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Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

A la caza del amor (9 page)

BOOK: A la caza del amor
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Creo que Linda, a pesar de los comentarios sobre el perro viejo y el edredón, tenía envidia. Salía a dar largos paseos solitarios y daba rienda suelta a todas sus fantasías, hasta que su ansia de encontrar el amor se convirtió en una obsesión. Todavía tenían que pasar dos años enteros para que pudiese presentarse en sociedad, y los días transcurrían con una lentitud exasperante. Linda se desplomaba en el sillón de la sala de estar y se dedicaba a hacer solitarios (o empezaba partidas y las dejaba a medias), a veces ella sola y otras veces con Jassy, a quien había contagiado su impaciencia.

—¿Qué hora es?

—A ver si lo adivinas.

—¿Las seis menos cuarto?

—Mejor aún.

—¡Las seis!

—No tanto.

—¿Las seis menos cinco?

—Sí.

—Si me sale la carta, me casaré con el hombre que amo. Si me sale, me casaré a los dieciocho años.

Y así, siempre igual: «Si me sale esto…» y barajaba las cartas. «Si me sale lo otro…» y repartía. «La última carta de la baraja es una reina… Ya no puede salir, vuelta a empezar. »

Louisa se casó en primavera. Su vestido de novia, con volantes de tul y ramilletes de azahar, le llegaba hasta la rodilla y llevaba cola, tal como dictaba la horrorosa moda del momento. A Jassy la sacaba de sus casillas.

—No es nada apropiado.

—¿Por qué, Jassy?

—Para que te entierren con él, quiero decir. Siempre se entierra a las mujeres con el vestido de novia, ¿no? Piensa en tus pobres piernas muertas asomando por ahí.

—¡Ay, Jassy, no seas tan morbosa! Me las taparán con la cola del vestido.

—Pues a los de la funeraria no les hará ni pizca de gracia.

Louisa no quiso tener damas de honor; creo que prefería que, por una vez en su vida, la mirasen más que a Linda.

—Ni te imaginas el aspecto tan ridículo que vas a tener por detrás sin damas de honor —le dijo Linda—, pero bueno, tú haz lo que quieras. Te aseguro que no nos apetece nada ponernos esos horrendos trajes de chifón azul; sólo lo digo por tu propio bien.

En el cumpleaños de Linda, John Fort William, gran aficionado a las antigüedades, le regaló una réplica de la joya del rey Alfredo el Grande, y Linda, cuya antipatía no conocía límites en aquel momento, dijo que aquello parecía, sencillamente, un excremento de pollo.

—Tiene el mismo tamaño, la misma forma y el mismo color. No es la idea que tengo de una joya, la verdad.

—Pues a mí me parece preciosa —dijo tía Sadie, pero las palabras de Linda ya habían destilado su veneno. Por aquel entonces, tía Sadie tenía un canario que se pasaba el día cantando, rivalizando con la mismísima Galli Curci en la pureza y la estridencia de su gorjeo. Cada vez que oigo cantar tan exageradamente a un canario recuerdo aquella feliz visita, el flujo interminable de regalos de boda, cómo los abríamos y los colocábamos en el salón de baile con gritos de admiración o espanto, las prisas, el trajín y el buen humor de tío Matthew, que, por increíble que parezca, se prolongó día tras día, como ocurre a veces con el buen tiempo.

Louisa iba a tener dos casas, una en Londres, en Connaught Square, y otra en Escocia; su asignación para vestuario iba a ser de trescientas libras al año; iba a tener una diadema de diamantes, una gargantilla de perlas, su propio automóvil y un abrigo de pieles. En el fondo, suponiendo que fuese capaz de soportar a John Fort William, su suerte era envidiable… aunque la verdad es que era un hombre soporífero.

El día de la boda amaneció espléndido, templado y agradable, y cuando fuimos a la iglesia por la mañana para ver cómo iban los adornos de la señora Wills y la señora Josh, encontramos el interior lleno de flores. Más tarde, cuando la insólita muchedumbre desdibujó su perfil familiar, la iglesia adquirió un aspecto muy distinto y pensé que a mí, personalmente, me habría gustado más casarme cuando el lugar estaba tan vacío, florido e imbuido del Espíritu Santo. Era la primera vez que Linda y yo íbamos a una boda, porque tía Emily se había casado, cometiendo una gran injusticia con nosotras, en una ceremonia íntima, en la capilla de la casa de Davey, en el norte de Inglaterra, así que no estábamos preparadas psicológicamente para la repentina transformación de nuestra querida Louisa y el soso de John en los paradigmas de novia y novio, la heroína y el héroe de las historias románticas.

Desde el momento en que dejamos a Louisa en Alconleigh, a solas con tío Matthew, para que los dos nos siguieran con el Daimler en once minutos exactos, la escena adquirió unos tintes de teatralidad absoluta: Louisa, envuelta en tul de la cabeza a las rodillas, se sentó con mucho cuidado en el borde de una silla, mientras que tío Matthew, con el reloj en la mano, empezó a pasearse arriba y abajo por la habitación. Los demás fuimos a la iglesia andando, como siempre, y nos colocamos en el banco de la familia, al fondo de la sala, una posición estratégica desde la que pudimos observar con fascinación el aspecto insólito de nuestros vecinos, todos ataviados con sus mejores galas. La única persona de toda la concurrencia que tenía exactamente el mismo aspecto de siempre era lord Merlin.

De repente, se produjo cierta agitación: John y su padrino de bodas, lord Stromboli, tras aparecer de la nada como un par de muñecos de resorte, se colocaron junto a los escalones del altar. Con sus chaqués y el pelo recargado de brillantina tenían un aspecto adecuadamente elegante, pero casi no tuvimos tiempo de fijarnos, porque la señora Wills empezó a tocar la marcha nupcial de Wagner en todos los registros posibles y Louisa apareció, con la cara oculta tras el velo, avanzando por el pasillo del brazo de tío Matthew, quien tiraba de ella a paso ligero. Creo que, en aquel momento, Linda se habría cambiado por Louisa de muy buena gana, aun teniendo que pagar el precio nada insignificante, por cierto, de vivir feliz y comer perdices hasta el fin de sus días junto a John Fort William. En lo que nos pareció un abrir y cerrar de ojos, volvimos a ver a Louisa arrastrada de nuevo por el pasillo, esta vez del brazo de John, con la cara descubierta, mientras la señora Wills se empeñaba en hacer añicos los cristales de las ventanas, tan estridente y triunfal sonaba su marcha nupcial, la de Mendelssohn esta vez.

Todo salió según lo previsto, y sólo hubo un pequeño incidente: Davey se escabulló del banco reservado a la familia sin que nadie se diese cuenta en mitad del «As Pants the Heart», el himno favorito de Louisa, hizo que uno de los coches reservados para los invitados lo llevase a la estación de Merlinford y se fue directamente a Londres. Por la noche telefoneó para decirnos que se le había torcido una amígdala mientras cantaba y había pensado que lo mejor era ir a ver de inmediato a sir Andrew Macpherson, el otorrinolaringólogo, que le había ordenado guardar cama durante una semana. El pobre Davey siempre sufría los accidentes más inverosímiles.

Cuando tanto Louisa como los invitados se hubieron marchado de Alconleigh, la casa se sumió en una especie de apatía, como suele ocurrir en estas ocasiones, y Linda cayó en un estado de ánimo tan depresivo y sombrío que hasta tía Sadie se asustó. Linda me contó más adelante que había llegado a pensar seriamente en suicidarse, y que seguramente lo habría hecho si las dificultades materiales no hubiesen sido tan grandes.

—¿Sabes lo mal que se pasa cuando hay que matar a un conejo? —dijo—. ¡Pues imagínate cuando se trata de tu propia vida!

Dos años parecían una eternidad, algo por lo que no valía la pena pasar, ni siquiera con la perspectiva (que Linda no ponía en duda ni por un momento, como los creyentes no dudan de la existencia del cielo) de encontrar el amor verdadero al final del camino. Por supuesto, era la época en que, al menos en teoría, Linda debería haber empezado a trabajar duramente y durante todo el día, como yo, sin más tiempo para sueños estúpidos que unos pocos minutos antes de acostarse, y creo que tía Sadie se daba cuenta, porque insistió en que aprendiera a cocinar, se entretuviera cuidando del jardín o se preparara para la confirmación, pero Linda se negó en redondo, y tampoco quiso ir al pueblo a hacer recados ni ayudar a tía Sadie con las mil y una tareas que corresponden a la mujer de un terrateniente local. En realidad, se pasaba el día lanzándole miradas asesinas a su madre (y así se lo decía tío Matthew multitud de veces todos los días) con unos ojos azules furiosos, sólo por fastidiar.

Y justo entonces, lord Merlin acudió en su auxilio. Se había quedado prendado de ella en la boda de Louisa y le había pedido a tía Sadie que la llevase alguna vez a Merlinford. Al cabo de unos días llamó por teléfono; tío Matthew atendió la llamada y le gritó a tía Sadie, sin apartar la boca del auricular:

—Ese gorrino de Merlin quiere hablar contigo.

Lord Merlin, que no era duro de oído precisamente, ni siquiera se inmutó; siendo como era un excéntrico, comprendía y compartía las excentricidades de los demás. La pobre tía Sadie, sin embargo, se sintió muy avergonzada y, como consecuencia, aceptó una invitación para llevar a Linda a comer a Merlinford que, de otro modo, sin duda habría rechazado.

Por lo visto, lord Merlin se percató al instante del estado de ánimo de Linda, se escandalizó al enterarse de que no recibía clases de ningún tipo e hizo todo lo posible por despertar en ella algún interés: le enseñó sus cuadros, se los comentó, habló largo y tendido sobre arte y literatura y le prestó unos cuantos libros para que los leyera. Sugirió, cosa que tía Sadie no pasó por alto, que Linda y ella asistiesen a una serie de conferencias en Oxford, y también comentó que se estaba celebrando el Festival de Shakespeare en Stratford-on-Avon.

Estas excursiones, de las que la propia tía Sadie disfrutaba muchísimo, no tardaron en hacerse habituales en Alconleigh. Tío Matthew se burlaba un poco, pero nunca interfería en nada que quisiese hacer tía Sadie; además, no era la formación en sí lo que más temía para sus hijas, sino la vulgaridad que podían inculcarles en un internado. En cuanto a las institutrices, ya lo habían intentado, pero ninguna había sido capaz de soportar más de unos cuantos días el terror que provocaban el rechinar de la dentadura postiza de tío Matthew, el furioso fogonazo azul de su mirada y el restallido del látigo bajo las ventanas de sus dormitorios al amanecer. «Es por los nervios», decían, y se iban a la estación, la mayoría de las veces sin haber abierto siquiera los enormes baúles de equipaje, tan pesados que parecían llenos de piedras, que siempre llevaban consigo.

Tío Matthew acompañó en una ocasión a tía Sadie y a Linda a ver una obra de Shakespeare,
Romeo y Julieta
. No fue un éxito, que digamos. Lloró a mares y se puso hecho una fiera porque acababa mal. «Toda la culpa la tiene ese maldito fraile —repetía sin cesar en el camino de vuelta a casa, enjugándose todavía las lágrimas—. Ese muchacho… ¿cómo se llama? Ah, sí, Romeo, tendría que haber sabido que ese condenado papista acabaría estropeándolo todo. Y esa vieja bruja de la nodriza también, seguro que era católica y apostólica, la muy puñetera».

Así que la vida de Linda, en lugar de ser un páramo dominado por el tedio más absoluto, estaba ahora, hasta cierto punto, llena de asuntos que despertaban su interés. Presentía que al mundo donde quería vivir, el mundo ocurrente y chispeante de lord Merlin, le interesaban los asuntos del intelecto, y que sólo podría destacar en él si se convertía en una persona más o menos culta. Abandonó los inútiles solitarios y empezó a pasarse el día agazapada en un rincón de la biblioteca, leyendo hasta que se le agotaba la vista. Muchas veces, sin que sus padres lo supiesen, pues nunca le habrían permitido ir allí sola, cabalgaba hasta Merlinford, dejaba a Josh en los establos, donde éste tenía varios amigos, y charlaba durante horas con lord Merlin sobre toda clase de asuntos. Este sabía que Linda tenía un carácter extremadamente romántico y preveía que aquello le iba a acarrear no pocos problemas, por lo que no dejaba de insistirle en la necesidad de cierta formación intelectual.

Capítulo 7

¿Se puede saber qué fue lo que indujo a Linda a casarse con Anthony Kroesig? Durante los nueve años de su vida en común, la gente hacía aquella pregunta con una frecuencia irritante, casi cada vez que se mencionaba el nombre de uno de ellos. ¿Qué se proponía? Desde luego, era imposible que estuviese enamorada de él. ¿Qué le había hecho tomar esa decisión? ¿Cómo podía haber sucedido? Sí, claro, él era muy rico, pero también lo eran otros y, desde luego, Linda era una joven fascinante que tenía donde elegir… La respuesta era, sencillamente, que estaba enamorada. Era demasiado romántica para casarse sin amor, y yo, que estuve presente cuando se conocieron y durante la mayor parte de su noviazgo, siempre entendí por qué había sucedido. En aquellos tiempos, para unas chicas poco sofisticadas y acostumbradas a vivir en el campo como nosotras, Tony era una criatura gloriosa y elegantísima. La primera vez que lo vimos, en nuestra puesta de largo, estaba cursando su primer año en Oxford y era miembro del club Bullingdon, un chico magnífico con un Rolls-Royce, un montón de caballos preciosos, ropa exquisita y habitaciones lujosas y enormes donde hacer fiestas sin reparar en gastos. En cuanto al aspecto físico, era alto y rubio, más bien tirando a grueso, pero bien proporcionado. Ya entonces era ligeramente pomposo, algo con lo que Linda no se había encontrado hasta entonces y que le resultó muy atractivo. En resumidas cuentas: Linda vio en él la imagen que éste proyectaba de sí mismo.

Pero lo que de verdad le hizo ganar puntos a ojos de Linda fue que acudió a la fiesta acompañando a lord Merlin. La verdad es que fue mala suerte, sobre todo teniendo en cuenta que lo habían invitado para suplir una vacante de última hora.

La fiesta de Linda no fue ni mucho menos un fracaso, como la de Louisa; ésta, que ahora era una lady londinense y una mujer casada, llevó a casa de tía Sadie a un montón de jóvenes, en su mayoría sosos, rubios, escoceses y de buenos modales, por lo que tío Matthew no pudo ofenderse. Congeniaron con las distintas chicas morenas y sosas invitadas por tía Sadie, y la reunión parecía «marchar» muy bien, aunque Linda no les hacía ni caso, y decía que eran todos demasiado aburridos para malgastar el tiempo charlando con ellos. Tía Sadie le había estado suplicando a tío Matthew durante varias semanas que fuese amable con los jóvenes y no gritase a nadie, y lo cierto era que estaba bastante comedido, incluso patético en su deseo de agradar a todos, deambulando sigilosamente entre los invitados como si hubiese un enfermo en el piso de arriba y tuviera que guardar silencio.

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