—¿Y dónde estaba usted? —preguntó el Hermano, divertido.
—Siempre ahí, en el sofá, apoyado en el almohadón y sintiendo una deliciosa calma. El era
yo.
—¿Y quién era usted? —continuó el Hermano.
—Nadie. Eso era lo gracioso.
—Eso es lo gracioso —dijo el Hermano, con un suspiro igual que suave música.
Dane repitió el suspiro como un eco, y, como ninguno de los dos dijo nada, siguieron uno al lado del otro, observando cómo el amplio y grato paisaje se oscurecía en tibia noche.
Al cabo de tres semanas —en la medida en que el tiempo era contable— Dane empezó a notar que había recuperado algo. Ese algo era lo que ellos jamás nombraban: en parte por no haber necesidad y en parte por no haber palabra; porque ¿cómo describirlo y abarcarlo todo? La única necesidad real era saberlo, verlo en silencio. Dane disponía a tal efecto de un signo práctico y particular, un signo que, de todos modos, había robado: «la visión y la facultad divinas». Sin duda era ésta una expresión aduladora para la idea que tenía de su genio; el genio era en cualquier caso lo que había corrido el peligro de perder y lo que finalmente había conservado gracias a un hilo que habría podido romperse en cualquier momento. El cambio consistía en que poco a poco su agarre se había vuelto más firme, tanto que tiraba y tiraba —cada día más— con una fuerza que comprobaba con placer que el hilo podía resistir. El lugar había trocado su mera dulzura de sueño; cada vez más era un mundo de razón y de orden, de concierto juicioso y visible. Ya no era extraño: era claridad limpia, triunfante. Dane no fomentaba, sin embargo, sino de un modo vago, la incógnita de su emplazamiento, pensando no estar lejos de la verdad si creía que, de no encontrarse en Kent, probablemente se encontraba en Hampshire. Pagaba por todo, pero esto… esto no era lo importante. El pago, no había tardado en darse cuenta, era efectivo; se realizaba mediante soberanos y chelines —iguales a los del mundo que había dejado, sólo que aquí el dispendio era más extático—, que él confiaba, en su habitación, a un recipiente fijo que uno de los discretos, borrosos agentes (sombras proyectadas sobre las horas como la marcha insonora del reloj de sol) vaciaba cuando él no estaba. La escena tenía muchísimas facetas que recordaban y semejaban a otras tantas, y una percepción complacida y resignada de tales cosas constituía el efecto tanto como la causa de su elegancia.
Dane extraía de su confuso pasado una docena de símiles vacilantes. El sacro y silencioso convento era uno de ellos; otro era la luminosa casa de campo. No era una afrenta compararlo con un hotel; una vez se permitió notar que recordaba a un club. Tales imágenes, no obstante, apenas eran una luz fugaz: una luz que apenas duraba sino para alumbrar las diferencias. Un hotel sin ruidos, un club sin periódicos: cuando sus ojos veían todo lo que era «sin», la visión se le abría de par en par. La única aproximación a una verdadera analogía estaba en sí mismo y en sus compañeros. Eran hermanos, huéspedes, socios: eran incluso, si se quería —y a ellos les traía sin cuidado lo que se les llamara—, «residentes internos». No eran ellos los que imponían las condiciones, sino las condiciones las que los imponían a ellos. Estas condiciones, por supuesto, se aceptaban con un aprecio, con un arrobo —sería mejor decir—, que procedía, como el aire mismo que las impregnaba y la fuerza que las sostenía, de su noble y tranquila confianza. Se combinaban para integrar la idea magnífica y simple de un refugio general: la imagen de un cálido abrazo, de un pródigo acomodo. ¿En qué consistía en realidad el efecto sino en la poetización, gracias a un gusto perfecto, de un modelo harto común? No es que se produjera cada día un milagro; en el gusto perfecto, con la ayuda del espacio, estaba el secreto. Por otra parte, pensaba Dane, por debajo y por encima de todo aquello lo que subsistía era una inspiración original, pero inveterada, sin agotar, una idea feliz nacida en el seno de un ser individual. De alguna parte, de alguna manera, había nacido —había tenido que empeñarse en nacer— la bendita concepción. El autor podía permanecer en la sombra porque esto formaba parte de la perfección: un servicio personal tan discreto y metódico que uno apenas lo sorprendía trabajando y que únicamente por sus resultados podía conocer. A pesar de ello esa inteligencia superior estaba en todas partes: todo estaba infaliblemente centrado en el núcleo de una conciencia. ¡Y qué conciencia había tenido que ser!, pensaba Dane. ¡Cuán parecida a la suya! Aquella inteligencia superior había sentido, había sufrido; luego, para todo el atribulado conjunto de inteligencias, la inteligencia superior había visto una oportunidad. De la creación así alcanzada sin embargo, uno jamás habría sabido decir si era el eco póstumo de lo antiguo o la nota más aguda de lo moderno.
Una y otra vez, entre las lejanas campanas y las suaves pisadas, en el frescor del claustro como en la tibieza del jardín, se enfrentaba Dane al deseo de no saber más y aun así al gusto de no saber menos. Formaba parte del gran estilo, de su alto vuelo, la ausencia, sobre todo, de referencias personales. Tales cosas pertenecían al mundo: a lo que él había abandonado; aquí no había vulgaridades de prestigio, clamor o fama. Lo realmente exquisito consistía en hallarse desprovisto de la complicación de una identidad, y su mayor aliciente, sin duda, era la firme seguridad, la franca confianza que uno podía tener en que el contrato iba a ser respetado. La inteligencia superior lo había tenido muy en cuenta: era importante que los beneficiarios tuvieran en todo momento la impresión de que la oferta estaba garantizada. De lo único que tenían que preocuparse era de pagar: la inteligencia superior sabía por lo que pagaban. No pasaba hora sin que Dane comprobase que nunca se le iba a cargar de más. ¡Oh, las aguas profundas, profundísimas, las finas gotas, el frescor de la tranquilidad…! He aquí, reiteradamente, como sometido a un tratamiento regulado, a una «cura» alemana sublimada, el gráfico nombre de su lujo. La vida interior había renacido, y era la vida interior, para la gente de su generación, víctimas de la locura moderna, pura extensión y movimiento maníacos, la que le estaba devolviendo la salud. El había dicho y escrito cosas acerca de la independencia, ¡pero con qué palabras frías y obtusas! Esta era la realidad en sí, sin palabras: ser dueño, sin haber tenido que competir, del largo, dulce, insulso día. Una fragancia de flores diseminada a través del espacio vacío, y la inalterada repetición de una comida exquisita y sencilla en un refectorio limpio y de techos altos, en donde el servicio, escueto e inaudible, era una conquista del arte. En su análisis, seguía sin haber otra explicación: toda la dulzura y toda la serenidad eran algo creado, calculado. El análisis, de todos modos, él lo efectuaba con la máxima libertad, recreándose positivamente en el residuo de misterio que erigía, en honor del gran agente en la sombra, el más sagrado altar del ídolo de un templo; había a tal efecto raras ocasiones, plácidas meditaciones, en el ancho claustro de paz o en algún recodo del jardín donde la brisa soplara suavemente, siempre que parecía, al pasar, suspenderse y prolongarse un determinado atisbo de belleza o un recordatorio de felicidad. Al principio, cuando se había apoderado de él la emoción pura del cambio, no había hecho distinciones: se había dejado sumergir, sencillamente, como he dicho, en las silenciosas profundidades. Después, lentas, pausadas, habían llegado las fases de inteligencia y comprensión, más marcadas y más provechosas tal vez después de aquella larga conversación al atardecer con su cordial compañero; estas fases, al parecer, cerraban el proceso poniendo la llave en su mano. Una llave, de oro puro, que no era más que la lista de lo anulado. Sin prisas, leía dichoso en la riqueza global de su bienestar todas las particulares ausencias que la componían. Una a una tocaba, así como eran, todas aquellas cosas sin las que era tal éxtasis estar.
El paraíso de su propia habitación era el mayor deudor de tales cosas: un aposento grande y hermoso, de forma cuadrada, todo embellecido de omisiones, desde cuya altura veía un largo valle hasta un remoto horizonte, y donde la memoria le traía, vaga y placenteramente, recuerdos de alguna antigua pintura italiana, un Carpaccio o alguno de los primeros toscanos, la representación de un mundo sin periódicos ni cartas, sin telegramas ni fotografías, sin el terrible, fatal, demasiado. Allí, dichoso él, podía leer y escribir; allí, por encima de todo, podía no hacer nada: podía vivir. Y gozaba de libertades de toda clase: había siempre una para cada ocasión en particular. Podía traerse un libro de la biblioteca, podía traerse dos, podía traerse tres. Por algún motivo —el encanto del lugar producía este efecto—nunca quería traerse más. La biblioteca era una bendición: de techos altos, sencilla y despejada como todo lo demás, pero con algo, en la anchura de su arcada, inequívoco, magnífico, alegre. Nunca iba a olvidar, estaba convencido, el pálpito de su percepción inmediata cuando puso en ella los pies por primera vez; un solo vistazo le bastó para entender que iba a concederle lo que había deseado durante años. Nunca había tenido la libertad de hacerlo, pero allí sí la tenía: la sensación de un gran cuenco de plata en el que las horas fundidas podían tomarse a cucharadas. Vagó de una pared a otra, deleitándose demasiado en su aprecio de la situación como para sentarse en algún momento o elegir; reconociendo, sin más, todos aquellos viejos y queridos libros que había tenido que aplazar o que nunca había podido releer; todas las voces profundas, inconfundibles, de otras épocas que en la barahúnda del mundo había tenido que desoír o que dar por perdidas. Por supuesto no tardó en volver, volvía cada día, disfrutó allí, de entre todos los singulares y extraños momentos, de los que más rápido se consumían y a la vez más se retenían: momentos en los que cada percepción valía por dos y cada acto del entendimiento era el abrazo de un amante. Fue el recinto que tal vez, con el curso de los días, hubo de llegar a gustarle más; aunque de hecho lo único que compartía con el resto del lugar, con cada rincón sobre el que pudiera eventualmente posar sus ojos, era el poder de recordarle el esmero maestro de todo el conjunto.
Había momentos en que levantaba la vista del libro para perderse en la pura tonalidad del conjunto que nunca dejaba de representarse en cada instante y en cada rincón. El conjunto nunca dejaba de estar presente, a pesar de estar compuesto de cosas tan comunes. Estaba en la forma en que, en un largo receso, una ventana abierta dejaba entrar la grata mañana; en la forma en que la sequedad del aire espoleaba en el tenue frescor la culpa de antiguas ataduras; en la forma en que una mesa desocupada y una silla vacía mostraban un volumen recién abandonado; en la forma en que un feliz Hermano —tan libre como su yo y mostrando su inocente espalda— se demoraba frente a una estantería haciendo sonar un pausado pasar de páginas. Formaba parte de la impresión general el que, por alguna ley extraordinaria, la visión de uno pareciera provenir menos de los hechos que los hechos de la visión de uno: que los elementos se determinaran instantáneamente por la necesidad del instante o por solidaridad con él. Esta reflexión resultaba tanto más obligada por el grado que Dane alcanzaba, al cabo de un rato, en su conciencia de estar acompañado. Después de la charla en el banco con el buen Hermano había habido otros buenos Hermanos en otros sitios: en el claustro o en el jardín siempre había una figura que se detenía si él se detenía y con la que un saludo representaba, con la mayor naturalidad, un signo de la amenidad y de la ignorancia santificante. Porque siempre, siempre, en todos y cada uno de los tropiezos, había el descanso de un feliz espacio en blanco. Se repitió su experiencia de la primera vez: el amigo era siempre distinto y sin embargo —esto era divertido, no un engorro—sugería al mismo tiempo la posibilidad de ser uno de antes pero alterado. Esto era simplemente delicioso: tan positivamente delicioso en las condiciones actuales como habría podido ser todo lo contrario en las condiciones derogadas. Estas otras, las derogadas, acabaron por volver a Dane, pero con tal facilidad que fue capaz de calibrar con exactitud cada diferencia; y a pesar de lo que se había visto finalmente obligado a odiar de ellas, en su regreso no hubo terror gracias a una circunstancia que se había producido. Lo que se había producido era que, entre tranquilos paseos y charlas, el insondable hechizo había funcionado, y él había recobrado su alma. A estas alturas su mano aligerada había tirado ya del hilo en toda su larga extensión, y en el extremo había aparecido, colgando con toda naturalidad, esa certeza. Esto era exactamente, tal como iban las cosas, lo que había pensado que tenía que decir a un camarada con el que se encontró paseando una tarde en el claustro.
—Oh, llega… llega por sí mismo, ¿no es así, gracias a Dios? ¡Por el simple hecho de encontrar tiempo y espacio!
Posiblemente el camarada era un novicio o se hallaba en una fase distinta a la suya; se detectó en todo caso cierta envidia en el asentimiento que revelaba su rostro fatigado y aun así rejuvenecido.
—¿Así que a usted le ha llegado? ¿Ha conseguido lo que quería?
Estos eran los chismes y comunicaciones que podían escucharse aquí y allá. Hacía años, Dane se había sometido a un tratamiento de tres meses de hidroterapia, y había, en esta escena, un gracioso eco de las sempiternas preguntas de una cura de aguas, las preguntas que se hacían buscando periódicamente los «efectos»: la enfermedad, los progresos de cada uno, la reacción de la piel y el estado del apetito. Ahora había un sitio para esos recuerdos: para todas las referencias familiares, todas las fáciles actividades del pensamiento; y entre ellas, dando vueltas y más vueltas, fraternizaron del todo nuestros amigos, hasta que, parándose de pronto, con la mano en el brazo de su compañero, Dane estalló en la más feliz carcajada que hasta entonces se había oído proferir.
—Vaya, ¡está lloviendo! —y se quedó contemplando cómo se esparcían las gotas de agua y brillaban las hojas mojadas. Era uno de esos chaparrones de verano que arrancan de la tierra dulces olores.
—Pues sí… ¿por qué no? —preguntó su compañero.
—Bueno… es que tiene tanto encanto… Es tan exactamente como debe ser.
—Pero si todo lo es. ¿No es ésta la razón, precisamente, de que estemos aquí?
—Ni más ni menos —dijo Dane—; sólo que yo he estado alimentando la falsa suposición de que de un modo u otro teníamos un clima propio.