23-F, El Rey y su secreto (4 page)

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Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

BOOK: 23-F, El Rey y su secreto
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Es cierto que bien se pudo escoger otra fórmula u otra solución, como el golpe que la cúpula militar turca había dado en septiembre de 1980 y que llevó a la Jefatura del Estado al general Kenan Evren. Sobre aquel acontecimiento, el coronel Federico Quintero, agregado militar en Ankara, elaboró un meticuloso informe en el que reflejaba un cierto paralelismo entre la situación de Turquía y la de España, por si podía servir como modelo de aplicación. Pero el modelo que se escogió fue la «Operación De Gaulle», sobre la que responsables del CESID pondrían en antecedentes al rey Juan Carlos en la primavera de 1980, y con todo detalle durante el verano de dicho año. El jefe de los grupos operativos del Servicio de Inteligencia, José Luis Cortina, no era solamente un inteligente y astuto comandante de Estado Mayor, sino un íntimo colaborador del secretario general del mismo, el teniente coronel Javier Calderón, de quien tenía toda la confianza y complicidad, lo cual le permitía actuar con carta blanca y sin reserva alguna.

Pero además, y he aquí un dato importantísimo, José Luis Cortina había sido compañero de promoción —la XIV— del rey Juan Carlos en la Academia General Militar, estableciéndose desde entonces entre ambos una estrecha relación de amistad y confidencialidad. Aquello convertía al comandante Cortina en uno de los hombres más fuertes e importantes del CESID. Sus visitas a Zarzuela eran fluidas y periódicas. No necesitaba solicitar audiencia previa para ver al rey, dato que en su día me confirmaría el general Sabino Fernández Campo, secretario de la Casa del Rey y posteriormente jefe de la misma. El mismo comandante Cortina reconocería que, durante el mes de febrero de 1981, había visitado al rey en el palacio de La Zarzuela once veces. ¡Nada menos que once veces en los días previos al golpe! Ninguna de sus entradas quedaría registrada en el control de visitas. Por eso no tendría nada de extraño que el rey visitara un día de verano de 1980 la sede de la plana mayor de los grupos operativos del CESID, y que por ese espíritu aventurero con el que se había forjado la personalidad de don Juan Carlos, se prestara a camuflarse al pasar el control del edificio para evitar ser reconocido.

Cortina informaba al rey —aunque no era el único— de reuniones de generales, de coroneles juramentados, de otras iniciativas incontroladas al estilo Tejero, que iba por libre, que hacían imprescindible la puesta en marcha de una operación que neutralizase y recondujera la situación. Esos términos, «reconducir» y «reconducción», que también utilizará el rey después con profusión, eran igualmente de su cosecha. Al rey se le dibujaba un panorama muy grave en el ámbito militar que era deliberadamente exagerado, pero que conseguía el objetivo de que anidara en el ánimo del monarca una honda inquietud. Al igual que en la cúpula de los partidos políticos, de la nomenclatura del sistema y de los medios de comunicación.

Sí, es cierto, había una profunda irritación en las salas de banderas de los cuarteles, un fuerte malestar; se hablaba gráficamente de un ejército en estado de cabreo, de ruido de sables, y se publicaban aceradas críticas en los periódicos, como las de Milans del Bosch desplegadas a toda portada en
ABC
a finales de septiembre de 1979: «El balance de la transición no presenta un saldo positivo». Todo aquello hacía un magma necesario y útil. Pero no había conspiración militar, aunque de boquilla proliferaran todo tipo de conspiraciones militares. Las fuerzas armadas en su conjunto eran el mejor seguro del rey, contaba con su plena lealtad y apoyo, porque fundamentalmente así lo había expresado Franco, su comandante en jefe, en su última voluntad, en su testamento, y el ejército lo había recibido como su última orden.

Decidida la puesta en marcha de la «Operación De Gaulle», la dirección del CESID comenzó a fomentar la mejor imagen del general Armada entre sus compañeros de milicia, entre los dirigentes de los partidos políticos y demás instituciones. Los responsables de Alianza Popular eran viejos conocidos y de la máxima confianza de los jefes del CESID, pues no por casualidad habían sido ellos; Javier Calderón, los hermanos Cortina, Florentino Ruiz Platero, Juan Ortuño y otros responsables de la inteligencia nacional, los que al final del franquismo habían puesto los mimbres del partido reformista de Fraga bajo la tapadera de las siglas GODSA (Gabinete de Orientación y Documentación, Sociedad Anónima), de cierto matiz esotérico. Las conversaciones con Fraga, con Gabriel Elorriaga y con muchos otros, fueron frecuentes. Y el apoyo a la fórmula ofrecida, total.

También la cúpula socialista se mantuvo muy atenta a todo lo que se cocía y con antenas abiertas con el CESID. Calderón y Cortina llegaron a transmitir muy exageradamente los riesgos de un posible golpe militar a los miembros de la ejecutiva socialista Enrique Múgica, Luis Solana e Ignacio Sotelo, entre otros, asumiendo todos la conveniencia de apoyar la formación de un gobierno constitucional de concentración nacional presidido por el general Armada. En la cúpula del PSOE el riesgo golpista se retroalimentaba barajándose el rumor de que se estaba organizando un golpe que sería protagonizado por varios tenientes generales con mando en varias capitanías, otro de posibles mandos intermedios, y uno más que calificaban como el «golpe de la banda borracha». Esos rumores también proliferaban por casi todos los medios, pero en absoluto se correspondían con la realidad.

Sin embargo, los dirigentes del PSOE, con González a la cabeza, quisieron hacer llegar esa inquietud al secretario de la Casa del Rey, Sabino Fernández Campo —y de él al monarca— durante un almuerzo que celebraron en el otoño de 1980. A Sabino, que negaría tener información alguna sobre posibles golpes, le presentaron un análisis de la situación política pavoroso; la UCD se hallaba en el más puro desconcierto, se estaba descomponiendo y sumida en un absoluto caos, Suárez gobernaba bajo una extrema debilidad, y el momento no aguantaba hasta las próximas elecciones, le aseguraba González.

Pero en el fondo, lo que los dirigentes del Partido Socialista querían transmitir al secretario del rey es que el PSOE estaba dispuesto a participar activamente en un gobierno de coalición siempre que fuese constitucional o que se consiguiera hacer «pasar» como tal, y en el que participasen todas las fuerzas políticas democráticas, si con ello se evitaba la involución. Los socialistas aceptaban la figura del general Armada como presidente de dicho gobierno, al tiempo que le aseguraban a Sabino que conocían bien el desánimo que el rey sentía por el presidente Suárez, que se había cansado de él y que sabían que había personas con fácil acceso al monarca que le estaban «calentando la cabeza» sobre el inconveniente Suárez y la necesidad de buscar un sustituto a través de una moción de censura o bien provocando su dimisión.

Para Felipe González, el momento estaba llegando a ser límite: «El país —afirmaba— es como un helicóptero en el que se están encendiendo todas las luces rojas a la vez. Estamos en una situación de grave crisis y de emergencia. Es hora de que el gobierno y Suárez se percaten de ello… Esto no aguanta más.» Por eso no resultaría nada extraño que una vez confirmada la figura del general Armada para presidente del gobierno de concentración en el famoso almuerzo de Lérida, la nomenclatura del Partido Socialista se dedicara desde ese momento y hasta poco antes del 23 de febrero de 1981, a promover entre los líderes de los demás grupos políticos la fórmula del «gobierno de gestión más un general».

Por su lado, el monarca fue recibiendo en audiencia, uno a uno, a los jefes de partido de la oposición. A todos les transmitía que ante la gravedad del momento, estaba dispuesto a utilizar el mecanismo de arbitraje y moderación que, de forma muy confusa, le facultaba la Constitución. González comunicaría al rey que el desgobierno de la UCD estaba arrastrando a España al caos y era necesario adelantar las elecciones o, en todo caso, estudiar la formación de un gobierno de gestión, sin Suárez, con un independiente a su cabeza. Fraga, que ya había escrito al rey una larga y meditada carta sobre tan grave momento, le dijo que Madrid era un rumor constante de un próximo golpe, y que él estaba convencido de que si no se atajaba de inmediato la situación, si no se evitaba la «tentación de uno de esos bandazos y radicalizaciones tan frecuentes, por desgracia, en nuestra historia… vamos a vivir una grave crisis de Estado que puede afectar a la corona de la que, naturalmente, será responsable Suárez».

En esos momentos, de nada le valía ya al presidente denunciar que «conozco la iniciativa del PSOE de querer colocar en la presidencia del gobierno a un militar. ¡Es descabellado!». Suárez, cada vez más desprestigiado y aislado políticamente, era un hombre apestado y, de hecho, un cadáver político. La situación que se vivía entre la clase política y las instituciones en el otoño de 1980 en medio de tan profunda crisis era de vacío de poder.

La fórmula de un gobierno de coalición presidido por el general Armada había cuajado ampliamente entre toda la clase política y la nomenclatura del sistema, aunque por el momento se mantuviera tapado el nombre de quien sería el próximo presidente. De ahí que no tuviera nada de extraño que el propio Sabino confirmara en círculos militares y civiles restringidos que «habrá próximamente un gobierno de concentración presidido por el general Armada». Y que aquel hombre se sintiera ungido por todas las instituciones que le habían dado su apoyo. Armada era un hombre bendecido. La campaña de imagen propulsada desde el CESID había funcionado tan bien que hasta el propio rey Juan Carlos, pocos días antes del 23-F, le dijo con admiración a su hombre-solución: «Todo el mundo me habla maravillas de ti. ¿Cómo lo haces?»

El general de división Alfonso Armada Comyn no era un hombre cualquiera. Su firme raíz monárquica la había recibido de sus antepasados. Su padre, Luis Armada y de los Ríos-Enríquez, formó parte del pelotón de Alfonso XIII. Y él mismo fue ahijado de bautismo de la reina María Cristina. Durante 23 años había estado junto a Don Juan Carlos; como preceptor, siendo príncipe; después, como secretario general de la Casa del Rey. Y si en el otoño de 1977 tuvo que dejar su servicio directo en Zarzuela, fue por el precio exigido por Suárez, quien en su soberbio endiosamiento no admitía que nadie pudiera enturbiar su encandilada relación con el monarca y, mucho menos, criticar sus acciones de gobierno. Y Armada lo hacía. Pero nunca dejó de estar cerca del rey, de ser sus ojos y sus oídos entre la familia militar, y de informarle personalmente o con documentos de la situación, de la marcha de las cosas; fuese desde su destino en el Cuartel General del Ejército en Madrid, fuese desde Lérida, como gobernador militar de la plaza y jefe de la División de Montaña Urgel. Así se lo había pedido el rey en persona y, oficialmente, por escrito.

En 1980, Armada seguía manteniendo con el monarca una fluida relación de absoluta confianza y lealtad, que le permitía entrar y salir de Zarzuela cuando quisiera, sin necesidad de tener fijada audiencia previa. Era mucho más que un consejero áulico. Y sería a ese hombre leal a quien el monarca trasmitiría sus profundas amarguras y preocupaciones por la deriva de una situación política que podía poner en peligro la corona. De ello le hablaría en numerosas ocasiones en Zarzuela y en la residencia invernal de La Pleta en Baqueira. El rey le diría que él tenía razón, que las cosas con Suárez se habían desquiciado gravemente, que el desarrollo autonómico que el presidente había abierto era suicida para España, que todo se resquebrajaba, que los líderes de los partidos no pensaban más que en su propia conveniencia e interés partidista, y que no veía voluntad política en el presidente de querer enderezar la situación. Una situación muy peligrosa para la monarquía, que podía ser barrida si las cosas se desbordaban o estallaban.

Y la reina Doña Sofía le diría que él, Alfonso Armada, era el único que les podía salvar. Y el rey le pediría que hablara con Milans del Bosch, que hablara con sus leales soldados, con aquellos con los que podía contar de verdad, y le diría que si algo se estaba poniendo en marcha, algún movimiento, que entonces había que atajarlo, controlarlo y reconducirlo. Y el general Armada, que hablaba periódicamente con su amigo Jaime Milans del Bosch, capitán general de la III Región Militar (Valencia), llegaría a reunirse con él varias veces entre el otoño de 1980 y el invierno de 1981. En esos encuentros, le transmitiría las graves preocupaciones de los reyes y le solicitaría que, por su prestigio militar en el ejército, impusiera su autoridad si se estaba formando o preparando algo. También le anunciaría que como primera medida de alcance, el rey quería nombrarlo segundo jefe del ejército y llevarlo a Madrid, pese a la viva oposición que seguía mostrando Suárez, sobre quien estaba ejerciendo todas las formas posibles de presión para que dimitiera («hay que ver, Arias fue todo un caballero cuando le pedí la dimisión, en cambio Suárez se resiste a toda costa», se quejaba el rey). Y Armada hablaría a Milans de la «Operación De Gaulle» la fórmula que la dirección del CESID le había expuesto para reconducir la situación con la formación de un gobierno de concentración nacional que sería aceptado por todos los partidos y del que él sería el presidente y Milans el de la junta de jefes de los ejércitos.

Para entonces, la forma de sacar adelante el gobierno de concentración mediante la aplicación de la «Operación De Gaulle» era algo ya completamente decidido. Tan sólo hubo una variante que se estimó durante un corto período de tiempo, pero que muy pronto se desechó.Ésta consistía en la posibilidad de presentar una segunda moción de censura contra Adolfo Suárez, que sería apoyada por la práctica totalidad de los diputados, incluidos los de los sectores de la UCD enfrentados al presidente. Sobre éste ya se ejercía una tremenda presión mediante círculos concéntricos; desde la jerarquía eclesiástica, la confederación de empresarios, los círculos financieros, el sector de la banca, el ejército, los partidos políticos y los medios de comunicación. El guión de la moción de censura se basaba en un informe elaborado por el catedrático de Derecho Administrativo Laureano López Rodó, autor también de otro informe, redactado en 1979, que plasmaba, según su criterio, la inconstitucionalidad de los estatutos de autonomía vasco y catalán, y el disparatado desarrollo autonómico escogido por Adolfo Suárez como vía de descentralización del Estado. Alfonso Armada le había enviado al rey ambos informes por conducto de Sabino.

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