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Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

A la caza del amor (8 page)

BOOK: A la caza del amor
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Lord Merlin respondió aceptando la invitación y dijo que iría acompañado por un grupo de doce personas cuyos nombres remitiría a tía Sadie a la mayor brevedad. Un comportamiento muy normal y correcto. Tía Sadie se llevó una grata sorpresa al descubrir que la carta, al abrirla, no contenía ninguna broma con mecanismo de relojería destinada a golpearle un ojo. No obstante, el papel de cartas estaba decorado con un dibujo de la casa, hecho que le ocultó a tío Matthew, pues era la clase de cosas que éste detestaba.

Al cabo de unos días llegó una nueva sorpresa. Lord Merlin escribió otra carta, que seguía sin contener ninguna broma y era igual de educada que la anterior, invitando a tío Matthew, a tía Sadie y a Louisa a cenar con él en ocasión del baile benéfico del hospital de Merlinford Cottage. Naturalmente, fue imposible persuadir a tío Matthew, pero tía Sadie y Louisa acudieron, y volvieron con los ojos desorbitados. En la casa, explicaron, hacía un calor asfixiante, tanto que era imposible sentir frío ni un solo momento, aun despojándose del abrigo en el recibidor. Habían llegado muy temprano, mucho antes de que bajase nadie, porque cuando iban en automóvil tenían por costumbre salir siempre con un cuarto de hora de antelación por si pinchaban en el camino. Esto les permitió echar un buen vistazo a su alrededor: la casa estaba repleta de flores y olía maravillosamente. Los invernaderos de Alconleigh también estaban llenos de flores; por algún motivo, nunca llegaban al interior de la casa, aunque de haber llegado, sin duda habrían muerto de frío. En efecto, los galgos llevaban collares de diamantes, mucho más espléndidos que los de tía Sadie, según ella misma, y no tuvo más remedio que reconocer que les sentaban estupendamente. Varias aves del paraíso bastante dóciles revoloteaban por toda la casa, y un chico le dijo a Louisa que, si iba durante el día, vería una bandada de palomas multicolores desparramándose como una nube de confetis en el cielo.

—Merlin las tiñe todos los años y las seca en el cuarto de la ropa blanca.

—Pero ¿eso no es terriblemente cruel? —exclamó Louisa, horrorizada.

—Oh, no, a las palomas les encanta. Sus respectivos maridos y mujeres están tan guapos cuando salen…

—¿Y qué les pasa a las sus pobres en los ojos?

—Bah, aprenden a cerrarlos muy pronto.

Cuando al fin salieron de sus habitaciones, algunos de ellos escandalosamente tarde, los invitados olían aún más deliciosamente que las flores y parecían aún más exóticos que las aves del paraíso. Todo el mundo había estado muy simpático y amable con Louisa. Durante la cena se sentó entre dos apuestos jóvenes e intentó entablar con ellos la conversación habitual:

—¿Dónde vais a cazar?

—No vamos de caza —contestaron.

—Ah, entonces ¿por qué lleváis casacas de color rosa?

—Porque nos parecen muy bonitas.

Todo aquello nos pareció divertidísimo, pero acordamos que no debía llegar a oídos de tío Matthew, pues era muy posible que, aun entonces, prohibiese la asistencia del grupo de invitados de Merlinford a su baile.

Después de cenar, las chicas se habían llevado a Louisa al piso de arriba. Al principio se asustó al ver unos carteles colgados de las puertas de las habitaciones de invitados:

A causa de la aparición de un cadáver sin

identificar en el depósito de agua, se ruega a

los visitantes que no beban agua del baño.

Se ruega a los visitantes que no disparen armas

de fuego, no toquen la corneta, no chillen

y no silben entre la medianoche y las seis

de la mañana.

Y luego, en uno de los dormitorios:

Se destrozan cosas.

Pero no tardaron en aclararle que todo aquello eran bromas.

Las chicas se habían ofrecido a prestarle polvos de arroz para la cara y carmín para los labios, pero Louisa, que no se había atrevido a aceptar por miedo a que tía Sadie lo notara, nos dijo que con el maquillaje las otras estaban, simplemente, divinas.

A medida que se iba acercando el gran día del baile, saltaba a la vista que tía Sadie estaba preocupada por algo. Todo parecía ir viento en popa: el champán había llegado; ya había sido contratada la orquesta, el terceto de cuerda de Clifford Essex, y se había dispuesto todo para que pasasen los breves intervalos de descanso en casa de la señora Craven. La señora Crabbe, con la colaboración de la granja, de Craven y de tres mujeres del pueblo, estaba planeando la cena del siglo, un auténtico festín. Habían convencido a tío Matthew para que consiguiese veinte estufas de aceite con las que emular la agradable calidez de Merlinford y habían dado instrucciones al jardinero de transferir a la casa hasta la última maceta que cayese en sus manos. («¿Y qué será lo próximo? ¿Teñir a las gallinas?», comentó tío Matthew desdeñosamente.)

Pero a pesar de que los preparativos parecían estar saliendo a pedir de boca, tía Sadie seguía frunciendo el ceño con angustia, porque había atraído a un numeroso grupo de jovencitas acompañadas de sus mamas… pero ni a un solo chico. El caso era que sus contemporáneas con hijas estaban encantadas de llevarlas, pero los hijos varones eran otro cantar: los posibles compañeros de baile, colmados de invitaciones en aquella época del año, tenían cosas mejores que hacer que recorrer el largo camino hasta Gloucestershire para ir a una casa que no habían pisado nunca y donde no había modo de saber con seguridad si disfrutarían del calor, el lujo y los buenos vinos que creían merecer, donde no sabían de la existencia de ninguna dama cuya belleza y encanto extraordinario pudiese tentarlos, donde no se les había ofrecido ninguna montura y donde no se había mencionado ninguna cacería, ni siquiera un día con los faisanes. Tío Matthew sentía demasiado aprecio por sus caballos y sus faisanes para dejar que los toquetease cualquier jovenzuelo desconocido e inexperto.

Así pues, estaban en un verdadero aprieto: diez mujeres, cuatro madres y seis hijas, avanzaban desde distintos puntos de Inglaterra en dirección a una casa donde había cuatro mujeres más (no es que Linda y yo contásemos, pero llevábamos faldas y no pantalones, y lo cierto es que éramos demasiado mayores para tenernos encerradas todo el tiempo en el cuarto de los niños) y sólo dos hombres, uno de los cuales no llevaba frac todavía.

Entonces, el teléfono se puso al rojo vivo, y empezaron a emitirse telegramas en todas direcciones. Tía Sadie dejó de lado su orgullo, renunció a fingir que las cosas eran como debían ser, que se invitaba a la gente por méritos propios, y lanzó una serie de llamamientos desesperados. El señor Wills, el párroco, accedió a dejar a la señora Wills en casa, y a cenar,
en garçon
, en Alconleigh; era la primera vez que se separaban en cuarenta años. La señora Aster, la mujer del representante municipal, hizo el mismo sacrificio, y el señorito Aster, su hijo, que aún no había cumplido los diecisiete, tuvo que salir a toda prisa hacia Oxford para hacerse con un traje de etiqueta.

Davey Warbeck recibió órdenes de dejar a tía Emily y acudir de inmediato. Dijo que lo haría, pero a regañadientes, y no hasta que se proclamó a los cuatro vientos la magnitud de la crisis. Tanto los primos de edad avanzada como los tíos olvidados durante largos años como si fueran fantasmas fueron rescatados del olvido y llamados a materializarse. Casi todos se negaron, algunos de forma grosera, porque casi todos, en un momento u otro, habían sido insultados por tío Matthew de forma tan agria y brutal que les resultaba imposible perdonarlo. Al final, tío Matthew vio que iba a ser necesario tomar las riendas de la situación: el baile le importaba un pimiento y no se sentía especialmente responsable de la diversión de sus invitados, a quienes parecía considerar una horda de bárbaros llegados en tropel de los que no había forma humana de deshacerse, en lugar de verlos como a un grupo de amigos encantadores con los que divertirse y pasar un rato agradable, pero sí que le importaba, en cambio, el bienestar de tía Sadie, y no soportaba verla tan preocupada. De modo que viajó a Londres para asistir al último pleno de la Cámara de los Lores antes del final del periodo de sesiones. Su viaje resultó de lo más fructífero.

—Stromboli, Paddington, Fort William y Curtley han aceptado —le dijo a tía Sadie con la expresión de un mago que saca cuatro maravillosos y enormes conejos de una chistera—. Pero he tenido que prometerles una cacería. Bob, ve y dile a Craven que quiero verlo por la mañana.

Mediante aquellos complicados tejemanejes, los números iban a ser pares en la mesa de la cena, y tía Sadie sintió un alivio inmenso, aunque mostró cierta aprensión por los cuatro conejos de tío Matthew: lord Stromboli, lord Fort William y el duque de Paddington habían bailado con ella en sus años mozos, y sir Archibald Curtley, bibliotecario de la Cámara, era un asiduo a las cenas de los círculos literarios e intelectuales, tenía más de setenta años y estaba completamente artrítico. Después de la cena, por supuesto, el baile sería otra cuestión: el señor Wills se reuniría entonces con la señora Wills y el capitán Aster con la señora Aster. Tío Matthew y Bob no contaban como parejas de baile; en cuanto a los representantes de la Cámara de los Lores, era más probable que se dirigiesen a la mesa de bridge que al salón de baile.

—Me temo que habrá que abandonar a las chicas a su suerte —dijo tía Sadie con resignación.

Sin embargo, en cierto modo, era lo mejor: aquellos viejos muchachos habían sido escogidos por el propio tío Matthew, eran amigos suyos, y seguramente se mostraría cortés con ellos; en cualquier caso, ya sabían cómo se las gastaba. Llenar la casa de jóvenes desconocidos habría sido, y tía Sadie lo sabía, correr un gran riesgo. Tío Matthew detestaba a los desconocidos, odiaba a los jóvenes y aborrecía la idea de tener en su casa posibles pretendientes para sus hijas. Tía Sadie preveía más obstáculos en el camino, pero por el momento los habíamos sorteado.

Así que esto es un baile de sociedad. Esto es vida; al fin ha llegado lo que hemos estado esperando todos estos años: un baile se escenifica ante nuestros ojos. Es una sensación extraña, casi irreal, como salida un sueño, pero ¡ay!, tan distinta de como la habíamos imaginado… Hay que reconocerlo: no es un sueño bonito, la verdad sea dicha. Los hombres son feos y bajitos; las mujeres, rancias, con la ropa hecha un desastre y la cara roja como un tomate; las estufas de aceite apestan y apenas calientan. Pero lo peor son los hombres, todos muy viejos o muy feos. Y cuando te sacan a bailar (animados sin duda por el bueno de Davey, que intenta asegurarse de que lo pasemos bien en nuestra primera fiesta), una no se siente como si se alejase flotando en una nube maravillosa, atraída por un fuerte brazo hacia un pecho varonil, sino que no hay más que empujones, tropezones y más empujones. Los hombres se mantienen en equilibrio sobre una pierna, como las cigüeñas, mientras dejan caer la otra, como el leño de la fábula del rey de las ranas, sobre el pie de la pobre sufridora. En cuanto a mantener una conversación inteligente, es un milagro que cualquier charla, por estúpida y banal que sea, dure un baile entero y el rato de espera entre uno y otro. Básicamente se compone de: «¡Huy! Lo siento» y «¡Oh! Ha sido culpa mía», aunque Linda consiguió la proeza de llevar a una de sus parejas de baile a ver las piedras enfermas.

Nadie nos había enseñado a bailar, y no sé por qué razón, creíamos que era algo que todo el mundo sabía hacer con suma facilidad y de forma natural. Creo que Linda se dio cuenta aquella misma noche de una cosa que yo tardé años en descubrir: que el comportamiento del hombre civilizado no tiene nada que ver con la naturalidad, que todo es artificio más o menos perfeccionado.

Si la noche se salvó de ser una desilusión absoluta fue gracias al grupo de Merlinford: los amigos de lord Merlin llegaron tardísimo y, de hecho, ya nos habíamos olvidado de ellos, pero cuando hubieron saludado a tía Sadie e invadido el salón de baile, en la fiesta se respiró de inmediato otro ambiente. Estaban radiantes y relucientes con sus joyas, su ropa elegantísima, el pelo brillante y unas caras deslumbrantes; cuando bailaban, ellos sí parecían estar flotando en el aire, menos cuando la orquesta tocaba un charlestón, porque entonces ejecutaban unos movimientos tan hábiles, aunque abruptos, que nos dejaban boquiabiertos. Saltaba a la vista que su conversación era atrevida y ocurrente; se la veía fluir como un río, corriendo a raudales y relumbrando bajo el sol. Linda estaba fascinada y decidió allí mismo que, aunque tuviese que invertir en ello el resto de su vida, algún día sería como aquellos brillantes seres y viviría en su mundo. Yo no tenía semejante aspiración; veía que eran personas admirables, pero que estaban muy lejos de mí y de mi órbita, y pertenecían más bien a la de mis padres; yo les había dado la espalda desde el día en que tía Emily me había llevado a su casa y no había vuelta atrás… ni yo quería que la hubiera. Pese a todo, me parecían fascinantes como espectáculo y, tanto si me quedaba sentada junto a Linda como si me ponía a dar vueltas por el salón con el bueno de Dave, quien, incapaz de convencer a más chicos para que nos sacasen a bailar, nos sacaba de vez en cuando, no les quitaba los ojos de encima. Davey parecía conocerlos a todos muy bien, y era evidente que lord Merlin y él eran grandes amigos, y cuando no estaba deshaciéndose en atenciones con Linda y conmigo, se iba con ellos y participaba en sus ingeniosas conversaciones. Incluso se ofreció a presentárnoslos, pero por desgracia, los vaporosos volantes de tafetán, que tan bonitos y originales parecían en casa de la señora Josh, tenían un aspecto extrañamente rígido junto a sus estampados de chifón, tan suaves y sedosos; además, las experiencias vividas a lo largo de la velada nos habían hecho sentirnos inferiores, y le suplicamos que no lo hiciera.

Aquella noche, en la cama, pensé más que nunca en los brazos protectores de mi granjero de Shenley, y a la mañana siguiente Linda me dijo que había renunciado al príncipe de Gales.

—He llegado a la conclusión —anunció— de que los ambientes de la corte deben de ser muy aburridos. Y si no, ahí tienes el ejemplo de lady Dorothy, mira cómo se muere de aburrimiento…

Capítulo 6

El baile tuvo una secuela completamente inesperada: la madre de lord Fort William invitó a tía Sadie y a Louisa a su casa en Sussex para el baile de una cacería y, poco después, su hermana casada las invitó a una partida de caza y a un baile benéfico. Durante aquella visita, lord Fort William le propuso matrimonio a Louisa y ésta lo aceptó; volvió a Alconleigh prometida y se encontró ocupando el centro de atención por primera vez desde que el nacimiento de Linda se lo había arrebatado de un plumazo. Aquello causó una auténtica conmoción, y en el cuarto de los Ísimos no se hablaba de otra cosa, tanto con Louisa presente como en su ausencia. Llevaba un bonito anillo de diamantes en el dedo anular y no se mostraba tan comunicativa como habríamos deseado respecto a las dotes amatorias de lord Fort William («John» para nosotros a partir de entonces, pero ¿cómo íbamos a acordarnos?); se escudaba, ruborizándose, tras excusas tales como que aquellos asuntos eran demasiado sagrados para hablar de ellos. No tardó en presentarse de nuevo en carne y hueso, y pudimos observarlo como individuo y no como parte (con lord Stromboli y el duque de Paddington) de una venerable trinidad. Linda hizo un resumen: «Pobre anciano, supongo que a ella le gusta, pero la verdad es que si fuese mi perro, no tendría más remedio que sacrificarlo». Lord Fort William tenía treinta y nueve años, pero desde luego, parecía mucho mayor. Era como si el pelo se le resbalase hacia atrás, como un edredón por la noche —palabras textuales de Linda— y en general tenía un aire descuidado de edad madura. Pese a todo, Louisa lo amaba y era feliz por primera vez en su vida. Tío Matthew siempre le había dado mucho más miedo que a cualquiera de los demás, y con razón, porque la tenía por idiota y no la trataba demasiado bien, así que ella veía el cielo abierto ante la perspectiva de irse de Alconleigh para siempre.

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