Miss Amy, así y todo, poblaba el silencio con conjeturadas visiones de los contactos secretos de su prima. Miss Susan, en verdad, no daba muestras, en ninguna ocasión con—creta, de nada fuera de lo normal; pero sin duda que eso era precisamente el resultado de la felicidad que había empezado a fortalecerla y sustentarla. Desde entonces los días y las noches transcurrieron sin llevarle felicidad de índole alguna a Amy Frush. Si no recibía emociones, sospechaba ella, era porque Susan las recibía todas; y —esto habría sido ridículo de no ser patético— pasó raudamente a abrazar la opinión de que Susan era una egoísta e incluso un ser ladino. La corrección siguió imperando entre ambas, pero la confianza se desvaneció, y vinieron a ocupar el lugar vacante ceremoniosidades y cautelas manifiestas. Miss Susan parecía perpleja pero conforme; lo cual hacía, desdichadamente, que se mantuvieran su apariencia de superioridad y la presunción de su duplicidad. Su actitud era de no alcanzársele qué mosca había picado a su amiga; pero un ojo suspicaz podía interpretarla como sorpresa ante el cuestionamiento de su monopolio. La inopinada firmeza de sus nervios era verdaderamente un portento; ¿era acaso la consecuencia, incluso aunque se tratara de una anciana achacosa, de emociones suficientemente repetidas? Miss Amy se aplicó a extraer abundantes conclusiones de la suposición de que, si la primera de tales emociones no aniquilaba y las siguientes no trastornaban, se podía seguir adelante con ellas tan agradablemente como… vaya, digamos, como con una relación personal inconfesa o como con un comercio epistolar secreto. La sorprendió esta comparación con que fue a dar, mas ¿qué era todo aquello sino una intriga amorosa como otra cualquiera? ¡Y nada menos que Susan llevando una intriga! Aquel relato de la larga noche de la pareja en dos butacas mantuvo en Amy —pues lo tenía siempre presente— la sensación de estar absolutamente en lo cierto. La situación implicada, ¿era solamente burda o era siniestramente grandiosa? Se le antojaba que ambas cosas; pero ése mismo era el caso de todas las situaciones semejantes que hubiesen considerado ellas alguna vez.
¿Sería ella capaz, en cualquier caso, de aguantar firme? Tales eran las preguntas que se hacía hasta quedar harta. Unos pocos buenos momentos para ella habrían pacificado el ambiente. Por fortuna habían de llegar.
Fue una mañana dominical de abril: un día pletórico del cambio de estación. Miss Amy estaba en el jardín poco antes de la hora de los oficios; ambas adoraban por igual, con sus aficiones jardineras y sus visiones contrapuestas y su fantástica panoplia de guantes viejos y desplantadores y escardas y tarjetitas taxonómicas atadas a palitos, aquel elemento de su heredad acerca del cual podían aún discrepar abiertamente y convenir no por diplomacia y que ahora, con su promesa vernal, derramaba belleza y frescor y luz y anchura, un gran sosiego benéfico, en las oscilantes balanzas de ambas. Amy estaba vestida para asistir a la iglesia; pero cuando Susan, que desde una ventana la había observado deambular, inclinarse, examinar y tocar, apareció en el umbral como signo de que ella también estaba ya preparada, su prima sintió apagársele repentinamente la intención.
—Gracias —dijo, llegándose hasta Miss Susan—; pero creo que, pensándolo bien, a pesar de estar arreglada no voy a ir. Así que, si no te importa, vete sin mí.
Miss Susan la escudriñó:
—¿No te encuentras bien?
—No demasiado. Me sentiré mejor (con esta mañana tan radiante) aquí.
—¿De veras estás enferma?
—Indispuesta; pero no tanto (aunque te lo agradezco) como para que te quedes aquí conmigo.
—Pero ¿te ha venido así por las buenas?
—No: ya había comenzado a sentirme no del todo bien cuando me estaba arreglando.
Pero no será nada.
—Y, a pesar de ello, ¿piensas quedarte aquí afuera?
Miss Amy tendió la mirada en derredor y dijo: —¡Eso depende!
Su amiga realizó una pausa lo bastante prolongada como para estar pensando si preguntarle de qué dependía, pero bruscamente, tras aquella indecisión, optó por girarse sobre sus talones, limitándose a exclamar por encima del hombro un «¡Al menos cuídate!», y por marcharse crujiendo, en su más almidonado estilo dominical, a sus asuntos. Miss Amy, ya a solas, que era claramente como deseaba estar, permaneció un poco más en el jardín, donde los dulces sones altaneros procedentes del campanario de la iglesia hacían, en cierto modo, aún más deleitoso el sentido de las cosas; pero a los diez minutos retornaba ya a la mansión. El sentido de las cosas no era deleitoso allí, porque a lo que se había llegado a parar era a que, como lo que pensaban la una de la otra no eran capaces de decirlo abiertamente, toda su comunicación era difícil e hipócrita. La culpa la tenía lo que pensaba Susan, respecto de lo cual ella era demasiado orgullosa y estaba demasiado dolida para decirle cuatro palabritas. Miss Amy, vagando, entró en el salón.
Ambas, luego de acabados los oficios, se sentaron frente a frente, como era su costumbre, a su tempranero almuerzo de los domingos; pero pocos comentarios se intercambiaron, exceptuando el de que Miss Amy se encontraba mejor, el de que era el clérigo asistente quien había predicado, el de que nadie más había estado ausente y el de que todo el mundo había preguntado por qué lo había estado Amy. Amy, al calor de esto último, satisfizo a todo el mundo mediante el procedimiento de encontrarse lo bastante bien para asistir por la tarde; ocasión durante la cual fue Miss Susan, por lo demás —y por razones aún menos diáfanas que las que obraran en su compañera por la mañana—, la que se quedó en casa. Su compañera volvió tarde, tras hacer algunas visitas después de los oficios, y se la halló en el salón, en el momento en que la luz del día empezaba a irse, sentada plácidamente y vestida de calle pero sin siquiera un libro de oraciones —la estancia contenía anaqueles enteros de tales lecturas— en la mano. Hasta tal punto ofrecía el aspecto de que un visitante acabara de dejarla, que Amy no tuvo más remedio que preguntarle:
—¿Ha venido alguien?
—No, por cierto; no he podido estar más sola.
Esto era asimismo ambiguo, y al instante suscitó en Miss Amy una convicción: una convicción que, al sentarse ella también y en un silencio prolongado, derivó a su vez en una resolución. Concluyó el crepúsculo de abril y seguían allí sentadas las compañeras, sin haber vuelto a despegar los labios. Pero, finalmente, Miss Amy dijo en un tono nada usual en ella:
—Esta mañana vino él, mientras estabas en la iglesia. Supongo que en realidad fue para verlo (aunque yo, naturalmente, no podía estar segura de que se me apareciera) por lo que sentí el impulso de quedarme. —Esta vez, debido a su satisfacción, hablaba como para obsequiar explicaciones.
Pero fue insólito cómo le salió al paso Miss Susan:
—¿Te quedas en casa por él? ¡Yo no! —Se rió abiertamente ante lo absurdo de tal suposición.
A Miss Amy, lógicamente, aquello le chocó y, al cabo de un instante, incluso la provocó:
—Entonces, ¿por qué te has quedado esta tarde?
—¡Oh, no ha sido por eso! —dijo Miss Susan con un ligero temblor. Puntualizó—: Yo me encontraba mal de verdad.
Ante esto su prima abordó la cuestión a las claras:
—Pero ¿ha estado contigo?
—¡Mi querida amiga —dijo Susan, asombrosamente impelida aun a su propio modo de ver—, está conmigo tan a menudo que si me saliera de quicio cada vez que lo veo…! —
—Pero, como si a través de la penumbra hubiera visto dibujarse algo en el semblante de su parienta, se interrumpió.
Amy, no obstante, habló con estudiada calma:
—En ese caso, ¿has dejado de salirte de quicio? ¡En cierta ocasión, no lo olvides, me diste un ejemplo de cómo sí te salías! —E intentó, por su parte, una carcajada.
—Oh, sí: eso fue al principio. Pero desde entonces lo he visto con tanta frecuencia.
¿Vas a decirme que tú no? —preguntó Susan. Y, como su compañera la mirara de hito en hito, añadió—: ¿De verdad que ha sido ésta la primera vez para ti… desde la última de la que hablamos?
Durante un instante, Miss Amy no dijo nada. Luego inquirió:
—¿De veras creías que yo…?
—…¿que tú a tu vez recibías, como mínimo, lo mismo que recibía yo? ¡¿Cómo iba a creer menos —espetó Miss Susan— cuando, si me permites decirlo, me has venido pareciendo remota y extraña?!
Amy vaciló. Y por fin dijo:
—¡Espero haber venido pareciéndote asimismo decente!
Pero éste fue un disparo que por fortuna, con la preocupación casi cómica que sentía su amiga por el simple hecho que estaban comentando, no llegó al blanco:
—¿Estabas tan sólo esperando algo que nunca venía?
Miss Amy se arreboló en la penumbra:
—Ha venido, como digo, hoy.
—¡Más vale tarde que nunca! —Y Miss Susan se levantó.
Amy Frush continuó sentada, mirándola:
—¿Es porque creías tener motivos de celos por lo que tú has venido mostrándote tan rara? La pobre Susan, ante aquello, casi dio un brinco:
—¿Celos?
Fue su tono —que nunca anteriormente se oyera en ella— lo que hizo que Amy Frush se pusiera en pie; conque durante unos instantes, en la estancia sin iluminar donde en honor a la primavera no habían encendido el fuego y así se había acumulado el fresco del atardecer, estuvieron incorporadas frente a frente como enemigas. Por fortuna, aquello llegó a durar lo suficiente para darle tiempo a una de ellas a encontrarlo súbitamente espantoso:
—Pero ¿por qué pelearnos ahora? —espetó Amy con un tono diferente.
Susan no estaba aún lo bastante alterada para no convenir con bastante rapidez:
—Es absolutamente lamentable.
—Ahora que estamos a la par —completó Amy.
—Sí… supongo que lo estamos. —Seguidamente, no obstante, como para atenuar un poco esta admisión, Susan efectuó una última desviación de la buena voluntad—: Se dice, ¿sabes?, que cuando dos mujeres se Pelean suele ser por un hombre.
Amy lo reconoció, pero asimismo introdujo una matización:
—¡En ese caso, debe primeramente existir uno! —Y ¿no lo calificarías a él…?
—¡No! —dejó sentado Amy, y se giró sobre sus talones mientras su compañera exteriorizaba una fútil sorpresa. Así quedó establecida su igualdad de privilegio, pero no está claro si el aire con que Amy indicó que era mejor dejar zanjada la cuestión no inclinó de su lado por un instante la balanza. Era consciente de ser la que, de las dos, más sabía de hombres.
La cuestión quedó zanjada de momento, acordando que, en adelante, ninguna esperaría de la otra confesiones ni información. Tratarían todos los acaecimientos como indignos de mención: un camino fácil de seguir desde el instante en que la sospecha de celos había sido, por ambas partes, resueltamente enterrada. Durante un mes o dos, guiaron sus vidas por el liso terreno de darlo todo por supuesto; al final de cuyo plazo, no obstante, y por mucho empeño que pusieran, aún no habían atinado con ningún asunto que —cuando se encontraban, como debían lógicamente encontrarse dos mujeres que vivían juntas— pudiera pretender con éxito ocupar el lugar vacante dejado por el asunto de Cuthbert Frush. La primavera se suavizó y ahondó, extendió sus brazos afables y derramó sus delicadas dádivas; la tierra se removió y el aire se agitó con emanaciones que eran como roces y voces del pasado; nuestras amigas arrimaron el hombro en su jardín y la nariz a los síntomas del mismo; abrieron sus ventanas a la dulzura climática y le siguieron la pista por los caminitos y junto a los setos; y, sin embargo, la planta de su conversación mutua no acertó a renovarse a la par que las otras. Desde luego no es que la suavidad no estuviera en el interior de ellas dos igual que afuera; cuando menos, habían sido limadas todas las asperezas; se sentían más satisfechas que nunca con el conjunto de su heredad, la cual, habiendo concluido el invierno, parecía obsequiar con un mayor número de sus viejos secretos, resonar, siquiera tenuemente, con un mayor número de sus viejos ecos, y crujir, aquí y acullá, con el agonizante latido de viejos dolores. La más profunda benignidad de la primavera de Marr radicaba precisamente en ser hasta tal punto un testimonio de ancianidad y reposo. Nunca pareciera el lugar haber vivido y perdurado tanto como cuando la gentil naturaleza, cual virgen bendiciendo a una anciana, posó ahora sus manos de rosa sobre su canosa cabeza. Entonces la nueva estación fue una luz encendida para alumbrar toda la dignidad de los años, aunque también todas las arrugas y cicatrices de los mismos. Las buenas mujeres que nos conciernen cambiaron, sea como fuere, con los días bonancibles, y por último sucedió que la nota de su animosidad no ya bajó de tono, sino que se transformó decididamente en música. Todo el aire de la estación contribuía tanto a la ternura, que en verdad parecía que en ocasiones se apiadaran la una de la otra. Por fin tenían algo en común: cada una lo encontraba en su propia consciencia; mas, por otra parte, era como si ambas esperaran, cada cual por su lado, a poder hablar seguras de no ofender. Por último, afortunadamente, la tensión cedió.
El viejo cementerio de Marr sigue siendo generoso; desde tiempos inmemoriales hace cuanto puede por poblar, con nombres y fechas y apologías, con las generaciones condensadas y entremezcladas, la elevada y vacía meseta que la vetusta y tullida iglesia mira, bajando la vista, por encima de la tapia baja. Sirve de cómoda vía pública, y el forastero se ve deteniéndose en él con un sentimiento de respeto y piedad por las grandes espaldas pétreas decapitadas y cubiertas de hiedra, pues ésa es la imagen que le da. Miss Susan y Miss Amy eran todavía lo bastante forasteras como para sentarse, una mañana de mayo, sobre la soleada lápida de una tumba antigua y tender la mirada en derredor, en una especie de paz anhelante. En estos últimos tiempos sus paseos eran todos sin rumbo, como si siempre pararan y dieran media vuelta, debido a una inconfesada falta de ganas, antes de lograr cierto objetivo. En cada salida ese objetivo se presentaba como idéntico para ambas, pero habían regresado demasiadas veces sin alcanzarlo. Extrañamente, esta mañana, ya de vuelta hacia su mansión y casi a la vista de la misma, se sentían más en presencia de él de lo que lo estuvieran jamás, y de veras parecieron acercarse a tocarlo cuando finalmente dijo Susan, con alguna vacilación y sin que viniera muy a cuento:
—Discúlpame, querida, si me siento inmensamente apenada por ti.
—Oh, ya sabía que así era —repuso Amy—. Lo había notado. Pero ¿qué bienes nos vienen con ello? —preguntó.