dos; en cambio, como por una rara compensación, tuve que ver bastante a Miles. Lo vi tanto —no puedo decirlo de otra manera—, que me pareció que antes no lo había visto nunca. Ninguna de las noches que había pasado en Bly había tenido el carácter portentoso de aquélla, a pesar de lo cual —y a pesar también de las profundidades de consternación que se habían abierto bajo mis pies— fue una noche invadida por una tristeza extraordinariamente dulce. Al llegar a la casa, no me preocupé siquiera de buscar al niño; me dirigí directamente a mi habitación para cambiarme de ropa y enterarme, a simple vista, del alcance de mi ruptura con Flora. Todas sus pertenencias habían sido sacadas de mi habitación. Cuando más tarde, ante la chimenea del salón de las clases, la doncella me servía el té, me atuve estrictamente a mi propósito de no hacer ninguna pregunta sobre el niño. Éste tenía ahora la libertad que pedía, y podría disfrutarla hasta el final. La tenía, sí; y la aprovechó, al menos parcialmente, para presentarse a eso de las ocho y sentarse a mi lado en silencio. Cuando la doncella retiró el servicio de té, apagué las velas y me acerqué un poco más al fuego. Tenía la sensación de un frío mortal y presentía que nunca más volvería a tener calor. De modo que, cuando Miles apareció, yo estaba sentada en la penumbra y a solas con mis pensamientos. Se detuvo un momento en la puerta, observándome; luego se acercó lentamente y se dejó caer en una butaca. Permanecimos sentados allí en un silencio absoluto; sin embargo, comprendía que él deseaba estar conmigo.
Antes del alba, mis ojos se abrieron en mi dormitorio frente a la señora Grose, que se presentaba con las peores noticias. Flora estaba con tanta fiebre, que era casi seguro que había enfermado; había pasado una noche sumamente intranquila, agitada sobre todo por unos temores que no tenían como causa a su anterior institutriz, sino a la actual. No protestaba contra la posible reaparición de la señorita Jessel, sino, apasionadamente, contra mi presencia. Me puse en seguida de pie, dispuesta a formular un caudal de preguntas, pero no tardé en darme cuenta de que el sentimiento que predominaba en mi amiga era el desconcierto; lo comprendí desde el momento en que le pregunté si creía más en la sinceridad de la niña que en la mía.
—¿Continúa ella negando que vio o ha visto algo?
La turbación de mi visitante fue realmente inmensa.
—¡Ay, señorita, no puedo insistir con la niña sobre ese tema! La pobre ha envejecido una barbaridad a partir de anoche.
—Me doy cuenta de todo. Se siente herida en su dignidad… como si fuera un alto personaje cuya veracidad hubiera sido puesta a prueba. En cambio, a la señorita Jessel… a ella, a ella si la considera. La impresión que ayer me produjo, se lo aseguro, fue verdaderamente penosa; supera todas las anteriores. Pero he puesto el dedo en la llaga. Sé que la niña no volverá a dirigirme la palabra.
Aquellas frases mías, amargas y oscuras, mantuvieron a la señora Grose en silencio durante un momento; luego dijo, con una sinceridad que a mi parecer ocultaba algo:
—También yo lo creo así, señorita. La niña se ofendió terriblemente.
—Esa actitud de ofendida —sinteticé— es lo que ahora constituye un problema, ¿no es cierto?
—Me pregunta cada tres minutos si creo que va a ir usted a verla.
—Ya veo, ya veo —también yo, por mi parte, mantenía ocultas más cosas de las que manifestaba—. ¿Le ha dicho a usted, excepto para repudiar su familiaridad con algo tan horrible, una sola palabra sobre la señorita Jessel?
—Nada más, señorita —contestó mi amiga— acepté lo que dijo cuando estábamos en el lago; que allí, allí al menos, no había nadie.
—¡Claro! ¡Y, por supuesto, lo sigue usted aceptando!
—No he querido contradecirla. ¿Qué más podía hacer?
—Nada, nada en absoluto. Está usted tratando con las personas más hábiles que pueda imaginarse. Sus dos amigos los han hecho aún más astutos de lo que los había hecho ya la naturaleza; ellos, en sí, constituyen un material maravilloso para modelar. Flora ha decidido darse por ofendida y mantendrá hasta el final esa actitud.
—Sí, señorita, pero… ¿hasta qué final?
—El de enfrentarme con su tío. Me presentará ante él como el ser más vil…
Sonreí al contemplar la escena a través de la mirada de la señora Grose, y por un minuto me pareció que los veía juntos. Luego dijo:
—¡Con la buena opinión que tiene de usted!
—Pues tiene un modo extraño… me parece, de demostrarlo —reí—. Pero eso no viene ahora a cuenta. Lo que Flora desea es, por supuesto, librarse de mí.
Mi compañera estuvo de acuerdo.
—No quiere siquiera volver a verla.
—¿De modo que usted ha venido ahora —le pregunté— a apresurar mi marcha? —no obstante, antes de que tuviera tiempo de responderme, añadí—: Tengo una idea mejor, resultado de mis reflexiones. Mi marcha podría resultar el mejor remedio, y el domingo estuve a punto de irme de aquí, pero no lo haré. Es usted quien debe irse. Debe usted llevarse a Flora.
Ante esta salida inesperada, mi colega meditó unos minutos. Al fin dijo:
—Pero ¿dónde podría…?
—Lejos de aquí. Lejos de ellos. Lejos, sobre todo, de mí. Llévela directamente a casa de su tío.
—¿Sólo para decirle que usted…?
—¡No, no sólo esto!, sino, además, para dejarme aquí con mi remedio.
La mujer estaba confundida.
—¿Y cuál es su remedio?
—En primer lugar, su lealtad; y luego, la de Miles.
Me miró con dureza.
—¿Cree usted que él…?
—¿Que él recurrirá a mí si se le presenta la ocasión? Sí, me atrevo aún a creerlo. En todo caso, deseo intentarlo. Llévese a su hermana lo más pronto que le sea posible y déjeme con él.
Yo misma estaba sorprendida ante las reservas de valor con que contaba, y tal vez por eso me desconcertaba más aún que ella no se decidiera.
—La única condición es que los niños no se vean a solas bajo ningún concepto antes de que Flora se marche.
Luego se me ocurrió que, a pesar del presumible aislamiento de la niña después de su vuelta del estanque, mi advertencia podía llegar demasiado tarde.
—¡No me diga usted que ya se han visto!
La señora Grose se ruborizó.
—¡Ay, señorita, no soy tan tonta para eso! Las tres o cuatro veces que me he visto obligada a abandonarla la he dejado siempre con alguna doncella. Ahora está sola, pero al salir he cerrado la puerta con mucho cuidado. Sin embargo…
¡Oh, había demasiadas cosas a prever!
—Sin embargo, ¿qué?
—Bueno… ¿Está usted segura de que el pequeño caballero…?
—No estoy segura de nadie más que de usted. Pero a partir de anoche tengo cierta esperanza. Creo que desea sincerarse conmigo. Creo que esa pobre, pequeña y exquisita víctima quiere hablarme. Anoche permaneció dos horas a mi lado, junto a la chimenea, en silencio, y tuve la impresión de que de un momento a otro podía comenzar a hablar.
La señora Grose miró a través de la ventana hacia el gris amanecer. Su mirada era dura.
—¿Y habló?
—No; aunque esperé y esperé, debo confesar que no lo hizo. Ni siquiera aludió a su hermana cuando, tras el largo silencio, nos besamos, para desearnos las buenas noches. De cualquier manera —continué—, no puedo permitir, si su tío ve a Flora, que vea también a Miles sin que yo haya concedido al niño, sobre todo ahora que las cosas se han puesto tan mal, un poco más de tiempo.
Mi amiga mostraba en ese terreno una resistencia que yo no acababa de comprender.
—¿Qué quiere decir con eso de un poco más de tiempo? —me preguntó.
—Bueno, un día o dos más… para hacerlo hablar. Para entonces podría estar ya de mi parte, y usted sabe lo importante que es eso. Si no ocurre nada, habré fracasado, sencillamente; y usted, en el peor de los casos, me habrá ayudado a hacer, cuando llegue a la ciudad, todo lo que sea posible —pero la señora Grose no parecía estar muy convencida, de modo que decidí acosarla—. A menos que usted no quiera marcharse.
Pude ver en su cara que, al fin, había tomado una determinación.
—Me iré, me iré… —se apresuró a decir. Me iré esta misma mañana —y me tendió la mano como para sellar un juramento.
Quise ser equitativa.
—Si usted desea quedarse y esperar, puedo ingeniármelas para que la niña no tenga que verme.
—No, no; hay algo malo en este lugar. La niña debe marcharse —me observó un momento con los ojos fatigados y luego se decidió a continuar—: Ha pensado usted acertadamente, señorita. Yo misma…
—¿Qué?
—No puedo continuar aquí.
La mirada que me dirigía me sugirió nuevas posibilidades.
—¿Quiere usted decir que desde ayer ha visto…?
Sacudió la cabeza con dignidad.
—¡He oído!
—¿Oído?
—¡Horrores! De labios de esa niña. ¡Ay! —suspiró con trágico alivio. Le doy mi palabra de honor, señorita; dice cada cosa…
Pero ante aquella evocación se derrumbó; se dejó caer sobre el sofá y, tal como lo había visto hacer en otras ocasiones, dio rienda suelta a su angustia.
—¡Oh, gracias a Dios! —exclamé.
Se puso de pie de un salto y secóse los ojos con el dorso de la mano.
—¿Gracias a Dios? —gruñó.
—¡Esto me justifica!
—¡Desde luego, señorita!
No hubiera deseado un énfasis mayor.
—¿Tan horrible es?
Me di cuenta de que mi colega no encontraba las palabras con que expresarse.
—Algo realmente inconcebible.
—¿Sobre mí?
—Sí, señorita, sobre usted.., puesto que debe saberlo. Dice cosas que rebasan todo límite, algo inconcebible en una niña. No sé dónde pudo haberlo aprendido.
—¿El espantoso lenguaje que usa al hablar de mí? ¡Yo sí puedo decírselo! —exclamé, estallando en una risa lo bastante significativa.
Pero mi amiga se puso todavía más seria, si era posible.
—Bueno, tal vez también yo debería saberlo… ya que muchas de esas cosas las había oído antes. Sin embargo, no puedo soportarlo —repitió al tiempo que echaba una ojeada a mi reloj, colocado sobre la mesa de noche. Debo irme.
Logré retenerla tomándola por un brazo.
—Pero si usted no puede soportarlo…
—¿Cómo puedo seguir con ella, quiere usted decir? Pues precisamente para eso, para sacarla de aquí. Para alejarla de ellos.
—¿Para que sea diferente? ¿Para que se libere? —pregunté, casi con alegría—. Entonces, no obstante lo ocurrido ayer, ¿usted cree…?
—¿En tales cosas?
La simple indicación «de ellos» no requirió, a la luz de su expresión, mayores detalles; tuve el convencimiento de que estaba más que nunca de mi parte.
—¡Sí, sí, creo!
Tuve una gran alegría. ¡Seguíamos aún hombro con hombro; y mientras continuara teniendo esa seguridad, no me importaba nada de lo que pudiera ocurrir! Sería mi apoyo en presencia del desastre, de la misma manera que lo había sido durante mi necesidad inicial de contar con una confidente. Si mi amiga respondía por mi integridad, yo respondería por todo lo demás.
No obstante, sentí una nueva preocupación en el momento en que nos separábamos.
—Acabo de recordar una cosa: la carta en la que daba la voz de alarma habrá llegado a la ciudad antes que usted.
Volví a percibir una vez más lo mucho que había sido maltratada en el bosque y cuán amedrentada había quedado.
—Su carta, señorita, no llegará nunca. No fue enviada.
—¿Qué fue de ella entonces?
—¡Sólo Dios lo sabe! El señorito Miles…
—¿Quiere usted decir que él la cogió?
La señora Grose titubeó, pero al fin terminó por vencer su aversión.
—Quiero decir que ayer, cuando regresé con Flora, me di cuenta de que no estaba donde usted la había puesto. Más tarde tuve ocasión de interrogar a Luke, quien me dijo que ni siquiera la había visto —volvimos a intercambiar en ese momento una más de nuestras profundas miradas, y fue la señora Grose la primera en reaccionar—. ¿Comprende?
—Comprendo que si Miles la tomó, lo más probable es que la leyera y la destruyera.
—¿Y no ve usted nada más?
La miré unos instantes con una triste sonrisa.
—Debo admitir que, a estas alturas, sus ojos están más abiertos que los míos.
Así era, pero ella no pudo evitar el ruborizarse al ver su superioridad.
—Eso me revela lo que pudo haber hecho en la escuela —hizo una mueca casi cómica para demostrar su desilusión ante mi falta de agudeza—. ¡Robar!
Di vuelta a aquella idea en mi mente, tratando de ser más prudente en mis juicios.
—Bueno, tal vez.
Me miró con un reproche, como si me encontrara inesperadamente tranquila.
—¡Robó cartas!
No podía comprender mis razones para mantener la calma, después de todo, bastante superficial; de manera que se las expuse como pude.