Pero, para los instigadores en el CESID de la «Operación De Gaulle», esta vía no resultaba convincente y rápidamente quedó desechada. El asunto no era tanto la formación del gobierno de concentración ni la figura del general Armada, sobre lo que ya había pleno consenso, sino que la implantación de tal gobierno excepcional debía venir a través de una seria advertencia militar, de un amago, que hiciera reconsiderar a la totalidad de la clase política su frívola actuación, como así se valoraba, y que especialmente enseñara los dientes a las apetencias sin freno de los partidos nacionalistas, que ya se habían montado en el caballo de la secesión. Además, había que corregir el camino andado de las autonomías modificando ese título en la Constitución y dar una dura respuesta al atroz terrorismo de ETA. En suma, reforzar el Estado y la corona.
Y para que todo eso se llevara a cabo sin cortapisas ni zancadillas políticas, se debía hacer con la aceptación voluntaria, sin reservas ni recelos de los políticos, ni de los sectores institucionales más fuertes, ni de la sociedad, ni de los medios de comunicación. Con la colaboración y la aceptación por todos de un gobierno que actuaría con poderes especiales y sin control formal del Parlamento durante dos años. Aquél era el tiempo que restaba de legislatura. Luego, tras el trabajo hecho, se convocarían nuevas elecciones que, previsiblemente, darían el triunfo absoluto al Partido Socialista. Pero con una nueva oposición de centro derecha reestructurada bajo los populares y la dirección de Manuel Fraga. Para todo eso era para lo que se había decidido aplicar la «Operación De Gaulle»; de ahí, que una vez que Adolfo Suárez presentara su dimisión, a finales del mes de enero de 1981, su puesta en marcha no se retrasó ni se improvisó, sino que se aceleró.
Una vez encajadas todas las piezas de la puesta en marcha de la operación, a la dirección del CESID y a quienes estaban en el secreto de la trama, les faltaba aún el apoyo exterior, elemento imprescindible con el que había que contar, para que el gobierno formado tras el amago militar fuera aceptado internacionalmente, y la operación triunfara en todos los sentidos. Para ello se puso en antecedentes a las cancillerías de los Estados Unidos y del Vaticano, eje diplomático sobre el que basculaba la política exterior de España desde los tiempos del franquismo. El rey tuvo conocimiento de estas discretas gestiones por el general Armada y el comandante José Luis Cortina. Éste, siempre muy activo, se reuniría no sólo con su homólogo de la CIA en España, Ronald Edward Estes, y con otros espías «volantes», sino también con el embajador norteamericano en Madrid, Terence Todman, y con el nuncio del Vaticano, monseñor Innocenti. Y el general Armada también se entrevistaría a mediados de febrero de 1981 con el embajador Todman y con el nuncio Innocenti para explicarles el sentido y alcance de la operación, y garantizarles que la misma se hacía con el conocimiento del rey.
No hay un dato preciso para poder afirmar que el rey, por su parte, utilizara para este mismo cometido a su embajador volante Manolo Prado y Colón de Carvajal. Pero dados los antecedentes de sus gestiones discretas anteriores, y la tutela que Estados Unidos había ejercido sobre el monarca siendo príncipe, y en los primeros años de la transición, es algo no descartable que veremos con más detalle en el capítulo VI. El envite que tanto la corona como España se jugaban era muy fuerte. En todo caso, a ambos —Estados Unidos y Vaticano— se les aseguró que la acción pretendía una salida institucional necesaria si no se quería correr el riesgo de meter al país en el laberinto del pasado. Dicha acción no sería traumática ni cruenta, y era para salvar el sistema, la democracia, reforzar la monarquía y fortalecer el régimen de libertades. En tal solución participaban y estaban de acuerdo diversos líderes de los partidos políticos más importantes para formar un gobierno de salvación nacional que presidiría el general Armada, y que contaría con el pleno apoyo del ejército, que era un defensor a ultranza de la corona, evitándose así el riesgo de un hipotético golpe de involución.
Los nuevos vientos, que llegaban tanto de Washington como de Roma, se mostraron propicios. El presidente Ronald Reagan era firme partidario de poner fin a la época de distensión de Carter y de endurecer la guerra fría frente a la Unión Soviética, reforzando las áreas de la influencia norteamericana en el cercano y medio oriente, y principalmente en el Mediterráneo. Para ello, resultaba vital que España se integrara en la OTAN, a lo que Suárez había ido dando largas, jugando a un tercermundismo que desagradaba a los norteamericanos. Para éstos, el ingreso de España en la Alianza Atlántica era un elemento determinante en el diseño de la seguridad estratégica de los aliados en el sur de Europa. Esto era así ya con la administración demócrata de Carter, y se acentuó aún más con la republicana de Reagan.
Ya desde antes de su coronación, el rey Juan Carlos había buscado la tutela norteamericana para dar los primeros pasos desde el régimen autoritario hacia el democrático. Ante cualquier cambio fundamental en la política interna, el rey esperaba siempre contar con el apoyo de los Estados Unidos. Así lo hizo cuando se propuso cesar a Arias y nombrar a Suárez. Semanas antes de tomar esa decisión, el rey Juan Carlos viajó a Norteamérica para consultarlo con Ford y Kissinger, y regresar con su aceptación, pese a que el cese de Arias no era del total agrado del secretario de Estado Kissinger. También la elección de Juan Pablo II como nuevo papa facilitaría las cosas para una buena comprensión del Vaticano, lo que se confirmaría con la llegada del nuevo nuncio, monseñor Innocenti. A lo que habría que sumar la agria ruptura del pacto entre la jerarquía eclesiástica y Suárez por el proyecto de Ley de Divorcio.
La inesperada dimisión de Suárez precipitaría la «Operación De Gaulle». Ésta estaba prevista para el mes de marzo, cuando «florecen los almendros» (tendremos tiempo más delante de hablar sobre el enigma del colectivo
Almendros
). La aplicación de esta operación no podía ser un calco fiel de la que se desarrolló en Francia en 1958 para evitar el riesgo de guerra civil a causa de Argelia. Aquí faltaba el elemento objetivo que justificara la acción. Ni había riesgo de confrontación social, pese a la difícil situación de paro y de crisis económica, ni el brutal terrorismo de ETA ni el proceso pseudo revolucionario que se trataba de impulsar en el País Vasco, eran causas suficientes. De ahí que los estrategas del CESID tuvieran que inventarse artificialmente un Supuesto Anticonstitucional Máximo (SAM), un golpe de mano provocado por los mismos actores que inmediatamente después ofrecerían una salida a la ilegalidad cometida, con la oferta de formar un gobierno «constitucional», que corrigiese el atropello perpetrado, reconduciendo nuevamente la situación hacia la normalidad democrática.
¡Y qué mayor violación de la legalidad constitucional que el asalto y secuestro del gobierno y de todo un parlamento! Y aquí un breve inciso. Si se hubiera querido hacer de otra forma, el momento adecuado y óptimo de proponer el gobierno de concentración presidido por el general Armada habría sido durante las conversaciones abiertas por el rey para designar nuevo candidato a la presidencia del gobierno. UCD estaba en plena descomposición interna. Modificar el acuerdo del Congreso de Palma de Mallorca en el que salió elegido candidato Leopoldo Calvo Sotelo, hubiera sido sencillo, ya que para nadie era una alternativa viable, ni una solución su designación en un gobierno monocolor que, a la postre, sería más de lo mismo; por el contrario, el gobierno del general Armada contaba con el consenso y el apoyo de todas las fuerzas políticas, y su candidatura se hubiera aceptado unánimemente. Pero no era así como se habían decidido las cosas en el ánimo de los estrategas de la operación. Para conseguir los objetivos trazados, era necesario servirse, una vez más, del amago militar y de la exhibición de la fuerza, aunque ésta fuese mínima.
El teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina fue la persona seleccionada y captada por la dirección del CESID para ejecutar el SAM. Desde el inicio de la transición, Tejero había mostrado abierta y públicamente su posición crítica al desarrollo de la misma, y en general hacia los poderes gubernamentales, marcando un punto de inflexión con la operación Galaxia. Aquello no fue más que una serie de conversaciones que, desde el otoño de 1978, Tejero venía manteniendo con otros oficiales de la Guardia Civil y de la policía armada, con el fin de preparar un golpe de mano para asaltar el palacio de la Moncloa. El plan era absolutamente descabellado y sin sentido, y el CESID lo desbarató inmediatamente.
Tejero fue detenido, juzgado y condenado a siete meses de prisión, al considerar el tribunal militar que aquel intento no pasaba de ser más que un proyecto de intenciones en su fase inicial, siendo calificado como una «charla de café». Pero Tejero, por sus propias características, tenía el perfil ideal, a juicio de los responsables del servicio de inteligencia, para llevar a cabo el Supuesto Anticonstitucional Máximo; era partidario de dar un golpe, muy crítico con el sistema, y mostraba su admiración y respeto hacia el régimen anterior. Además, poseía una notable capacidad de liderazgo, dotes de mando, arrojo, valentía, temple y sangre fría, demostrados durante el tiempo que estuvo al frente de la lucha antiterrorista en Vizcaya, por lo que muchos jefes, oficiales y números de la Guardia Civil lo admiraban. Tejero era un tipo respetado y querido en el cuerpo.
Desde noviembre de 1979, fecha en la que salió de prisión, Tejero fue vigilado de cerca por agentes de la AOME (Agrupación Operativa de Misiones Especiales), la división más activa y autónoma del CESID, dirigida por el comandante José Luis Cortina. También desde la misma unidad, el CESID tuvo puntual información de las dos reuniones de la calle General Cabrera a las que asistió Tejero y en las que éste expuso su plan de asalto del Congreso, al igual que las conversaciones que mantuvo con diferentes capitanes de la Guardia Civil para reclutar la fuerza asaltante. La dirección del CESID conocía perfectamente los planes del teniente coronel para tomar el Congreso de los Diputados y, por lo tanto, lo podía neutralizar en cualquier momento. Pero no era eso lo que interesaba. Por el contrario, el golpismo de Tejero, que fuera precisamente él quien estaba
per se
decidido a actuar, servía y encajaba perfectamente en los planes de los instigadores de la trama de la «Operación De Gaulle» para alcanzar su objetivo: la reconducción de un golpe inducido para llevar al general Armada a la presidencia del gobierno. De forma «constitucional y democrática».
Tejero sería el SAM de la operación y lo que había que hacer con él era, por un lado, tenerlo controlado y, por otro, abrirle una autopista hacia el Congreso; es decir, meterlo en el Congreso de los Diputados. Para ello, en el otoño de 1980, el capitán Francisco García Almenta, segundo de Cortina en la AOME, creó el SEA (Servicio Especial de Agentes), una unidad secreta y autónoma dentro del CESID, con la misión de ir preparando el terreno para facilitar a Tejero su objetivo. Más adelante, Cortina ordenaría al capitán Vicente Gómez Iglesias que cerrara filas junto a Tejero. Iglesias era el jefe de una de las cuatro secciones operativas de la AOME. Se trataba de un oficial inteligente y brillante, con una espléndida hoja de servicios, que había estado a las órdenes de Tejero en la lucha contraterrorista en el País Vasco. Iglesias mandó la compañía de Éibar cuando Tejero fue el jefe de la comandancia de Guipúzcoa. Allí fue donde se fraguó entre ambos una estrecha relación de amistad y de confianza, a lo que además se sumaba la excelente relación de vecindad y cercanía entre sus respectivas familias. Al objeto de estar lo más cerca de Tejero y facilitarle las cosas, Gómez Iglesias se apuntó por orden directa de Cortina a un curso de tráfico de la Guardia Civil una semana antes del 23-F.
La «Operación De Gaulle», que desde la dirección del CESID se puso en marcha el 23 de febrero de 1981, estaba estructurada en dos fases, y dentro de la primera en dos subfases más. La primera fase fue la ejecución del SAM: asalto al Congreso interrumpiendo la votación de investidura del candidato Leopoldo Calvo Sotelo, reteniendo al gobierno y a los diputados, hasta recibir las órdenes posteriores de la autoridad competente, militar, por supuesto, que facilitaría la resolución de la operación, según los objetivos propuestos. Esta fase fue la puesta en escena de la violación de la legalidad, elemento imprescindible para que saliera adelante la oferta posterior de un gobierno «constitucional», y se pudiera reconducir la situación hacia la legalidad democrática. Tejero la ejecutó de forma brillante, como si de manual de golpe de mano se tratara, y casi a la perfección, si no hubiera sido por los tiros de intimidación al techo del hemiciclo y el penoso incidente del intento de derribar al vicepresidente Gutiérrez Mellado.
Tanto Cortina como Armada, en las órdenes e instrucciones previas que dieron a Tejero, en lo que más hincapié hicieron fue en que la toma del Congreso tenía que ser limpia, sin derramamiento de sangre. Lo que llevó a cabo. Y si los tiros crearon un sobresalto inicial —dramático en todos los lugares, y de sorpresa en aquellos con los que se seguía en complicidad, «eso no es lo que estaba previsto»—, fue porque no se sabía hacia dónde habían ido dirigidos, y si habían alcanzado a alguien. Pero en cuanto los primeros observadores enviados al Congreso, y los que ya estaban en él, confirmaron que no había heridos ni daños físicos, se volvió a la tranquilidad, siguiendo adelante con la operación (hay que tener en cuenta que si bien los disparos se oyeron por la radio en directo, las imágenes de televisión con la entrada de Tejero; «¡quieto todo el mundo!», «¡al suelo!, ¡al suelo!», las ráfagas de ametralladora hacia el techo y el lamentable atropello a Gutiérrez Mellado, no se pudieron ver hasta el mediodía del 24, una vez fracasado el golpe y liberados los diputados).
El siguiente paso fue el bando dictado por Milans estableciendo el estado de excepción en su Capitanía General, «ante los acontecimientos que se están desarrollando en estos momentos en la capital de España y el consiguiente vacío de poder… hasta tanto se reciban las correspondientes instrucciones que dicte S. M. el Rey». Lo que Milans ejecutó a la perfección, sacando unos grupos tácticos y operativos mecanizados por las calles de Valencia y de otras ciudades de su región, sin que se registrara el más mínimo incidente. Esto fue seguido en Madrid por las órdenes que el general Juste, jefe de la División Acorazada, firmó y autorizó para que salieran algunos regimientos y unidades con la finalidad de ocupar diversos objetivos en Madrid. Lo que parcialmente se llevó a cabo con la ocupación de los estudios centrales de Radio Televisión Española durante algo más de una hora.