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Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

A la caza del amor (10 page)

BOOK: A la caza del amor
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Davey y tía Emily se hospedaron en la casa para asistir a mi puesta de largo (tía Sadie se había ofrecido a celebrar mi fiesta junto a la de Linda y a llevarnos a Londres para la temporada de bailes de sociedad, una oferta que tía Emily aceptó encantada) y Davey se erigió en una especie de guardaespaldas de tío Matthew, con la esperanza de interponerse en la medida de lo posible entre él y aquello que pudiera irritarlo. «Estaré de lo más simpático, pero no pienso dejar que las costureras pisen mi despacho, he dicho», sentenció tío Matthew después de una de las prolongadas exhortaciones de tía Sadie, y de hecho, se pasó la mayor parte del fin de semana (el baile era el viernes y el grupo de invitados se quedó hasta el lunes) encerrado en él, escuchando «1812» y «The Hunted Ballroom» en el gramófono. Aquel año no estaba para voces humanas.

—Es una pena —dijo Linda mientras nos vestíamos con grandes dificultades (esta vez eran vestidos londinenses como Dios manda, sin gasas vaporosas)— que nos arreglemos tanto y que nos pongamos así de guapas para esos espantajos que ha traído Louisa. A eso lo llamo yo estar desaprovechada.

—En el campo nunca se sabe —le contesté yo—, a lo mejor alguien trae al príncipe de Gales.

Linda me fulminó con la mirada.

—Si quieres que te diga la verdad —continuó—, tengo todas mis esperanzas puestas en los amigos de lord Merlin. Estoy segura de que traerá a gente muy interesante.

Los invitados de lord Merlin llegaron muy tarde y muy animados, como la vez anterior. Linda se fijó enseguida en un chico rubio y alto con una bonita chaqueta rosa; estaba bailando con una chica que iba a menudo a Merlinford y que se llamaba Baby Fairweather, y fue ella quien se lo presentó. Él le pidió que le concediese el siguiente baile y Linda dejó plantado a uno de los escoceses de Louisa, a quien se lo había prometido antes, y se puso a bailar con él. Linda y yo habíamos ido a clases de baile, y aunque no llegáramos a flotar sobre la sala, nuestros movimientos no eran ni mucho menos tan bochornosos como antes.

Tony estaba de muy buen humor, provocado sin duda por el excelente brandy de lord Merlin, y Linda se sentía muy satisfecha por la facilidad con que estaba congeniando con aquel miembro del grupo de Merlinford, que no paraba de reírle todas las gracias. Cuando terminó el baile fueron a sentarse juntos, sin que Linda dejase de parlotear ni Tony de reírse a carcajadas. Aquél era el camino directo al corazón de Linda, porque lo que más le gustaba en este mundo era la gente que tenía la risa fácil, y ni se le pasó por la cabeza que Tony pudiese estar borracho. Siguieron sentados durante el siguiente baile, cosa que no pasó desapercibida a tío Matthew, quien empezó a pasearse arriba y abajo delante de ellos, lanzándoles miradas asesinas, hasta que Davey advirtió la señal de peligro, se acercó y se lo llevó de allí a toda prisa, con la excusa de que una estufa de aceite del salón estaba echando humo.

—¿Se puede saber quién es esa costurera que está con Linda?

—¿Sabes quién es Kroesig, el director del Banco de Inglaterra? Bien, pues es su hijo.

—¡Por Dios! Nunca me imaginé que un bárbaro de sangre teutona llegaría a poner los pies en esta casa. ¿Quién diablos lo ha invitado?

—Matthew, no te sulfures. Los Kroesig no son alemanes; llevan varias generaciones aquí y son una familia muy respetable de banqueros ingleses.

—Los bárbaros no dejan de ser bárbaros —repuso tío Matthew—, y no es que yo sea precisamente muy amigo de los banqueros. Además, ese granuja debe de haberse colado en la fiesta.

—No, no se ha colado, ha venido con Merlin.

—Ya decía yo que ese puñetero de Merlin empezaría a traer extranjeros a esta casa más tarde o más temprano. Siempre lo supe, pero nunca imaginé que aparecería con un maldito boche.

—¿No crees que ya va siendo hora de que alguien lleve un poco de champán a la orquesta? —sugirió Davey. Pero tío Matthew se fue a la sala de calderas todavía irritado, donde mantuvo una tranquilizadora charla sobre el coque con Timb, el encargado de las pequeñas chapuzas de la casa.

Mientras tanto, Tony pensó que Linda era increíblemente guapa y muy divertida, porque desde luego lo era, y así se lo dijo. Bailó con ella una y otra vez, hasta que lord Merlin, tan disgustado como tío Matthew por lo que estaba pasando, decidió, de repente, llevarse a sus invitados antes de tiempo.

—Nos vemos mañana en la cacería —se despidió de ella Tony, al tiempo que se ponía una bufanda blanca alrededor del cuello.

Linda permaneció ensimismada y en silencio el resto de la noche.

—No puedes salir de caza, Linda —dijo tía Sadie al día siguiente, cuando Linda bajó la escalera con su traje de montar—. Sería una grosería; tienes que quedarte y atender a tus invitados. No puedes dejarlos así.

—Querida, queridísima mami —dijo Linda—, la cacería es en Cock's Barn, y sabes perfectamente que eso es irresistible. Además, Flora lleva una semana sin salir; va a volverse loca. Anda, sé buena y llévalos a ver la villa romana o algo así, y te prometo que volveré temprano. Al fin y al cabo, también tienes a Fanny y a Louisa para entretenerlos.

Fue aquella desafortunada cacería la que marcó el destino de Linda: la primera persona a la que vio en la partida de caza fue Tony, subido a lomos de un espléndido caballo zaino. Linda montaba siempre con gran elegancia, y tío Matthew, que estaba orgulloso de su sus dotes de amazona, le había regalado dos caballos preciosos y con mucho brío. Se encontraron enseguida y empezaron a cabalgar juntos, haciendo ambos alarde de su habilidad como jinetes, y galoparon sin separarse, saltando varios muros. Más tarde, al llegar a un claro, sofrenaron las caballerías y vieron cómo uno o dos sabuesos levantaban una liebre que, asustada, se arrojó a un estanque de patos y empezó a chapotear desesperadamente. A Linda se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Pobrecita…

Tony se bajó del caballo y se tiró al estanque. Rescató a la liebre, salió del agua con los pantalones de montar blancos llenos de porquería verde y depositó al animal, empapado y jadeante, en el regazo de Linda. Fue el único gesto romántico de toda su vida.

Al final de la jornada, Linda dejó a la jauría y tomó un atajo a campo traviesa en dirección a casa. Tony le abrió la verja, se quitó el sombrero y dijo:

—Eres una amazona maravillosa, ¿sabes? Buenas noches. Cuando vuelva a Oxford, te llamaré.

Cuando Linda volvió a casa, me llamó para que subiera inmediatamente al cuarto de los Ísimos y me lo contó todo: se había enamorado.

Teniendo en cuenta la predisposición de Linda a lo largo de los dos interminables años anteriores, saltaba a la vista que su destino era enamorarse del primer chico que se cruzara en su camino; no podría haber sido de otro modo. Sin embargo, aunque no tenía por qué haberse casado con él, el matrimonio se hizo inevitable a causa del comportamiento de tío Matthew. Por desgracia, lord Merlin, el único que tal vez habría podido abrirle los ojos a Linda y hacerle ver que Tony no era como ella creía, se marchó a Roma una semana después del baile y permaneció en el extranjero durante un año. Al marcharse de Merlinford, Tony volvió a Oxford y Linda se quedó en casa, esperando sentada, día tras día, a que sonase el teléfono. Una vez más tuvo que recurrir al solitario: «Si me sale esta carta, está pensando en mí ahora mismo. Si me sale la otra, me llamará mañana. Si me sale esta carta, aparecerá en la cacería». Sin embargo, Tony cazaba con las partidas de Bicester, y no volvió a aparecer por nuestra zona. Pasaron tres semanas y Linda empezó a desesperarse, pero una noche, después de cenar, sonó el teléfono. Por una afortunada casualidad, tío Matthew había ido a los establos a hablar con Josh sobre un caballo que tenía cólicos, el despacho estaba vacío y fue Linda quien contestó. Era Tony. El corazón le latía desbocado y apenas podía hablar.

—Hola. ¿Eres Linda? Soy Tony Kroesig. ¿Quieres venir a comer el jueves?

—¡Ay! Es que no creo que me dejen…

—¡Qué tontería! —exclamó con impaciencia—. Van a venir otras chicas de Londres. Tráete a tu prima si quieres.

—De acuerdo, estupendo.

—Entonces nos vemos el jueves, sobre la una. Es el número siete de King Edward Street, supongo que conoces el sitio. Altringham lo hizo famoso.

Linda soltó el teléfono con la mano temblorosa y me susurró que fuese enseguida al cuarto de los Ísimos. Teníamos terminantemente prohibido ver a cualquier chico a cualquier hora sin carabina, y las otras chicas no contaban como carabinas. Sabíamos perfectamente, aunque tan remota posibilidad no había llegado a plantearse nunca en Alconleigh, que no nos dejarían ir a comer a casa de un chico con un acompañante que no fuese la propia tía Sadie. Las normas de Alconleigh respecto a las carabinas eran de la Edad Media, y no diferían un ápice de las aplicadas a la hermana de tío Matthew o a tía Sadie de joven. El principio consistía en que no se podía ver a ningún chico a solas, bajo ninguna circunstancia, hasta estar prometida con él. Las únicas personas a quienes se podía confiar la aplicación de dicha regla eran las madres y las tías, por lo que no se podía obtener permiso para ir más allá del alcance de sus atentos ojos. El argumento, que Linda esgrimía a menudo, de que no era probable que un chico propusiese matrimonio a alguien a quien apenas conocía, era rechazado de inmediato por considerarlo una tontería. Tío Matthew le había propuesto matrimonio a tía Sadie el mismo día que había posado sus ojos en ella por primera vez, junto a la jaula de un ruiseñor de dos cabezas, en una exposición de White City. «Así os respetarán mucho más», decían. A los Radlett no se les ocurrió que el respeto no es algo a lo que aspiren los jóvenes de hoy en día, quienes buscan otras cualidades en las mujeres. Tía Emily, bajo la beneficiosa influencia de Davey, era mucho más razonable, pero cuando me alojaba en casa de los Radlett tenía que obedecer sus reglas.

Nos encerramos en el cuarto de los Ísimos. No consideramos en ningún momento la posibilidad de no ir, porque habría significado la muerte para Linda, pero ¿cómo escapar? Sólo se nos ocurría una manera, y era muy arriesgada. Una chica de nuestra edad, muy aburrida y llamada Lavender Davis, vivía con sus aburridos padres a unas cinco millas de distancia, y muy de vez en cuando, los Radlett enviaban a Linda a comer a su casa y ésta iba, entre lamentos, conduciendo ella misma el coche de tía Sadie. Teníamos que fingir que íbamos a comer con Lavender, rezando porque tía Sadie no viese a la señora Davis, ese rompeolas que ponía freno a la emancipación femenina, durante varios meses, y rezando también porque Perkins, el chófer, no comentara el pequeño detalle de que habíamos recorrido sesenta millas en lugar de diez. Cuando subíamos para irnos a la cama, Linda le dijo a tía Sadie en un tono que intentaba que sonase natural pero que a mí me pareció cargado de culpa:

—La que ha llamado por teléfono era Lavender. Quiere que Fanny y yo vayamos el jueves a comer a su casa.

—Oh, tesoro —dijo tía Sadie—, lo siento, pero me temo que no vas a poder usar mi coche.

Linda palideció y se apoyó en la pared.

—Mami, por favor, déjamelo. Por favor, lo necesito… ¡Tengo tantas ganas de ir…!

—¿A casa de los Davis? —preguntó tía Sadie atónita—. Pero cariño, si la última vez dijiste que no volverías a poner los pies en esa casa en toda tu vida, que son unos auténticos plomos, ¿es que no te acuerdas? Bueno, estoy segura de que no les importará que vayas cualquier otro día.

—Oh, mami, no lo entiendes. Lo que pasa es que va a ir un hombre que ha criado un cachorro de tejón, y tengo tantas ganas de preguntarle cosas…

Todo el mundo sabía que una de las mayores ambiciones de Linda era criar un cachorro de tejón.

—Ah, ya entiendo. Bueno, ¿por qué no vas a caballo?

—Encefalomielitis y tina —dijo Linda, mientras sus enormes ojazos azules se iban inundando lentamente.

—¿Qué has dicho, cielo?

—En sus establos… Tienen encefalomielitis equina y tiña. No querrás exponer a Flora a eso.

—¿Estás segura? Sus caballos siempre tienen un aspecto maravilloso.

—Pregúntale a Josh.

—Bueno, ya veremos. A lo mejor puedo coger prestado el Morris de tu padre, y si no, tal vez Perkins pueda llevarme en el Daimler. Pero es que no puedo perderme esa reunión. —Oh, qué buena eres. Eres un sol, mami. Inténtalo, por favor. Me gustan tanto los tejones…

—Si vas a Londres para la temporada de bailes estarás demasiado ocupada para pensar en un tejón. Buenas noches, tesoros.

—Tenemos que conseguir polvos de arroz como sea.

—Y también un poco de colorete.

Aquellos artículos estaban terminantemente prohibidos por tío Matthew, a quien le gustaba ver la cara de las mujeres en su estado natural y decía a menudo que el maquillaje era para las rameras y no para sus hijas.

—Una vez leí en un libro que el zumo de geranio se puede usar como colorete.

—Los geranios no florecen en esta época, tonta.

—Podemos usar las pinturas de Jassy como sombra de ojos.

—Y dormir con rulos.

—Yo cogeré el jabón de verbena del baño de mami. Si dejamos que se deshaga en la bañera y nos quedamos varias horas en remojo oleremos estupendamente.

—Yo creía que odiabas a Lavender Davis.

—Cierra el pico, Jassy.

—La última vez que fuiste a su casa dijiste que era una Anti-ísima odiosa y que te gustaría aplastarle esa cara de idiota con el mazo de los Ísimos
.

—Yo nunca he dicho eso, no digas mentiras.

—¿Por qué te has puesto el vestido de Londres para ir a ver a Lavender Davis?

—Largo de aquí, Matt.

—¿Por qué os vais tan pronto? Vais a llegar con demasiado adelanto.

—Vamos a ir a ver el tejón antes de comer.

—¡Qué roja tienes la cara, Linda! ¡Qué graciosa estás!

—Si no cierras la boca y te largas, Jassy, te juro que devolveré tu tritón al estanque.

Sin embargo, el acoso continuó hasta que nos subimos al coche y salimos del garaje.

—¿Y por qué no os traéis luego a Lavender para que nos haga una larga visita? —Fue su frase de despedida.

—Eso no ha sido muy Ísimo por su parte —comentó Linda—, ¿crees que sospechan algo?

Dejamos el coche en Clarendon y, como habíamos llegado muy temprano, ya que habíamos salido con media hora de margen por si pinchábamos dos veces, nos metimos en el tocador de señoras de Elliston & Cavell y nos miramos al espejo con ciertas reservas. Llevábamos unos redondeles rojo escarlata en las mejillas y los labios del mismo color, pero sólo en el borde, porque la parte interior ya se nos había borrado, y teníamos los párpados de color azul, todo ello fruto de la caja de pinturas de Jassy. Teníamos la nariz blanca, porque Nanny había sacado de algún armario un bote de polvos de talco que, años atrás, había utilizado para empolvar el culito de Robin. En resumen: parecíamos un par de monigotes.

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