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Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

A la caza del amor (7 page)

BOOK: A la caza del amor
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—Sois un hatajo de lloricas —decía con aire desdeñoso— si os dejáis amedrentar por ese viejo ogro de cartón.

Davey había dejado su residencia en Londres y vivía con nosotras en Shenley donde, durante el curso escolar, no modificaba en absoluto la rutina de nuestra vida, excepto en el sentido de que una presencia masculina en un hogar femenino siempre es saludable (las cortinas, las colchas y la ropa de tía Emily mejoraron enormemente), pero en vacaciones le gustaba llevársela fuera, a casa de sus parientes o de viaje al extranjero, y a mí me colocaban en Alconleigh. Seguramente, tía Emily pensaba que si tenía que elegir entre los deseos de su marido y mi sistema nervioso, debía anteponer los primeros. A pesar de que ella tenía cuarenta años, a mí me parecía que estaban muy enamorados; debía de ser una auténtica lata cargar conmigo a todas horas, y dice muchísimo a favor del carácter de ambos que nunca, ni un solo momento, me lo hicieran notar. De hecho, Davey fue, y lo ha seguido siendo desde entonces, un padrastro modélico para mí, afectuoso, comprensivo, y nunca, en modo alguno, entrometido; me aceptó de inmediato como parte de tía Emily y nunca cuestionó mi inevitable presencia en su casa.

Hacia las fiestas de Navidad, Louisa ya había sido presentada en sociedad oficialmente, y asistía a los bailes de las cacerías con gran envidia por nuestra parte, aunque Linda se burlaba de ella diciendo que no parecía tener demasiados pretendientes. A nosotras todavía nos faltaban dos años para la puesta de largo; nos parecía una eternidad, sobre todo a Linda, que estaba paralizada por las ansias de amor y no tenía clases ni tareas que la distrajeran. En realidad, en aquella época no tenía más interés que la caza; incluso los animales parecían haber perdido todo el encanto a sus ojos. Cuando no había cacería nos pasábamos el día sentadas, demasiado creciditas para nuestros trajes de
tweed
cuyos corchetes tendían a estallar a la altura de la cintura, ' jugando interminables solitarios; otras veces nos encerrábamos a «medir» en el cuarto de los Ísimos. Con una cinta métrica, competíamos a ver quién tenía los ojos más grandes, quién las muñecas, los tobillos, la cintura y el cuello más estrechos, quién las piernas y los dedos más largos, etcétera. Linda ganaba siempre. Cuando terminábamos de «medirnos», hablábamos de amor. Eran conversaciones inocentes, pues en aquella época pensábamos que el amor y el matrimonio eran sinónimos y duraban para siempre, hasta la tumba y mucho más. Nuestra obsesión con el pecado había desaparecido; Bob, a su regreso de Eton, nos lo había contado todo sobre Oscar Wilde, y su delito había dejado de ser un misterio para convertirse en algo anodino, poco romántico e incomprensible.

Por supuesto, ambas estábamos enamoradas, pero de personas a las que no conocíamos: Linda, del príncipe de Gales, y yo, de un granjero grueso, rubicundo y de mediana edad a quien veía a veces montando a caballo por Shenley. Aquellos amores eran intensos y dolorosamente deliciosos: llenaban todo nuestro pensamiento, pero creo que en el fondo éramos conscientes de que con el tiempo los reemplazarían personas de verdad. Existían únicamente para mantener la casa calentita, por así decirlo, para cuando llegase su ocupante definitivo. Lo que no concebíamos era la posibilidad de buscar amantes después del matrimonio: buscábamos el amor verdadero y éste sólo podía llegar una vez en la vida; luego se apresuraba a consagrarse y a partir de entonces no flaqueaba jamás. Los maridos, y eso lo sabíamos, no siempre eran fieles, y debíamos estar preparadas para ello, debíamos entender y perdonar; el verso «Te he sido fiel, Cynara, a mi manera» parecía explicarlo muy bien. Pero las mujeres… Aquello era harina de otro costal. Sólo las más viles de nuestro sexo podían amar o entregarse más de una vez. No sé muy bien cómo conciliaba aquellos sentimientos con la adoración que todavía sentía por mi madre, mi heroína, aquella frívola adúltera. Supongo que la incluía en una categoría completamente distinta, la de las poseedoras de un rostro capaz de lanzar al mar mil navíos, como Helena de Troya. Seguro que a más de un personaje histórico se le debería conceder la inclusión en dicha categoría, pero Linda y yo éramos unas perfeccionistas respecto al amor y no aspirábamos personalmente a aquella clase de fama.

Aquel invierno, tío Matthew tenía en su gramófono una nueva canción, titulada «Thora».
I live in a land of roses
, resonaba una voz grave y masculina,
but dream of a land of snow. Speak, speak, SPEAK to me, Thora
. Tío Matthew la escuchaba mañana, tarde y noche; se ajustaba perfectamente a nuestro estado de ánimo, y Thora nos parecía el más dolorosamente hermoso de los nombres.

Tía Sadie iba a organizar un baile para Louisa poco después de Navidad, y en él habíamos depositado todas nuestras esperanzas. Aunque no estaban invitados el príncipe de Gales ni mi granjero, Linda decía que en el campo nunca se sabía, que era posible que alguien los llevase al baile. El príncipe podía aparecer en su automóvil, de camino a Badminton tal vez, y ¿podía haber algo más natural que el que decidiese entretenerse un rato pasándose por la fiesta?

—Y dígame, se lo ruego, ¿quién es esa hermosa joven?

—Mi hija Louisa, señor.

—Ah, sí, es encantadora, pero en realidad me refería a la que va vestida de tafetán blanco.

—Es Linda, mi hija menor, Alteza.

—Por favor, ¿tendría la amabilidad de presentármela?

Y luego bailarían un vals tan perfecto que los demás asistentes al baile se apartarían para admirarlos. Cuando ya no pudiesen más, se sentarían a descansar durante el resto de la noche, absortos en una conversación apasionante.

Al día siguiente llegaría un mensajero de la Casa Real con una proposición de matrimonio.

—¡Pero es que es tan joven…!

—Su Alteza Real está dispuesto a esperar un año. Y os recuerda que Su Majestad la emperatriz Isabel de Austria se casó a los dieciséis años. Entre tanto, os envía esta joya.

Y le entregaba un joyero de oro, con un cojín rosado y blanco sobre el que descansaba una rosa de diamantes.

Mis ensoñaciones diurnas eran menos exaltadas, y tan improbables como, a mis ojos, reales. Yo me imaginaba a mi granjero transportándome muy lejos de Alconleigh, como el joven Lochinvar, a lomos de su caballo hasta el herrero más próximo, que nos declaraba marido y mujer. Linda, muy generosamente, nos ofrecía una de las haciendas reales, pero yo pensaba que aquello sería un engorro y que resultaría mucho más divertido tener nuestra propia casa.

Mientras, los preparativos para el baile seguían adelante, manteniendo ocupados a todos y cada uno de los miembros del servicio. El vestido de Linda y el mío, de tafetán blanco con volantes vaporosos y cinturillas con incrustaciones de cuentas, los estaba confeccionando la señora Josh, cuya casa asediábamos a todas horas para ver sus progresos. El de Louisa se había comprado en Reville y era de lamé plateado con volantes diminutos, y cada volante llevaba un ribete de gasa azul. Del hombro izquierdo, extrañamente ajena al resto del vestido, colgaba una enorme rosa de seda abierta por completo. Tía Sadie, forzada a abandonar su languidez habitual, se encontraba en un estado de nerviosismo y preocupación exagerados por todo el asunto; nunca la habíamos visto así. También por primera vez, que nosotros recordásemos, la vimos discutir con tío Matthew. Sus discrepancias tenían que ver con lo siguiente: el vecino más próximo de Alconleigh era lord Merlin; cuya finca lindaba con la de tío Matthew, y cuya casa, en Merlinford, estaba a unas cinco millas de distancia. Tío Matthew lo detestaba, y en cuanto a lord Merlin… baste decir que su dirección telegráfica era «aterravecinos». Sin embargo, no había habido ninguna desavenencia oficial entre ambos, y el hecho de que no se viesen nunca no significaba nada, pues lord Merlin no participaba en ninguna cacería, no iba de pesca ni cazaba, mientras que a tío Matthew nunca en toda su vida se lo había visto ir a comer a otra casa que no fuese la suya. «En casa ya tenemos una comida estupenda», solía decir, y ya hacía tiempo que la gente había dejado de invitarlo. El contraste entre los dos hombres y, ciertamente, entre sus casas y sus fincas, era absoluto: Alconleigh era una casa georgiana de grandes dimensiones, horrorosa y orientada al norte, construida con un único propósito: el de proteger de las inclemencias del tiempo a una sucesión de bucólicos hidalgos, a sus esposas y sus enormes familias, a sus perros y caballos, a sus ancianos padres y a sus hermanas solteras. No se percibía interés alguno por la decoración, por suavizar las líneas; nadie había dedicado la menor atención a la fachada, y la casa en su conjunto, colocada en lo alto de la ladera, presentaba un aspecto tan deplorable y desguarnecido como el de un barracón. En su interior, el
leitmotiv
era la muerte, pero no la muerte de las doncellas, no la muerte ataviada con urnas, sauces llorones, cipreses y odas de despedida, sino la muerte de guerreros y animales, cruda y real. En las paredes, las albardas, las picas y los mosquetes estaban dispuestos de forma inmisericorde junto a las cabezas de bestias sacrificadas en muchas tierras distintas, con las banderas y los uniformes de Radletts ya desaparecidos. Las vitrinas no contenían las miniaturas de las ladys, sino miniaturas de las medallas de sus lores, insignias, portalápices hechos con dientes de tigre, la pezuña de un caballo favorito, telegramas que anunciaban las víctimas de una batalla y rollos de pergamino en los que se concedían privilegios, todo revuelto en un eterno amasijo.

Merlinford estaba enclavada en un valle de aspecto suroriental, entre huertos y viejas y apacibles granjas. Era una casa de campo, construida en la misma época que Alconleigh, pero por un arquitecto muy distinto y con una finalidad muy diferente. Era una casa hecha para vivir en ella, no de la que salir corriendo continuamente a matar enemigos. Era adecuada para un soltero o para un matrimonio con uno o dos hijos como máximo, todos guapos, listos y delicados. Los techos estaban pintados por Angélica Kauffman; la escalera era un diseño de Chippendale y los muebles, de Sheraton y Hepplewhite. En el salón colgaban dos watteaus, y no se veía ninguna pala de zapador ni la cabeza de ningún animal.

Lord Merlin añadía piezas constantemente a su colección de maravillas. Era un gran coleccionista, y no sólo la de Merlinford, sino también sus casas de Londres y Roma estaban repletas de tesoros. De hecho, un célebre anticuario de Saint James, al que no tardó en imitar un joyero de Bond Street, había abierto una sucursal en el pueblo de Merlinford con intención de tentar a su señoría con todo un surtido de objetos durante su habitual paseo matutino. A lord Merlin le chiflaban las joyas; sus dos galgos negros llevaban collares de diamantes diseñados para cuellos más blancos, aunque no más esbeltos ni más elegantes que los suyos. Esta provocación para los vecinos venía de largo, y la nobleza local había empezado a pensar que ponía a prueba deliberadamente la honradez de los habitantes de Merlinford, quienes se sentían doblemente agraviados a medida que pasaban los años y los brillantes seguían intactos en aquellos cuellos peludos.

Sus gustos no se limitaban, de ninguna manera, a las antigüedades; él mismo era artista, músico y mecenas de jóvenes creadores. La música moderna resonaba de forma perpetua en Merlinford, y había erigido en el jardín un pequeño pero exquisito teatro, adonde a veces invitaba a sus estupefactos vecinos a asistir a enigmas tales como las obras de Cocteau, la ópera
Mahagonny
o las últimas extravagancias dadaístas de París. Como lord Merlin era un bromista empedernido, en ocasiones resultaba difícil saber dónde terminaban las bromas y dónde empezaba la cultura; creo que ni siquiera él estaba seguro del todo. Un capricho de mármol sobre el que se alzaba un ángel dorado estaba situado en una colina; el ángel tocaba la trompeta todas las tardes a la hora en que había nacido lord Merlin (el que fuese a las nueve y veinte de la noche, justo demasiado tarde para recordar a la gente el noticiario de la BBC, se convertiría posteriormente en un agravio para los vecinos). El capricho brillaba durante el día con piedras semi-preciosas, y por la noche lo iluminaba un potente rayo azul.

Semejante hombre estaba destinado a convertirse en una especie de leyenda para los rudos terratenientes de los Cotswolds entre los que vivía. Sin embargo, y a pesar de que no podían ver con buenos ojos una existencia que desdeñaba la caza aunque no la degustación de las piezas, y pese a que se quedaban perplejos por el esteticismo, las provocaciones y las bromas, lo aceptaron como uno más sin cuestionarlo. Sus familias se conocían desde siempre, y su padre, muchos años antes, había sido un gran aficionado a la caza del zorro; no era ningún advenedizo, ningún nuevo rico, sino un tipo afable y excéntrico habitual en la vida de la campiña inglesa. De hecho, aunque todo el mundo pensaba que el capricho era horrible, los que se perdían en el camino de vuelta a casa después de una cacería agradecían profundamente su existencia.

La diferencia entre tía Sadie y tío Matthew no surgió a raíz de si lord Merlin debía ser invitado al baile (en realidad, dicha cuestión ni siquiera se planteó, puesto que todos los vecinos estaban invitados de forma automática), sino si debían pedirle que acudiese acompañado por un grupo de amigos. Tía Sadie pensaba que sí. Aunque al casarse había abandonado las diversiones mundanas, lo cierto era que había tenido una agitada vida social, y sabía que los amigos de lord Merlin tendrían un gran valor decorativo si éste accedía a llevarlos. También sabía que, al margen de aquello, la nota predominante de su fiesta iba a ser un aburrimiento total y absoluto, y se dio cuenta de que anhelaba rodearse una vez más de chicas jóvenes bien peinadas, con aires londinenses y ropas parisinas. Tío Matthew anunció:

—Si le decimos a ese animal de Merlin que se traiga a sus amigos, se presentará con un montón de estetas, una panda de costureras de Oxford, y no me extrañaría nada que nos trajese también a unos cuantos extranjeros. He oído que a veces hospeda en su casa a franchutes e incluso a macarronis. No pienso tolerar que me llene la casa de macarronis.

Pero al final, como de costumbre, tía Sadie se salió con la suya y tomó un papel:

Estimado lord Merlin:

Vamos a celebrar una pequeña fiesta en honor de Louisa…

Mientras, tío Matthew, tras haber dicho la suya, abandonó con aire sombrío la habitación y puso «Thora».

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