23-F, El Rey y su secreto (8 page)

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Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

BOOK: 23-F, El Rey y su secreto
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Dos semanas después, domingo 1de febrero, Milans había vuelto a convocar en la casa de su ayudante al mismo grupo (salvo al general Torres Rojas, porque su presencia ya no tenía sentido) para paralizar indefinidamente la puesta en marcha de la operación. El hecho significativo y trascendental, para Milans, era que entre la primera y la segunda reunión se había producido inesperadamente la dimisión del presidente Suárez y el general Alfonso Armada iba a ser nombrado de forma inminente segundo jefe del Ejército. Con ello, entendía que se irían facilitando en cadena los cambios gubernamentales y militares previstos en la «operación Armada», que eran los deseados por el rey, y que contaban con el consenso y apoyo de los líderes de las principales fuerzas políticas.

Pero al general Milans le habían pasado inadvertidos, o desconocía, dos hechos fundamentales: que agentes operativos del CESID bajo las órdenes de Cortina, habían controlado las dos reuniones, incluso habían hecho fotos de los asistentes a las mismas (generales Iniesta Cano, Torres Rojas, Alvarado Largo y Dueñas Gavilán; tenientes coroneles Mas Oliver y Tejero Molina, y de forma breve en la primera reunión, García Carrés, además del general Milans) y tenían la transcripción de lo conversado; y que desde la primera semana de febrero, el CESID se había hecho con el control, el plan de ejecución y la puesta en marcha de la Operación De Gaulle, la «operación Armada».

De ahí que, tanto Milans del Bosch como su ayudante y jefe de Estado Mayor, se quedaran completamente sorprendidos cuando el propio Tejero les informó, a escasas 72 horas del asalto al Congreso, de que había recibido instrucciones de Cortina de llevar a cabo dicho asalto el lunes 23 de febrero por la tarde: «aquí hay un comandante que empuja», diría Tejero. Milans no confirmaría esos hechos hasta la conversación que mantuvo con Armada a primera hora de la tarde del sábado 21 de febrero. «Bueno, pues entonces suerte, vista y al toro», le diría a Alfonso Armada al concluir su conversación. Y que remacharía ante el coronel Ibáñez Inglés y su ayudante Pedro Mas, con la frase: «Yo no me vuelvo atrás. Yo no dejo a un compañero en la estacada.»

En el juicio de Campamento, y durante varios años, Armada negó sistemáticamente el contenido de esas conversaciones con Milans, e incluso que hubieran existido, al tiempo que, desde la dirección del CESID, empeñada en proteger a Armada, se difundió la especie de que el interlocutor de Milans no fue Alfonso Armada sino alguien que se hizo pasar por él, y que simuló su voz en ambas conversaciones. La misma intoxicación se difundiría para negar que Armada fuera en realidad la persona con la que se había entrevistado Tejero a última hora de la tarde del sábado 21 de febrero en un despacho de la calle Pintor Juan Gris 5, que Cortina utilizaba habitualmente para sus encuentros y reuniones más discretas. Pero con el paso del tiempo, tan firme negativa se iría matizando, hasta reconocer que sí había sido él quien habló por teléfono con Milans en las dos ocasiones señaladas, como así me afirmaría personalmente a lo largo de nuestras múltiples conversaciones, y ratificaría en su testimonio al historiador José Manuel Cuenca Toribio: «Voy a admitir que hablé con Milans el domingo 22». Al igual que durante nuestras entrevistas me llegaría a decir que «bueno, si me hubiera entrevistado con Tejero, eso tampoco querría decir nada». Lo que a Cuenca Toribio le diría con un ecléctico galleguismo: «yo lo que ahora no voy a hacer es negarlo ni afirmarlo».
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Milans del Bosch, que como ha quedado apuntado había paralizado indefinidamente todo el operativo el domingo 1 de febrero, le había dicho a Armada que él se encargaría de avisar a Torres Rojas, gobernador militar en La Coruña, para que estuviera en Madrid el lunes 23. Su presencia sería un estímulo para la movilización de la División Acorazada y, llegado el caso, podría hacerse con el mando de la misma si Juste, su jefe, se volvía demasiado pusilánime o reticente. Torres Rojas había mandado la Acorazada hasta su abrupto cese a finales de enero de 1980, tras hacerse públicos unos rumores absolutamente infundados de que estaba preparando un golpe de Estado junto con la Brigada Paracaidista. Durante el tiempo que tuvo bajo su mando a la división, poco más de seis meses, Torres Rojas se había ganado el respeto y el aprecio de todos los jefes, oficiales y tropa de la división. Por su firmeza en el mando y su campechanía, le habían distinguido cariñosamente con el sobrenombre de «el general-soldado».

A fin de activar todos los detalles de la operación, Milans del Bosch llamó a Valencia a su antiguo subordinado Pardo Zancada, a quien tenía en gran estima por su integridad y dotes de mando. Pardo se puso en camino el domingo 22 por la mañana, comunicando antes el motivo de su viaje a su jefe directo el coronel San Martín, jefe de Estado Mayor de la Acorazada. En capitanía, Milans puso en conocimiento de Pardo lo que al día siguiente tendría lugar en Madrid: la toma del Congreso por fuerzas de la Guardia Civil al mando de Tejero, y lo que inmediatamente después él haría en su región militar. Acto seguido, le dijo que, con el objeto de reforzar dichas acciones, la División Acorazada tendría que tomar posiciones en una serie de lugares estratégicos de la capital, hasta que Armada se presentara en el Parlamento para presidir un gobierno de coalición nacional. Milans, además, quiso que Pardo estuviera presente en la conversación telefónica que a primera hora de la tarde iba a mantener con Armada. Pardo escuchó la conversación entre ambos generales y lo que Milans repetía de lo que le estaba diciendo Armada. A su llegada a Madrid, ya de madrugada, Pardo informó a San Martín de lo que Milans le había dicho, y de la conversación que éste había mantenido con Armada.

Resulta cuando menos sorprendente la atonía y la más que irregular conducta de Juste cuando, tras regresar precipitadamente a la división, asistió, como si se tratara de un invitado o de un espectador pasivo, a la exposición que el comandante Pardo hizo, ante todos los mandos y jefes de la división, de lo que iba a suceder en el Congreso y en Valencia en un par de horas. Y muy especialmente, ante la misión y los objetivos que debían alcanzar paralelamente diversas unidades de la división en Madrid. Juste era el comandante en jefe de la División Acorazada y no sólo no puso impedimento alguno cuando su Estado Mayor y el resto de jefes decidieron sacar las tropas a la calle (que, como ya hemos señalado, estaban acuarteladas horas antes del asalto de Tejero al Congreso por la orden de capitanía de que ese día no se tocara paseo de tropa), sino que dichas misiones se llevaron a cabo bajo sus órdenes.

A Juste nadie le presionó ni supuso amenaza alguna —como después se vería— la presencia de Torres Rojas. Tan sólo hizo un tímido intento de descolgar el teléfono para hablar con el capitán general de Madrid, Guillermo Quintana Lacaci, su jefe directo en la cadena de mando. Intento del que desistió cuando San Martín le indicó que eso no sería conveniente en ese momento, al no estar Quintana al tanto de los acontecimientos. Juste se limitaría a dejar el teléfono, recostarse en su sillón y mirar a todos detenidamente para decir: «Bueno, pues adelante».

Con dicha orden, el Estado Mayor de la división se dispuso para poner en marcha la
Operación Diana
rectificada, mientras los mandos y jefes salían para ponerse al frente de sus respectivas unidades. Sin embargo, y sería otra anomalía más en el proceder de Juste, sí que hablaría con Milans para preguntarle lo que había que hacer, cuando el general Milans no era su jefe directo. «Yo sé lo que tengo que hacer aquí, y lo estoy haciendo. Tú sabrás lo que debes hacer ahí», le diría Milans. Y si es cierto que pasadas las siete de la tarde se puso en contacto con Zarzuela y habló con el secretario general de la Casa del Rey, Sabino Fernández Campo, fue exclusivamente con el fin de confirmar que Armada se encontraba en palacio junto al rey. Y nada más. Todo ello supuso una serie de anomalías en el proceder de Juste. Como también sería anómalo el proceder del secretario del rey al telefonear directamente al jefe de la Acorazada, puenteando al menos a dos de sus jefes directos en la cadena de mando; el capitán general de Madrid y el jefe del ejército. Pero los detalles de la conversación Sabino-Juste con el famoso «ni está ni se le espera», en referencia a Armada y «ah, entonces eso cambia las cosas», los analizaré más detenidamente en el siguiente capítulo.

En otros dos escenarios del exterior, sus responsables se mantenían igualmente a la espera del desarrollo de los acontecimientos según lo previsto. En el primero de ellos, el embajador norteamericano, Todman, estaba en contacto directo con Zarzuela, con Cortina, con el Departamento de Estado y el Pentágono, y con los mandos de las bases de utilización conjunta en España. Días atrás, Todman había comunicado al secretario de Estado, general Alexander Haig, y al Pentágono, la operación que se iba a llevar a cabo en España, recibiendo instrucciones de apoyarla y de mantenerse muy atento e informar al momento del desarrollo de los acontecimientos. Las diferentes redes de espionaje e información norteamericanas que había en España se mantuvieron también muy activas y alerta los días previos. Cuatro días antes del 23 de febrero, todo el personal de inteligencia, técnico y militar de las bases de utilización conjunta de Morón, Rota, Torrejón y Zaragoza, se pusieron en estado de alerta.

Todman había pedido un avión espía Awacs, que el 23-F estuvo listo en una base de Lisboa controlando las comunicaciones militares y gubernamentales. A primeras horas de la mañana del 23-F, el sistema de control aéreo norteamericano (Strategic Air Command), con sede central en la base de Torrejón, anuló el Control de Emisiones Radioeléctricas españolas (CONEMRAD). Buques de la VI Flota que operaban en el Mediterráneo, se situaron a pocas millas de la costa valenciana. Y los hijos del personal militar destinados en las bases no fueron al colegio el 23 de febrero, al igual que otros muchos de los diplomáticos de la legación norteamericana de Madrid. Con tales antecedentes, no debería resultar nada extraño que la primera declaración del general Alexander Haig sobre el golpe que se estaba desarrollando en España, fuese que ése era «un asunto interno de España».

En el segundo de los escenarios exteriores, el nuncio Innocenti había informado de la operación a la Secretaría de Estado Vaticana, recibiendo la instrucción de mantenerse atento para apoyarla en cuanto se resolviese. El 23 de febrero, la jerarquía eclesiástica estaba reunida en plenario, alerta y expectante, en la casa de ejercicios del Pinar de Chamartín, para designar a su nuevo presidente, en sustitución del cardenal Vicente Enrique y Tarancón. Uno de los presentes, cualificadísimo miembro de la cúpula de la Iglesia, comentaría a los demás que «hoy es un día para estar atentos a la radio, pues es posible que se produzcan importantes acontecimientos». Ello era una consecuencia lógica de la buena sincronía concretada unos días atrás con el nuncio monseñor Innocenti y con varios prelados a quienes se les había anunciado la operación.

Tiempo después, un periodista veterano y de reconocida solvencia, Abel Hernández, especializado en asuntos de la Iglesia, afirmaría de forma expresiva que «No puede descartarse, según opinión recogida en medios eclesiásticos, que en la noche dramática del 23-F, por alguno de estos “cauces subterráneos” llegara a Roma alguna petición de apoyo para el golpe de estado de Milans y Tejero». Los obispos elegirían al día siguiente, 24 de febrero, nuevo presidente de la Conferencia Episcopal al arzobispo de Oviedo, Gabino Díaz Merchán, e intentarían corregir su tibia reacción inicial, emitiendo un comunicado de afirmación democrática mucho más contundente sobre los sucesos del día

23. Inicialmente, el más que prudente silencio eclesial se debió a que en el recinto de la reunión «tan sólo se disponía de un teléfono». Sin duda alguna, tan «magnífica» excusa sería digna de figurar en los mármoles.

Pero más polémico aún que el intento de justificar la reacción de los obispos, fue sin duda alguna la rectificación del departamento de Estado norteamericano con la célebre frase del general Alexander Haig de que lo que estaba pasando en Madrid era «un asunto interno de España». Por eso no sorprende en absoluto, aunque debiera, que dentro de esos silencios ocultos de Armada, extraídos a veces con forceps, veinte años después del 23-F dijera que «los americanos lo sabían, seguro», y que «pudo haber alguna sugerencia a los obispos».

Al día siguiente del 23-F, la diplomacia norteamericana haría pública una nota oficial del tenor siguiente:

En la prensa española y norteamericana han aparecido recientemente comentarios en los que se ha imputado a los Estados Unidos en general, y en particular al secretario de Estado, Alexander Haig, una actitud tibia de apoyo a la democracia española. Es necesario puntualizar nuestra posición en esta materia y sus antecedentes. Los Estados Unidos y el secretario Haig han apoyado fuertemente la democracia española durante los últimos cinco años de todas las formas posibles, y continuarán haciéndolo. Quien ponga en duda el apoyo de los Estados Unidos a la democracia española está mal informado. En ningún momento ha decaído este apoyo. Durante la noche en que se produjo el golpe de Estado, del 23 al 24 de febrero, nunca tuvimos la menor duda de que la democracia prevalecería en España. Cualquier afirmación de que el Gobierno de los Estados Unidos haya esperado el desenlace del golpe de Estado para mostrar su apoyo a la democracia española constituye una tergiversación grave y maliciosa.

Efectivamente, dicho comunicado oficial tenía un calado profundo y centraba plenamente el asunto. Era indudable que Washington había estado siempre y en todo momento dispuesto a defender y apoyar a la democracia española y su desarrollo, hasta el grado de ser tajante y firme al afirmar que «nunca tuvimos la menor duda de que la democracia prevalecería en España». El departamento de Estado sabía bien de qué hablaba. También respecto del 23-F. Aquella operación se puso en marcha para que, precisamente, la «democracia prevaleciera en España».

Tal y como estaba dispuesto tras la entrada de Tejero en el Congreso, en el palacio de Santo Domingo, sede de la Capitanía General de Valencia, Milans del Bosch decretó el estado de excepción en su región una vez superado el sobresalto de los disparos que fueron recibidos con la expresión: «¿Qué es eso?, esto no es lo que estaba previsto». Milans publicó su bando ante los acontecimientos que se estaban sucediendo en la capital de España y el consiguiente vacío de poder. Hasta que se recibiesen instrucciones del rey, quedaban prohibidas las huelgas, las actividades públicas y privadas de todos los partidos políticos, se establecía el toque de queda entre las nueve de la noche y las siete de la mañana, los cuerpos de seguridad del Estado pasaban a estar bajo la autoridad militar, y el capitán general asumía el poder judicial, administrativo, autonómico, provincial y municipal. Todas las emisoras de radio deberían dar lectura al citado bando cada media hora.

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