Después vendría ya el distanciamiento, la pérdida de confianza del rey en Suárez, y el deseo real de quitarse al presidente de encima a cualquier precio y a toda costa. Pero también el 23-F pretendió ser una llamada de atención seria a toda la clase política; a la oposición del Partido Socialista, a la que, en su presión y acoso para derribar a Suárez, no le importaba utilizar atajos peligrosos para alcanzar el poder, e igualmente y de forma muy especial, una manera de enseñar los dientes a los partidos nacionalistas vascos y catalanes, y frenar el desarrollo autonomista suicida, que había que rediseñar y volver a consensuar profundamente.
La salida del régimen autoritario hacia la democracia fue modélica en su etapa inicial. La Ley para la Reforma Política, pergeñada por Torcuato Fernández Miranda desde su atalaya de la presidencia de las Cortes, y entregada a Suárez en agosto de 1976 para su aplicación —«toma estos papeles que no tienen padre por si te sirven para algo»—, sería la que posibilitaría la voladura de las estructuras políticas del franquismo. Y también la tranquilidad de conciencia del monarca, que por dos veces había jurado lealtad, y cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del régimen franquista, que por definición de principios eran permanentes, intangibles e inalterables, pero que también dejaban abierta la vía para su propia reforma legal. De ahí que esta ley para la reforma se inscribiera como la octava de las fundamentales, lo que no dejaba de ser toda una ironía.
Durante unos meses trepidantes, la sintonía entre el rey, Suárez y Fernández Miranda fue completa: hasta poco antes de las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977. Torcuato presentó su dimisión como presidente de las Cortes dos semanas antes de las elecciones. En sus declaraciones públicas afirmaría que ya había cumplido con lo que se le había pedido. Pero en el fondo era el resultado de sus ya profundas discrepancias con Suárez, que se había desenganchado de su tutela, había eliminado el preámbulo de la ley y modificado partes del texto de la reforma, suprimiendo el Consejo del Reino apostando, entre otras cosas, por la reforma-ruptura acelerada, frente a la reforma-ruptura controlada de Fernández Miranda.
Y porque quizá tan enigmático y circunspecto personaje, que también ambicionaba tener todo el poder, albergara la remota esperanza de que el rey le pidiera que fuese él quien formara gobierno ante un resultado que se suponía iba a ser igualado o incierto entre el centro y la derecha. Luego, el resultado electoral dio el triunfo en minoría al engrudo de siglas que se había articulado alrededor de la Unión de Centro Democrático (UCD), y un fuerte revés a la derecha reformista de Fraga, lo que de hecho suponía en realidad un sorprendente y gran triunfo del Partido Socialista.
Torcuato, que al final terminaría siendo devorado por sus propias intrigas, se fue distanciando con rencor de Suárez y con melancolía del rey hasta que murió amargado en Londres en 1980. Antes de fallecer en el más absoluto de los ostracismos, a quien le quería escuchar, que ya eran pocos, no se cansaba de repetirles que había que «repristinar» la situación política, volver a los orígenes, porque era una «locura jugar a la ruptura». Una cosa era llevar a cabo la destrucción de las Leyes Fundamentales y de toda la estructura del estado franquista, que era el proyecto de la corona, para integrar a la izquierda en el nuevo estado democrático, y otra muy diferente iniciar un camino sin saber hacia donde se quería ir. Entre el rey y Suárez había surgido un mutuo encantamiento por el estilo osado de hacer política del presidente, lo que en el fondo encantaba al rey, pues era lo que él anhelaba también. Y Suárez alardeaba de que «tengo al rey en el bote», y además ya era un presidente legitimado democráticamente por las urnas.
Aquél fue un tiempo mágico que se tradujo en la improvisación y la aventura, con momentos muy graves y delicados como el de la legalización del Partido Comunista. Y no tanto por la legalización en sí, sino por la forma en que se llevó a cabo. En los primeros días de septiembre de 1976, y a iniciativa suya, el presidente mantuvo una reunión con toda la cúpula y mandos militares para explicarles el alcance de las reformas que se proponía acometer, y en la que les aseguró y prometió que no se legalizaría a los comunistas. Siete meses después, durante la Semana Santa de 1977, Suárez cambiaría de criterio inscribiendo de improviso y sorpresivamente para casi todos al Partido Comunista de Santiago Carrillo en el registro de partidos políticos.
Aquel 9 de abril, que pasaría a la historia como el Sábado Santo Rojo, el presidente Suárez y el vicepresidente Gutiérrez Mellado se ganaron el distanciamiento y la inquina de la práctica totalidad de las fuerzas armadas, que hasta aquel momento estaban dispuestas y se habían comprometido a colaborar con el proceso de reformas políticas. Pero la legalización del PCE no tendría nada que ver con el 23-F, ni como precedente ni como inicio ni como puesta en marcha de supuestas conspiraciones militares contra Suárez y sus políticas. Valgan estas líneas como un apunte, pues este asunto tendremos tiempo de desarrollarlo más adelante.
Poco después de las primeras elecciones democráticas, diversas personalidades vinculadas con sectores liberales, con el reformismo franquista e incluso con el antifranquismo, comenzaron a reunirse al observar con grave preocupación la senda y deriva que tomaba la transición. Se trataba de políticos pertenecientes al gorullo de la UCD y a Alianza Popular; al monarquismo más activo, al mundo empresarial, económico, financiero y a la Iglesia. En todo caso, ninguno pertenecía al anclaje de los pequeños reductos del franquismo puro, insignificantes ya en sí mismos. Durante 1977 y 1978 —etapa preconstitucional en la que el rey tuvo casi todos los poderes heredados del dictador—, y 1979, mantuvieron asiduos encuentros para buscar fórmulas que atajara el rumbo político emprendido. A partir de 1980 sería ya todo muy diferente; un período de conspiración abierta desde todos los frentes para derribar a Suárez, con Zarzuela a la cabeza como gran impulsora.
Pero antes de ese momento, y pese a estar en el tiempo de la concordia y del pacto constitucional mantenido hasta las elecciones de marzo de 1979, aquellas gentes veían con profunda inquietud las excesivas concesiones otorgadas a los partidos nacionalistas, la articulación de la estructura del Estado en una fórmula preautonómica y autonómica sin precedentes ni tradición (para Torcuato Fernández Miranda era de una gravísima irresponsabilidad), y que no sólo podría despertar y acelerar el riesgo separatista, sino que las comunidades y regiones no sesgadas por la choza nacionalista, podrían llegar a contaminarse de los mismos males. Y transformarse en franquicias de poder federal o cuasi confederal con la institucionalización de un caciquismo de amargo recuerdo.
Aquellos personajes de la nomenclatura del sistema veían nefasta la elaboración de una ley electoral basada en el sistema proporcional que, si bien en un principio se había previsto que su aplicación fuera provisional, sólo para las primeras elecciones, después se mantuvo, primando de manera poco democrática la concentración del voto nacionalista, con el peligro de que si las urnas no otorgaran mayorías absolutas a los partidos de ámbito nacional, esos votos se llegaran a utilizar como un chantaje al poder central en beneficio de objetivos secesionistas. A aquellos hombres les preocupaba una política económica y laboral que asfixiaba el tejido industrial y empresarial, una política exterior que situaba a España más cercana a un tercermundismo ecléctico de los no alineados que al Occidente europeo y norteamericano, con quien España debería integrarse, y una falta de respuesta, hasta cobarde e inane, frente al brutal terrorismo de ETA, principalmente.
Esos encuentros se fueron celebrando periódicamente en la agencia de noticias Efe, presidida por el escritor y periodista antifranquista, además de firme monárquico, Luis María Anson; en la sede de los empresarios CEOE (Confederación Española de Organizaciones Empresariales), presidida por Carlos Ferrer Salat, o en las casas de los políticos que habitualmente participaban del cónclave, o en diversos restaurantes. El tono general de los encuentros nada tenía que ver con la involución ni con la oposición al desarrollo democrático, ni siquiera tenía un tufo conspirativo, sino que lo era en defensa de la estabilidad democrática. Además de Ferret Salat y Anson, solían acudir políticosde la nueva derecha, como Salvador Sánchez Terán, José Luis Álvarez, Alfonso Osorio o Landelino Lavilla; y de la derecha clásica, como Manuel Fraga o Gabriel Elorriaga; banqueros, como Carlos March, Emilio Botín Sanz de Sautuola y López, Alfonso Escámez, Luis Valls Taberner o Rafael Termes, entre otros muchos más.
Y junto a ellos se sentaban varios oficiales del servicio de inteligencia como el capitán José María Peñaranda y Algar, el comandante José Faura Martín, responsable de la división interior del naciente CESID, y en ocasiones, hasta el general José María Bourgón, primer director del CESID. El espíritu de consolidación monárquica que presidía esas reuniones no podía ir contra el rey, pero sí contra Suárez y contra su forma de dirigir la transición, que algunos ya predecían que sería hacia la deconstrucción nacional para hacer de España un país inviable y un sistema fallido. Por eso querían que se fomentara una corriente de opiniones hacia el rey para que cambiara de jefe de gobierno antes de que la corona viera diluidos sus poderes al sancionar la Constitución. El objetivo de aquellos hombres era blindar a la corona de los graves riesgos que podía correr el joven rey demócrata, que por su juventud, bisoñez y acentuado espíritu aventurero, había depositado en quien decía de sí mismo que era un «chisgarabís» de la política, la delicada conducción y asentamiento de la democracia.
La errónea elección de hacer el tránsito hacia la democracia sobre modelos irreales e inventados, y sostenidos con enormes dosis de improvisación, alarmaba por entonces a hombres de gran experiencia política, como José María Gil Robles, el veterano líder de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas). A finales de octubre de 1978, días antes de que el Congreso y el Senado aprobaran el proyecto constitucional y, naturalmente, éste se sometiera a referéndum y posterior sanción, preconizaba para un futuro no muy lejano cierta amenaza de golpe militar: «si continúa el estado de cosas actual es posible que se haga inevitable»; o la visión del presidente Josep Tarradellas, quien poco antes de traspasar el poder de la Generalitat a Jordi Pujol, se manifestaba de esta forma tan clarividente: «estoy convencido de que es inevitable una intervención militar… Las autonomías no constituyen una solución para España… Nuestro país afronta la cuestión del País Vasco, que, para mí, es dramática».
Los informes y minutas que el agente del CESID José María Peñaranda redactaba de los encuentros, los elevaba a sus jefes directos del servicio, quedando registrados como materia reservada en los archivos del centro de inteligencia. El resultado práctico de aquellas reuniones fue la elaboración y redacción de un plan de actuación denominado «Operación De Gaulle». Estaba firmado por los oficiales José María Peñaranda y José Faura Martín, con el visto bueno y aprobación del director del centro, el general José María Bourgón. Aquel plan operativo surgió como una consecuencia lógica de lo que se exponía y hablaba en alguna de las reuniones coordinadas por Luis María Anson. Los agentes del CESID y su director general lo hicieron suyo.
Y así se redactaría; como una operación especial del servicio de inteligencia, es decir, que la «Operación De Gaulle» no fue redactada por una sugerencia externa al servicio, sino por una decisión interna del propio CESID. Básicamente, la «Operación De Gaulle» exponía que si la transición política en España llegara a precipitarse por caminos sumamente peligrosos para la estabilidad de la corona y de la democracia, se debería aplicar el modelo o la forma en la cual la IV República Francesa eligió al general Charles de Gaulle jefe de gobierno y posteriormente Presidente de la V República. Con ello, el ejército y la clase política francesa evitó el riesgo de una guerra civil, a consecuencia de una confrontación inminente y real que existía entonces en Francia a causa de la independencia de Argelia. Desarrollaré este último punto en el capítulo IX.
Roto el período de consenso tras las elecciones de marzo de 1979, el Partido Socialista iniciaría una durísima oposición de cerco, acoso y derribo a Suárez, con un punto de inflexión en la moción de censura de mayo de 1980. Todos recuerdan, porque se vivió en directo por televisión, que en ese momento el presidente se quedó petrificado en su escaño y no fue ni siquiera capaz de salir a la tribuna de oradores para defenderse. Suárez recibió un dardo envenenado, una bomba de efecto retardado que provocaría la ruptura definitiva en UCD y sería su certificado de defunción a corto plazo. Al presidente ya no le llovían críticas únicamente desde los sectores cercanos de la derecha, el centro, o incluso desde el mismo seno del conglomerado aberrante de aquel centrismo cazado a lazo para instalarlo en el poder.
A lo largo de 1980, la conspiración abierta contra Suárez fue absoluta. Se le abrió un fuego cruzado desde todos los frentes, estamentos e instituciones, que fueron transformando a Adolfo Suárez en una caricatura de sí mismo, en un autista encerrado en el búnker de La Moncloa al cobijo y calor de unos pocos y reducidos leales. España tenía un presidente que había llegado a repeler el Parlamento y los usos y normas de la democracia. «Suárez no soporta más democracia, ni la democracia soporta más a Suárez», señalaba un por entonces vitriólico Alfonso Guerra. Aquel joven seductor de no hacía mucho tiempo, había dejado de ser el mágico muñidor del sistema para convertirse en un grave problema para la democracia. Y, lo que para el rey, personalmente, era más serio, para la propia seguridad y estabilidad de la corona.
Las sinergias de encantamiento entre el rey Juan Carlos y Suárez hacía un tiempo que se habían roto. El riesgo de una gravísima crisis del orden político establecido acechaba. Felipe González declaraba alarmado que estaban encendidas las luces rojas del Estado. Fraga escribía al rey pronosticando una próxima crisis institucional que podía barrer a la misma corona. En ese marco, en esos instantes, en esos momentos, ante tal cúmulo de hondas preocupaciones, fue cuando la dirección del CESID decidió desempolvar la «Operación De Gaulle» y ponerla sobre la mesa. Había permanecido guardada en estado latente desde hacía un año, y en aquel momento se presentaba como el mejor remedio y como la solución más adecuada para tan crítica situación.