13 cuentos de fantasmas (56 page)

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Authors: Henry James

Tags: #Terror

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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—También yo, y todos, me atrevería a decir. ¿Acaso no es ésta la moraleja, que vivimos de falsos supuestos? Surgen aquí con tanta facilidad… nada hay que los contradiga —el buen Hermano dirigió plácidamente la vista al frente: Dane pudo identificar la fase en que se encontraba—. Un clima no consiste en que no llueva nunca, ¿verdad?

—No, supongo que no. Pero en cierto modo la mitad del bien que aquí he encontrado se debe a la natural y magnifica ausencia de toda esa fricción en la que la cuestión del tiempo desempeña un papel primordial: se debe, creo yo, y en gran medida, al natural, magnífico y perpetuo baño de aire.

—Ah, sí: esto no es una ilusión; pero tal vez la sensación venga un poco de que respiramos un medio más vacío. ¡Hay tan pocas cosas en él! Cuando a la gente se la deja a sus anchas, de un modo u otro, es al aire a lo que se aficiona. A los espacios cerrados y atiborrados sólo se acostumbra uno por obligación. Yo también he sentido, creo que todos la hemos sentido, una grata impresión de estar en el sur.

—Pero imagíneselo usted —dijo Dane, riendo—, ¡en nuestras queridas islas Británicas, y estando tan cerca de Bradford! Su amigo estaba lo bastante dispuesto a imaginar.

—¿De Bradford? —preguntó, sin un ápice de perturbación—.

¿Cómo de cerca?

La alegría de Dane aumentó.

—¡Oh, qué más da!

Su amigo, sin un ápice de confusión, aceptó la respuesta.

—Hay cosas que descifrar: de otro modo sería aburrido. Y creo que se pueden descifrar.

—Eso es porque estamos bien dispuestos —dijo Dane.

—Precisamente: encontramos cosas buenas en todo.

Reanudaron el paseo, cosa que, por parte del buen Hermano, era el claro signo de un acuerdo sin objeciones.

—¿No es probable, de hecho, que sean muy simples? —inquirió al poco rato—. ¿No está en la simplificación el secreto?

—Sí, ¡pero aplicada con un tacto…!

—Eso es. Es todo tan perfecto que está abierto a tantas interpretaciones como cualquier otra gran obra: un poema de Goethe, un diálogo de Platón, una sinfonía de Beethoven.

—¿Quiere usted decir que lo que pasa es que se está callado —dijo Dane—, para que nosotros podamos darle un nombre?

—Sí, pero sólo un nombre cariñoso. Somos «huéspedes» de alguien… de algún delicioso anfitrión o anfitriona siempre invisible.

—Es Jauja… no cabe duda —asintió Dane.

—Sí… o una casa de reposo.

A esto Dane, sin embargo, tenía algo que decir.

—Ah, eso, me parece a mí, no lo expresa del todo bien. Usted no estaba enfermo, ¿verdad? Yo estoy muy seguro de que no lo estaba. ¡Tal como va el mundo, como estaba yo era demasiado «fenomenalmente bien»!

El buen Hermano recapacitó.

—Pero ¿y si no podíamos seguir estando a esa altura…?

—No podíamos dejar de estarlo..: ¡Ese era el problema!

—Comprendo, sí —el buen Hermano suspiró satisfecho; después, de buen humor, volvió a la carga—: ¡Es una especie de guardería!

—¡Siga usted así y acabará diciendo que somos niños de pecho!

—¿De una madre tierna, grande, invisible, que se ensancha en el espacio y que tiene el valle entero por regazo…?

—¿Y por seno —Dane completó la imagen— la noble prominencia de nuestra colina? Vale así; cualquier cosa vale mientras dé cuenta de la realidad esencial.

—¿Y cuál es para usted la realidad esencial?

—Bueno, pues que, como en los viejos tiempos, en los lagos de Suiza, estamos en pensión. El buen Hermano insistió amablemente en este punto.

—Me acuerdo… ya me acuerdo: ¡siete francos al día vino aparte! Pero, ay, esto cuesta más de siete francos.

—Sí, bastante más —tuvo que admitir Dane—. Quizá no sea especialmente barato.

—¿Pero diría que es especialmente caro? —inquirió su amigo un momento después.

George Dane tuvo que pensarlo.

—¿Cómo saberlo, después de todo? ¿Qué práctica tiene uno en hacer estimaciones de lo inestimable? Que sea especialmente barato no es la impresión dominante en todo lo que nos rodea; sin embargo, ¿no acabamos por pensar con toda naturalidad que algo hay que pagar cuando una cosa es tan increíblemente sana?

El buen Hermano, a su vez, reflexionó.

—Acabamos por pensar que tiene que valerlo…, que lo vale.

—¡Oh, sí, sí lo vale! —repitió Dane con impaciencia—. Si no lo valiera, no duraría. ¡Y desde luego tiene que durar! —declaró.

—¿Para que podamos volver?

—Sí… ¡imagínese lo que es saber que seremos capaces de hacerlo!

Al decir esto se detuvieron de nuevo, mirándose, meditándolo o en todo caso fingiendo hacerlo; porque lo que de verdad había en su mirada era terror a no acordarse del camino.

—Oh, cuando volvamos a quererlo, lo encontraremos —dijo el buen Hermano—. Si el sitio realmente lo vale, seguirá existiendo.

—Sí, he aquí su belleza; gracias a Dios que esta empresa no la ha movido sólo el amor.

—Sin duda, sin duda; y aun así, gracias a Dios que hay en ella también amor.

Seguían sin moverse, como si, bajo la suave y húmeda brisa, los hubiese encandilado el tamborileo de la lluvia y la forma en que el jardín la bebía. En un momento, no obstante, dio la impresión de que más bien estuvieran tratando de comunicarse un pequeño y sordo temor. Veían el furor creciente de la vida y la necesidad que se repetía, y se preguntaban en consecuencia si volver al frente cuando sonara, aguda, su hora iba a significar el fin del sueño. ¿Acaso era éste un umbral que sólo podía cruzarse, después de todo, en un único sentido? Tenían que volver al frente tarde o temprano, eso era cierto; a cada uno iba a llegarle la hora. La flor iba a ser recogida, la baza jugada: dentro de poco la arena del reloj se habría agotado.

Allí, en el lugar de la vida, había vida: con todo su ímpetu; la vaga inquietud de la necesidad de acción la había reconocido; volvían a conocer la agitación de aquella facultad remozada y reconsagrada. Los dos parecieron, así confrontados, cerrar los ojos en un instante de vértigo; luego recobraron la paz y la confianza del Hermano sonó con toda libertad:

—¡Oh, ya nos encontraremos!

—¿Aquí, dice usted?

—Sí… y diría que en el mundo también.

—Pero no lo sabremos, no nos reconoceremos —dijo Dane.

—¿En el mundo, quiere decir?

—Ni en el mundo ni aquí.

—Ni un poco… ¿ni siquiera un poco, piensa usted? Dane recapacitó.

—Bueno, tal como yo lo veo, me parece que lo mejor es que no nos separemos. Pero ya se verá.

Su amigo coincidió felizmente.

—Ya se verá —y, después de decir esto, el Hermano, a modo de despedida, le tendió la mano.

—¿Se va usted? —preguntó Dane.

—No, creí que el que se iba era usted

Fue extraño, pero en este momento la hora de Dane pareció sonar, su conciencia cristalizar. —Bien, sí, me voy. Ya lo he conseguido. ¿Usted se queda? —prosiguió.

—Un poco más.

Dane vaciló.

—¿No lo ha conseguido aún?

—No del todo… pero creo que estoy cerca.

—¡Muy bien! —Dane le estrechó la mano, con un último apretón, y en ese momento el sol volvió a brillar trémulamente entre la lluvia; las gotas, sin embargo, seguían cayendo y el tamborileo parecía más sonoro bajo la luz solar—. ¡Vaya! ¡Es delicioso!

Desde debajo del gran arco el Hermano alzó la mirada por un instante; luego se volvió de nuevo hacia su amigo. Esta vez exhaló el que fue su más largo y feliz suspiro.

—Oh, ¡está todo en orden!

Pero ¿cómo fue, habría de preguntarse Dane al cabo de un instante, que estrechase su mano tanto tiempo en el momento de la despedida? ¿Cómo fue, sino por un extraño fenómeno de cambio producido, sobre la marcha, en el rostro de su compañero… un cambio que le otorgaba una nueva pero creciente identidad, una identidad por encima de todo mucho más familiar, una identidad que no era hermosa, sino cada vez más marcada, más idéntica a la de su sirviente, a lo más conspicuo de ella, a la sede fisonómica de la conocida corrección de Brown? Sus ojos se acostumbraron paulatinamente a esta anomalía; no era su buen Hermano, era realmente Brown quien le tocaba la mano. Si sus ojos tuvieron que acostumbrarse fue porque habían estado cerrados y porque Brown parecía estar pensando que haría bien en despertarse. Tales y tan numerosas cosas captó Dane, pero el efecto de captarlas se tradujo en una recaída en las tinieblas, una recontracción de los párpados que se prolongó lo suficiente como para que Brown, pensándolo por segunda vez, apartara la mano y se retirase sigilosamente. De lo siguiente que tuvo conciencia Dane fue de su deseo de asegurarse de que Brown efectivamente se había retirado, y este deseo originó, en cierto modo, que las tinieblas se disiparan. Las tinieblas se desvanecieron del todo en cuanto distinguió frente a él la espalda de una persona trabajando en su escritorio. Reconoció una parte de una figura que en algún lugar había descrito a alguien: los hombros absortos del joven desafortunado que aquella negra mañana había venido a desayunar. Era extraño, pensó al fin, pero el joven aún seguía allí. ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Días, semanas, meses? Estaba exactamente en la misma posición en que lo había dejado. Todo —esto era aún más extraño— estaba exactamente en la misma posición: todo menos la luz de la ventana, que procedía de otra fuente y señalaba una hora distinta. Ahora no era después del desayuno; era después… en fin, ¿después de qué? Contuvo un grito: era después de todo. Y sin embargo —bastante literalmente— había un par de diferencias más. Una era que, si aún seguía en el sofá, ahora estaba tumbado; la otra era el tamborileo en los cristales, que le decía que la lluvia —la gran lluvia nocturna— había regresado. ¿Era la lluvia nocturna, la misma que había oído la última vez? ¿Sólo dos minutos antes? Porque ¿cuántos transcurrieron antes de que el joven de la mesa, enormemente ocupado, al parecer, encontrase un momento para darse la vuelta y mirarlo y, al ver que tenía los ojos abiertos, levantarse y acercarse?

—Ha dormido todo el día —le dijo.

—¿Todo el día?

—De las diez a las seis. Estaba usted extraordinariamente cansado. Al poco de dejarle solo, se ausentó.

Sí, así había sido; había estado «ausente»… ausente, ausente, ausente. Las piezas empezaban a encajar: en su ausencia el joven había estado presente. Quedaban aún, sin embargo, un par de cabos sueltos; Dane se tendió boca arriba.

—Está todo hecho —continuó el joven.

—¿Todo?

—Todo.

Dane intentaba comprenderlo en toda su dimensión, pero estaba azorado y apenas fue capaz de decir, débilmente y de un modo bastante indirecto:

—¡He sido tan feliz!

—Yo también —dijo el joven. Decididamente, ésa era la impresión que daba; y al verlo George Dane volvió a asombrarse y en su asombro lo vio en efecto como otro rostro completamente distinto, completamente, inexplicablemente, el rostro de otra persona. Todos ellos eran en cierto modo otras personas. Y mientras se preguntaba qué otra persona era, pues, el joven, su benefactor, conmovido de nuevo por su mirada suplicante, rompió en una nueva exclamación de entusiasmo—: ¡Está todo en orden! —lo cual respondía a la pregunta de Dane; la cara era la cara del buen Hermano que le miraba allí en el pórtico mientras los dos escuchaban el murmullo de la lluvia. Todo era extraño, pero era agradable y era claro, tan claro que las últimas palabras que habían llegado a sus oídos (las mismas en los dos frentes) tenían el efecto de parecer una sola voz. Dane se incorporó y echó una ojeada a su habitación, que parecía aligerada, distinta, dos veces más grande. Estaba todo en orden.

MAUD EVELYN

Maud Evelyn (1900)

A una alusión a una señora que yo no conocía, pero que era conocida por dos o tres de los que estaban conmigo, uno de éstos preguntó si sabíamos la extraña circunstancia que motivaba su «venida», el golpe de fortuna en el atardecer de la carrera de una persona tan oscura y solitaria. De momento, en nuestra ignorancia, quedamos reducidos a la simple envidia; pero la anciana Lady Emma, que desde hacía rato no decía nada y que aparecía para escuchar unas palabras de la conversación y se iba, que estaba sencillamente al margen de la charla, volvió de su ausencia mental para observar que si lo que le había sucedido a Lavinia era maravilloso, ciertamente, lo que había pasado antes, durante años, lo que había llevado a ello, era igualmente curioso y singular. Nos dimos cuenta de que Lady Emma disponía de una historia superior al somero conocimiento que cualquiera de sus oyentes pudiera tener de la apacible persona objeto de la conversación. Casi lo más extraño —como supimos después— era que aquella situación hubiera quedado sumergida tan en el fondo de la vida de Lavinia. Por «después» quiero decir, sencillamente, antes de separarnos, porque lo que se supo, se supo a continuación, por estímulo y presión, por nuestra insistencia. Lady Emma, que siempre me recordaba un instrumento musical, antiguo y de gran calidad, que hay que afinar antes de tocar, convino —tras hacerse rogar un rato— en que, dado que ya había dicho tanto, no había razón alguna para abstenerse de contarlo todo sin que su reserva fuera causa de tormento para nosotros, encendida ya nuestra curiosidad. Lady Emma había conocido a Lavinia, a la que mencionó siempre sólo por el nombre, hacía ya mucho tiempo; y había conocido también a… Pero lo que ella sabía debo contarlo como nos lo contó, en la medida en que esto sea posible. Nos habló desde un extremo del sofá, y el reflejo de las llamas de la chimenea en su rostro era como el resplandor de la memoria, un juego de fantasía, que emergía de su interior.

I

—Entonces, ¿por qué no lo aceptas? —le pregunté.

Creo que fue así, un día, cuando Lavinia tenía unos veinte años —antes de que algunos de ustedes hubieran nacido—, como empezó, para mí, el asunto. Le hice aquella pregunta porque sabía que había tenido una oportunidad, aunque no podía imaginarme el gran error que resultaría no haberla aprovechado. Me interesé porque me gustaban los dos —ya ven cómo aún hoy día me gustan los jóvenes— y porque, puesto que se habían conocido en mi casa, tenía que responder por el uno ante el otro. Me parece que debo empezar la historia desde muy atrás, diciendo que si la chica era la hija de mi primera institutriz —de hecho, la única—, con la cual me había mantenido en buenas relaciones y que al dejarme se había casado, yo diría que «bien» para una institutriz, Marmaduke (no es su verdadero nombre) era el hijo de uno de los hombres más inteligentes que habían querido —yo era encantadora entonces, se los aseguro— casarse conmigo, años antes, y ahora era viudo. No sé por qué, no me gustaban los viudos, pero aun después de casarme con otro hombre, tenía conciencia de una relación agradable con el muchacho del que pude ser madrastra y a quien, quizá por vanidad, le demostraba que tan buena hubiera sido como tal. Como no lo fue la mujer con quien su padre se casó después, lo cual indujo al muchacho a cultivar mis instintos maternales.

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