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Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

A la caza del amor (4 page)

BOOK: A la caza del amor
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Ni Linda ni yo aguantábamos el dolor, y nos parecía intolerable que los animales tuviesen que llevar una vida tan mortificante y sufrir una muerte tan atroz. (Lo cierto es que a mí me sigue afectando, y muchísimo, pero en aquellos días, en Alconleigh, era una obsesión.)

Las actividades humanitarias de los Ísimos estaban prohibidas, so pena de ser castigados por tío Matthew, quien siempre se ponía enteramente de parte de Craven, su criado favorito. Los faisanes y las perdices debían protegerse, mientras que las alimañas debían ser aniquiladas rigurosamente, todas salvo el zorro, para quien se reservaba una muerte más emocionante. Los pobrecillos Ísimos sufrían infinidad de azotes, semana tras semana se quedaban sin asignación, los mandaban temprano a la cama y les ponían ración extra de deberes, pero pese a todo, persistían valientemente en sus descorazonadas y descorazonadoras hazañas. De forma periódica llegaban cajas enormes llenas de nuevas trampas de acero, procedentes de las tiendas de Army & Navy, y permanecían apiladas hasta que se necesitaban en la guarida de Craven, en mitad del bosque (su cuartel general era un viejo vagón de ferrocarril situado, de forma del todo inapropiada, entre las primaveras y las zarzamoras de un pequeño y encantador claro), cientos de trampas que nos hacían sentir la inutilidad de enterrar unas míseras tres o cuatro arriesgando bolsa y vida. A veces encontrábamos a un animal atrapado en una de ellas, chillando de dolor, y teníamos que hacer acopio de valor para acercarnos hasta él y liberarlo, para después verlo salir corriendo con tres patas y un apéndice horrible y destrozado. Además, sabíamos por cortesía de tío Matthew, quien se refocilaba en el relato sin ahorrarnos un solo detalle de la prolongada y terrible agonía, que sólo les esperaba la muerte por septicemia en su madriguera, pero aunque sabíamos que habría sido lo más piadoso, nunca fuimos capaces de matarlos: era pedirnos demasiado. Lo cierto era que muchas veces teníamos que irnos a vomitar después de esta clase de episodios.

El lugar de reunión de los Ísimos era el antiguo cuarto de la ropa blanca, situado en lo alto de la casa, un lugar pequeño, oscuro y muy caluroso. Como en tantas otras casas de campo, la caldera de Alconleigh se instaló, con un coste exorbitante, poco después de que surgiera el invento, y se había quedado ya muy anticuada. Pese a disponer de un quemador tan grande como el de un transatlántico y pese a las toneladas de coque que consumía diariamente, la temperatura de las habitaciones permanecía prácticamente inalterada, y todo el calor parecía concentrarse en el cuarto de los Ísimos, donde el ambiente era siempre asfixiante. Nos sentábamos allí dentro, acurrucados en los estantes de listones, y hablábamos durante horas sobre la vida y la muerte.

En las últimas vacaciones navideñas, nuestra obsesión había sido la llegada al mundo de los recién nacidos, tema fascinante sobre el que habíamos sido informados muy tardíamente tras haber supuesto durante mucho tiempo que la barriga de la madre se hinchaba durante nueve meses para luego abrirse de golpe como una calabaza madura de la que salía disparado el niño. Cuando supimos la verdad nos llevamos un buen chasco, pero sólo hasta que Linda extrajo la descripción de un parto de alguna novela y la leyó en voz alta y en tono macabro.

—«Respira entre grandes jadeos; el sudor le resbala a chorros por la frente, y unos gritos semejantes a los de un animal torturado inundan el aire… ¿Y puede este rostro, crispado por el dolor, ser el de mi querida Rhona? ¿Acaso puede esta cámara de tormentos ser en realidad nuestro dormitorio? ¿Puede este potro de tortura ser nuestro tálamo conyugal? "Doctor, doctor", grité. "Haga algo." Salí para adentrarme en la noche». Etcétera, etcétera.

Aquello nos dejó profundamente trastornadas, conscientes de que, con mucha probabilidad, también a nosotras nos tocaría sufrir aquel terrible trance. Cada vez que le preguntábamos a tía Sadie, que acababa de tener al séptimo de sus hijos, no nos tranquilizaba demasiado, que digamos. —Sí —decía de forma imprecisa—. Es el peor dolor del mundo, pero lo curioso es que, entre uno y otro, siempre se olvida lo mucho que duele. Cada vez que empezaba me decía: «Oh, ahora me acuerdo, que pare, que pare este dolor». Y, claro, para entonces ya era nueve meses demasiado tarde.

En aquel punto Linda se echaba a llorar y decía lo espantoso que debía de ser para las vacas, poniendo punto final a la conversación.

Resultaba difícil hablar de sexo con tía Sadie, y siempre surgía algo que nos lo impedía; cuando nos relataba el nacimiento era cuando más cerca llegábamos a estar de hablar de «eso». Un buen día, pensando que deberíamos tener más información sobre el asunto y sintiéndose, o eso imagino, demasiado incómodas para ilustrarnos ellas mismas, tía Emily y ella nos dieron un manual moderno sobre el tema.

Nos formamos algunas ideas muy curiosas.

—La pobre Jassy está obsesionada con el sexo —dijo un día Linda, en tono desdeñoso.

—¡Obsesionada con el sexo! —repuso Jassy—. No hay nadie tan obsesionado como tú, Linda. ¡Pero si por mirar un cuadro ya me estás llamando «fetichista»!

Al final obtuvimos mucha más información de un libro que llevaba por título
Los patos y su cría
.

—Los patos sólo pueden copular —anunció Linda después de haber estado estudiando el libro durante un buen rato— en el agua en movimiento. Pues que tengan suerte…

Aquella Nochebuena nos metimos todos en el cuarto de los Ísimos para oír lo que Linda tenía que decirnos: estábamos Louisa, Jassy, Bob, Matt y yo.

—Háblanos de lo de volver al vientre materno —sugirió Jassy.

—Pobre tía Sadie —comenté—. No creo que quisiera que volvieseis al suyo. —Nunca se sabe. Fíjate en cómo los conejos se comen a sus crías. Alguien tendría que explicarles que sólo es un complejo.

—¿Y cómo quieres que alguien les «explique» algo a los conejos? Eso es lo malo de los animales, que no te entienden cuando les hablas, angelitos… Pero te diré algo sobre Sadie: a ella sí que le gustaría volver al vientre materno, seguro. Le encantan las cajas, y eso siempre es sintomático. ¿Alguien más? Fanny, ¿tú qué dices?

—No, me parece que no me gustaría, aunque supongo que el vientre en el que yo estuve no era demasiado cómodo, y por eso no han querido dejar que nadie más se quede en él…

—¿Qué dices? ¡Un aborto! —exclamó Linda con interés.

—Bueno, por lo menos unos saltos tremendos y muchos baños de agua caliente.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Una vez oí a tía Emily y a tía Sadie hablar de eso cuando era pequeña, y até cabos más tarde. Tía Sadie dijo: «¿Cómo lo hace?», y tía Emily contestó: «Esquiando, cazando, o saltando de la mesa de la cocina, sin más».

—Qué suerte tienes por tener unos padres perversos…

Aquél era el estribillo perpetuo de los Radlett y, de hecho, tener unos malos padres era mi única baza interesante porque, para ser sincera, en todo lo demás era bastante sosa.

—Traigo una noticia fresca para los Ísimos —anunció Linda, aclarándose la garganta como una persona mayor—, aunque sobre todo, tiene que ver con Fanny. Es imposible que lo adivinéis y ya casi es la hora del té, así que iré directa al grano: tía Emily se ha prometido.

Todos los Ísimos, a coro, dieron un respingo.

—Linda —exclamé enfurecida—, te lo acabas de inventar. —Pero sabía que no se lo había inventado. Linda se sacó un papel del bolsillo. Era media hoja de papel de cartas, a todas luces el final de una misiva, cubierta con la letra enorme e infantil de tía Emily, y miré por encima del hombro de Linda mientras ésta leía:

—«… no decirles a los niños que nos hemos comprometido, ¿qué te parece? Al menos por el momento, querida. Pero supón que a Fanny no le cae bien, aunque no veo poiqué no iba a gustarle, pero es que los niños son tan raros… Entonces, ¿no le impresionaría más? Oh, querida, no sé qué hacer. Bueno, haz lo que te parezca mejor. Llegaremos el jueves y telefonearé el miércoles por la noche. Con todo mi cariño, Emily. »

Conmoción en el cuarto de los Ísimos.

Capítulo 3

—Pero ¿por qué? —dije, por enésima vez.

Linda, Louisa y yo estábamos metidas en la cama de Louisa, susurrando, con Bob sentado a los pies. Aquellas charlas a medianoche estaban estrictamente prohibidas, pero en Alconleigh era más seguro desobedecer las reglas durante la primera parte de la noche que en cualquier otro momento de las veinticuatro horas. Tío Matthew se quedaba prácticamente dormido mientras cenaba; luego dormitaba un poco en su despacho durante una hora o así antes de arrastrarse en trance hasta la cama, donde dormía con la profundidad de alguien que ha pasado todo el día fuera, hasta el canto del gallo de la mañana siguiente, cuando se despertaba por completo. Aquél era el momento de su interminable batalla por las cenizas con las criadas: las habitaciones de Alconleigh se calentaban mediante fuegos de leña, y tío Matthew sostenía, con razón, que si se pretendía que cumplieran su función correctamente, toda la ceniza debía dejarse en las chimeneas apilada en un enorme montón humeante. Sin embargo, por algún motivo (seguramente por un entrenamiento anterior con fuegos de carbón), todas las criadas se empeñaban en limpiar la ceniza por completo. Cuando los zarandeos, las imprecaciones y las reprimendas de río Matthew, vestido con su batín estampado a las seis de la mañana, las hubieron convencido de que aquello no era posible, tomaron la determinación absoluta de retirar todas las mañanas, fuese como fuese, al menos un puñado o una palada. La única explicación que se me ocurre es que así sentían que estaban reafirmando su personalidad.

El resultado fue una emocionante guerra de guerrillas. Las criadas son, por antonomasia, muy madrugadoras, y normalmente pueden contar con tres horas enteras durante las cuales la casa les pertenece sólo a ellas… pero no en Alconleigh. Tío Matthew, tanto en invierno como en verano, se levantaba hacia las cinco de la mañana y se dedicaba a pasearse enfundado en una bata que le confería un aire terrorífico, y a beber cantidades ingentes de té, sirviéndose una taza tras otra de un termo, hasta las siete de la mañana, hora en que se daba un baño. El desayuno para mis tíos, la familia y cualquier invitado era a las ocho en punto, y no se toleraba la impuntualidad. Tío Matthew no respetaba el sueño matinal de los demás, y a partir de las cinco de la mañana era imposible seguir durmiendo, porque mi tío vociferaba por toda la casa, haciendo ruido con las tazas de té, gritando a sus perros, abroncando a las criadas o haciendo restallar con gran estrépito los látigos para el ganado que había comprado en Canadá, y todo ello con el acompañamiento musical de Galli Curci sonando en su gramófono, un aparato anormalmente estruendoso, con una bocina gigantesca, a través de la cual salían los aullidos de «Una voce poco fa», la escena de la locura de
Lucia di Lammermoor
: Lo, here the gen-tle la-a-ark, etcétera, interpretados a toda velocidad, con lo que resultaban aún más estridentes y más chirriantes de lo que se suponía que debían ser. No hay nada que me recuerde tanto mi niñez en Alconleigh como esas canciones. Tío Matthew las escuchó sin cesar durante años, hasta que se rompió el hechizo el día que fue a Liverpool para ver a la Galli Curci en persona. La desilusión que le causó la actuación fue tan grande que, después de aquello, los discos permanecieron para siempre en silencio y se vieron reemplazados por las voces más graves que existieran en el mercado: Fearful the death oftbe diver must be, walking alone in the de-e-e-e-epths of the sea, esto es,
Drake is going West, lads
.

Toda la familia acogió aquellas canciones con alegría, porque al amanecer eran bastante menos molestas.

—¿Y por qué iba a querer casarse?

—No puede estar enamorada; tiene cuarenta años.

Como todos los críos, dábamos por sentado que el amor era cosa de jóvenes.

—¿Cuántos años crees que tendrá él?

—Cincuenta o sesenta, supongo. A lo mejor considera que estaría bien ser viuda. Para poder vestirse de luto, claro.

—Tal vez crea que a Fanny le conviene la influencia de un hombre.

—¡La influencia de un hombre! —exclamó Louisa—. Presiento que se avecinan problemas. Imaginaos que se enamora de Fanny… Eso sí que sería distinto. Como el duque de Somerset con la princesa Isabel… Seguro que te importuna con sus juegos y te pellizca en la cama, ya verás.

—Seguro que no, a su edad…

—A los viejos les gustan mucho las niñas…

—Y los niños —apuntó Bob.

—Parece que tía Sadie no piensa decir nada hasta que vengan —dije yo.

—Aún falta casi una semana; a lo mejor todavía se está decidiendo. Hablará de ello con Pa. Puede que valga la pena oír qué dicen la próxima vez que se dé un baño. Tú puedes enterarte, Bob.

El día de Navidad transcurrió, como era habitual en Alconleigh, entre rachas alternas de sol y lluvia. Tal como son capaces de hacer los niños, me quité de la cabeza las alarmantes noticias relativas a tía Emily y me concentré en divertirme. Hacia las seis de la mañana, Linda y yo despegamos los ojos somnolientos y comenzamos por nuestros calcetines. Los verdaderos regalos llegarían más tarde, en el desayuno y en el árbol, pero los calcetines de Navidad eran un magnífico aperitivo y estaban llenos de tesoros. Luego entró Jassy y empezó a vendernos cosas del suyo. A Jassy sólo le importaba el dinero porque estaba ahorrando para fugarse: siempre llevaba encima su libreta de ahorros y sabía en todo momento cuánto tenía, hasta el último cuarto de penique. Luego, por algún milagro de su testarudez, pues a Jassy se le daban muy mal las cuentas, traducía esta información a un número determinado de días en una habitación amueblada.

—¿Cuánto has reunido ya, Jassy?

—El viaje a Londres y un mes, dos días y una hora y media en una habitación con derecho a baño y desayuno.

El enigma consistía en saber de dónde saldrían las otras comidas. Jassy estudiaba los anuncios de las habitaciones en
The Times
todas las mañanas; la más barata que había encontrado hasta entonces estaba en Clapham, y tan ansiosa estaba por obtener el dinero con el que haría realidad su sueño, que podíamos estar seguras de hacernos con unas cuantas gangas tanto en la mañana de Navidad como en su cumpleaños. Jassy tenía ocho años por aquel entonces.

Debo reconocer que mis perversos padres nunca me fallaban por Navidad, y sus regalos eran siempre la envidia de la casa. Aquel año, mi madre, que estaba en París, me envió una jaula dorada llena de colibríes de peluche que, al darles cuerda, gorjeaban, daban saltitos y bebían de una fuente. También me mandó un gorro de pieles y una pulsera de oro y topacios, cuyo caché se vio acrecentado por el hecho de que tía Sadie la consideró un regalo poco apropiado para una niña, y así se lo hizo saber a todos. Mi padre me envió un poni y un carro, un conjunto muy bonito y elegante, que había llegado unos días antes y que Josh había guardado en secreto en los establos.

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