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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (45 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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—¿Se debe esto a su carta? —me preguntó ansiosamente, sin reparar en mi impaciencia.

Rápidamente, a guisa de respuesta, saqué la carta del bolsillo y se la mostré; luego, desprendiéndome de su mano, la deposité encima de la gran mesa del vestíbulo.

—Luke la llevará —dije mientras regresaba a reunirme con mi amiga.

Me dirigí luego a la puerta de la casa y la abrí. Un momento después cruzaba el umbral.

Mi compañera me seguía. La tormenta de la noche y de las primeras horas de la mañana había amainado, pero la tarde era húmeda y gris. Bajé los peldaños de la entrada mientras la señora Grose se acercaba a la puerta como a regañadientes.

—¿No se cubre usted?

—¿Qué me puede eso importar ahora, cuando la niña no lleva nada encima? No puedo esperar a vestirme —le grité—, y si usted va a hacerlo, tendré que dejarla. Busque mientras tanto en las habitaciones de arriba.

—¿Con ellos allí?

Y, al decir aquello, la pobre mujer se reunió conmigo apresuradamente.

XIX

Nos dirigimos directamente hacia el lago, como lo llamaban en Bly, y me atrevo a decir que a justo título, aunque es posible que aquella superficie líquida fuera menos imponente de lo que mis inexpertos ojos suponían. Mis conocimientos, a este respecto, eran mínimos, y el estanque de Bly, en las pocas ocasiones en que, bajo la protección de mis alumnos, había recorrido su superficie, en el viejo bote de fondo plano atracado a la orilla para nuestro uso, me había impresionado por su extensión y agitación. El embarcadero se hallaba situado a una media milla de la casa, pero yo tenía la íntima convicción de que Flora no se encontraba cerca de ésta. No se había librado de mi vigilancia para correr una aventura y, después del día en que compartimos aquella terrible visión junto al estanque, yo me había dado cuenta, durante nuestros paseos, de cuál era el lugar que ejercía sobre ella mayor fascinación. Por eso aquella vez tomé una dirección determinada, con gran asombro de la señora Grose, que parecía oponer alguna resistencia.

—¿Va usted hacia el agua, señorita? ¿Piensa usted que se ha metido…?

—Es posible, aunque la profundidad aquí es muy grande. Pero estoy casi convencida de que ha ido al lugar desde el cual, el otro día, vimos juntas lo que le conté.

—¿La vez que pretendió no ver…?

—Sí, con aquel impresionante dominio de sí misma… Estaba segura de que deseaba volver sola. Y ahora su hermano le ha facilitado el medio.

La señora Grose permanecía de pie en el mismo lugar donde se había detenido.

—¿Cree usted que en verdad hablan de ellos?

Le respondí en un tono confidencial.

—Dicen cosas que, si las oyéramos, nos quedaríamos abrumadas…

—¿Y si la niña está allí?

—¿Qué?

—¿Supone que también estará la señorita Jessel?

—Desde luego. Ya lo verá.

—¡Oh, no, gracias! —exclamó mi amiga, plantando firmemente los pies en el suelo, de manera que yo seguí caminando sin ella.

Sin embargo, cuando llegué al estanque comprobé que me había seguido a cierta distancia y comprendí que, como fuera, mi presencia le parecía paliar en cierto modo el peligro. Cuando pudimos divisar la mayor parte de la superficie del lago sin que apareciera la niña, exhaló un suspiro de alivio. No había rastro de Flora en esa parte de la playa, ni tampoco en el lado opuesto, situado a unas veinte yardas. El estanque, de forma oblonga, tenía una anchura desproporcionada a su longitud; era imposible, desde un extremo, ver el otro, por lo que parecía ser un río tranquilo. Miramos la superficie vacía, y yo, al ver una sugerencia en los ojos de mi amiga, respondí con un movimiento negativo de cabeza.

—No, no, espere. Se ha llevado el bote.

Mi compañera contempló el embarcadero vacío y luego tendió la vista a través del lago.

—Entonces, ¿dónde está?

—El hecho de que no la veamos es la mejor prueba. Lo ha utilizado para cruzar el lago y luego ha logrado ocultarlo.

—¿Ella sola…? ¿La niña…?

—No está sola; y en tales momentos deja de ser una niña, es una vieja.

Escruté toda la playa visible mientras la señora Grose, quizás impresionada por los extraños hechos que le presentaba, volvió a someterse a mi voluntad; luego sugerí que el bote podía estar oculto en un pequeño refugio formado por los matorrales de la ribera.

—Pero, si el bote está allí, ¿dónde podrá estar ella? —preguntó ansiosamente mi colega.

—Eso es precisamente lo que debemos averiguar —y eché a andar de nuevo.

—¿Vamos a darle la vuelta…?

—Desde luego. No nos llevará más de diez minutos, pero es bastante lejos para que la niña haya preferido no caminar. Cruzó la línea recta.

—¡Cielos! —gritó mi amiga nuevamente; los engranajes de mi lógica eran demasiado abrumadores para ella.

Echó a andar tras de mí y, cuando habíamos recorrido la mitad del camino, un trayecto realmente fatigoso, debido a que el sendero estaba cubierto de maleza, hice una pausa para que la pobre pudiera tomar aliento. La cogí del brazo asegurándole que podía ayudarme mucho; y luego reanudamos la marcha, de modo que al cabo de unos minutos llegamos al lugar donde yo había supuesto que estaría el bote, y donde en efecto, lo encontramos. Intencionadamente, lo habían dejado fuera de la vista; estaba atado a una estaca plantada en la orilla, residuo de una vieja cerca, que le había servido sin duda de ayuda para desembarcar. Reconocí, al examinar el par de nudos, perfectamente hechos, la prodigiosa hazaña de la niña; pero ya, para esas alturas de mi permanencia en Bly, había vivido entre tantas maravillas y gemido bajo el peso de tantas cosas asombrosas… Había una puerta en la cerca, pasamos por ella y nos condujo a un espacio más despejado.

—¡Allí está! —gritamos de pronto, al unísono.

Flora, a poca distancia del bote, se erguía ante nosotras sonriendo como si su hazaña fuera ahora completa. La siguiente cosa que hizo fue detenerse y recoger, como si aquello fuera el objetivo de su excursión, un manojo feo y marchito de helechos blancos. lnmediatamente adiviné que salía del matorral. Nos esperó sin dar un paso más y no dejó de ver la extraña solemnidad con que nosotras nos acercamos a ella. Flora no hacía más que reír en medio de un silencio cada vez más ominoso. La señora Grose fue la primera en romper el hechizo; corrió hacia donde estaba la niña, se dejó caer de rodillas y la mantuvo aprisionada en un largo abrazo. No sé cuánto duró aquella efusión; yo me limité a mirar la escena, aumentando la intensidad de mi observación al ver que Flora me miraba a su vez por encima de nuestra compañera. Envidié en ese momento, dolorosamente, la sencillez de la relación que la señora Grose podía establecer. Sin embargo, en todo aquel tiempo no ocurrió entre nosotras nada que no fuera ese intercambio de miradas. Lo que tanto la niña como yo nos dijimos fue que ya los pretextos eran virtualmente inútiles. Cuando, al fin, la señora Grose se puso de pie y tomó a la niña de la mano, la reticencia de nuestra comunión fue todavía más clara en la mirada que en ese instante la niña me dirigía: «¡Que me cuelguen si hablo!», parecía decir.

Fue Flora quien, recorriéndome con la vista con un cándido asombro, habló primero. Parecía sorprendida de vernos con la cabeza descubierta.

—¿Dónde están sus sombreros?

—¿Dónde está el tuyo, querida? —le respondí inmediatamente.

Había recobrado su alegría habitual, y pareció aceptar aquello como una respuesta suficiente.

—¿Y Miles? —prosiguió.

Había algo en su aplomo que me sacó de quicio; aquellas dos palabras fueron como dos gotas de agua en la copa que durante semanas y semanas mi mano había mantenido en alto, llena hasta el borde, y que en ese momento, antes de hablar, sentí que se derramaba como un diluvio.

—Te lo diré si tú me dices… —me oí decir a mí misma.

—¿Qué quiere que le diga?

La expresión de angustia de la señora Grose me impresionó, pero era ya demasiado tarde para echarme atrás, así que pregunté, en el tono más amable que me fue posible adoptar:

—¿Dónde está la señorita Jessel, cariño?

XX

Lo mismo que en el cementerio con Miles, todo el asunto pendía sobre nuestras cabezas. En gran parte se debía al hecho de que ese nombre nunca había sido pronunciado entre nosotras, y la expresión del rostro de la niña al oírlo constituyó para mí una nueva revelación. En aquel momento, la señora Grose profirió un grito que fue como una barrera que quisiera oponer a mi violencia… el grito de una criatura herida, que en unos segundos fue coreado por un gemido de mi parte. Cogí el brazo de mi colega.

—¡Está allí! ¡Está allí! —exclamé.

La señorita Jessel se erguía ante nosotras en la orilla opuesta del estanque, exactamente igual que como se había presentado la vez anterior. Me acuerdo, extrañamente, de la primera sensación que esa segunda vez produjo en mí: fue un estremecimiento de alegría por tener al fin una prueba. Allí estaba, y eso me hacía sentir justificada; allí estaba, de modo que yo no era una institutriz cruel ni trastornada. Estaba allí, delante de la asustada señora Grose, pero principalmente para que la viera Flora; y ningún momento de aquella época monstruosa fue quizás tan extraordinario como ése en que conscientemente envié hacia ella, sí, hacia aquel pálido y rapaz demonio, un inarticulado mensaje lleno de agradecimiento.

Se mantenía erguida en el sitio donde mi compañera y yo acabábamos de estar, y en aquella aparición no había una sola pulgada en que no refulgiera la maldad. Aquella primera y vívida impresión duró unos segundos durante los cuales la señora Grose miró fija y vacuamente hacia el lugar que yo le señalaba, como una confirmación de que, por fin, también ella veía, mientras yo volvía los ojos precipitadamente hacia la niña. La actitud de Flora, al revelarme cómo la aparición le afectaba, me impresionó mucho más que si simplemente la hubiera visto agitada, ya que no esperaba, desde luego, que se traicionara a sí misma, pero tampoco esperaba ver que su delicado y sonrosado rostro no demostrara ninguna agitación; y ni siquiera fingía mirar en dirección al prodigio que yo acababa de anunciar, sino que, en cambio, me miraba a mí con una expresión de dureza y de gravedad, una expresión absolutamente nueva, sin precedentes, que parecía leer en mí, acusarme y juzgarme… La impresión que recibí convirtió a la pequeña niña en algo que podía acobardarme. Y me acobardé a pesar de que mi certidumbre de que veía lo mismo que yo, no había sido nunca mayor que en ese instante; y, en la inmediata necesidad de defenderme, traté, desesperadamente, de hacerla confesar.

—¡Ella está allí, desdichada! ¡Está allí, allí, allí; y tú la ves igual que me ves a mí!

Poco antes había dicho a la señora Grose que, en aquellas circunstancias, Flora no era una niña, sino una mujer adulta, una vieja, y aquella definición no podía quedar mejor confirmada que por la propia actitud de la niña, quien en ese momento me lanzó, sin ningún recato, una mirada de profunda, de cada vez más profunda reprobación. Yo estaba en ese instante terriblemente abrumada por su actitud, y simultáneamente me daba cuenta de que la señora Grose iba a darme otro formidable motivo de disgusto. En efecto, mi compañera, con la cara encendida y un tono de irritada protesta, me gritó:

—¡Todo esto es espantoso, señorita! ¿Dónde ha podido usted ver algo?

Sólo pude agarrarle de nuevo del brazo, ya que, mientras hablaba, la espantosa presencia continuó mostrándose impasible. La aparición había durado ya algo así como un minuto, y permaneció mientras yo seguía sujetando a mi colega e insistiendo al tiempo que se la señalaba con mi mano libre.

—¿No la ve usted como la vemos nosotras? ¿Quiere decir que no la ve ahora, ahora, ahora? ¡Es tan grande como una llamarada! ¡Mire ahora, buena mujer, mire…!

Ella miraba como yo, y al final profirió un profundo gruñido de negación, repulsa y compasion… una mezcla de piedad y alivio por haber sido eximida de aquella contemplación… el sentimiento —lo supe en aquel mismo momento— de que me hubiera respaldado de haber podido hacerlo. Debió de ser grande mi necesidad de tal apoyo, porque con la cruel comprobación de que los ojos de la señora Grose se mantenían desesperanzadamente incrédulos, sentí que mi situación se derrumbaba horriblemente. Sentí, vi a mi lívida predecesora confirmar, desde su posición, mi derrota, y fui consciente, sobre todas las cosas, de lo que a partir de ese momento debía esperar de la pequeña contienda con mi alumna. Contienda en la que la señora Grose intervino inmediata y violentamente, haciendo añicos, aunque ya sólo se sustentaba en mi propio sentimiento de desastre, un prodigioso triunfo personal.

—¡No está allí, tesoro; no hay nadie allí! ¡Y tú no has visto nunca nada, corazón…! ¿Cómo iba a poder estar allí la pobre señorita Jessel, cuando todos sabemos muy bien que está muerta y enterrada? Nosotras lo sabemos, ¿no es cierto, querida? Se trata de un error, de una broma… Y, ahora, ¡a regresar a casa lo más de prisa posible!

La pequeña respondió a esto consintiendo inmediatamente, y yo las vi de pronto unirse en muda oposición contra mí. Flora continuaba observándome con su pequeña máscara de reprobación, e incluso en aquel minuto rogué a Dios que me perdonara, por parecerme que, mientras se asía con fuerza del vestido de la señora Grose, su incomparable belleza infantil se desvanecía súbitamente. Ya lo he dicho antes: Flora se mostraba monstruosamente dura; se había vuelto una criatura vulgar, casi fea.

—No sé a qué se refiere. Yo no he visto a nadie. No he visto nada. ¡Nunca! Creo que es usted una mujer cruel. ¡No me gusta usted!

Tras aquel estallido, se apretó con más fuerza a la señora Grose y sepultó en su falda la horrible carita. En esta posición, exclamó furiosamente:

—¡Sáqueme de aquí! Por favor, ¡sáqueme de aquí! ¡Lléveme lejos de ella!

—¿De mí? —exclamé con un gemido.

—¡De usted… de usted! —gritó.

Hasta la propia señora Grose me miró con consternación; y yo volví de nuevo la cabeza hacia la figura que, en la orilla opuesta, sin un movimiento, tan rígidamente inmóvil como si captara nuestras voces, permanecía vívida allí para presenciar mi desastre. La desgraciada criatura se había expresado como si sus hirientes palabras procedieran de una fuente exterior, y, en consecuencia, no me quedaba otro recurso que aceptar la situación, por dolorosa que pudiera resultarme hacerlo. Sacudí tristemente la cabeza y me encaré con la niña.

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