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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

A por el oro (39 page)

BOOK: A por el oro
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—¿Qué pasa?

—Es Jack… —repitió, encogiéndose de hombros.

Kate cogió el teléfono con su mano enguantada.

—¿Jack? ¿Va todo bien?

Tom observó el reflejo de su propio rostro en las lunas tintadas de las gafas de su corredora. Apreció un mohín de incertidumbre en sus labios. Luego, mientras mantenía el teléfono pegado a su oreja, vio que comenzaba a sonreír.

—Oh, Jack…

Siguió escuchando a su marido, y vio cómo su rostro se sonrojaba tras las gafas y su sonrisa se acrecentaba.

—Lo haré —dijo con tono meloso—. Gracias. Sí, sé que puedo hacerlo.

Se fijó en que Kate se ladeaba ante el sonido de la voz de su Jack, mientras apretaba el móvil contra la mejilla.

—Yo también te quiero.

Tom vio que dos lagrimitas aparecían bajo el borde inferior de los cristales de su visor y rodaban por sus pómulos.

—Gracias —le dijo al devolverle el teléfono.

—¿Por qué?

—Por dejarle que me deseara suerte.

Unidad Pediátrica de Cuidados Intensivos, Hospital General de Manchester Norte, 11:58

Jack devolvió el móvil a su bolsillo y se derrumbó en una silla. La electricidad estática le dio un calambrazo que chisporroteó por sus neuronas. No sabía si Sophie estaba dormida o inconsciente, y las enfermeras de la UCI se encontraban demasiado ocupadas para decírselo. Su hija permanecía en silencio, pero su cuerpo todavía se expresaba a través de los monitores, que pitaban y tomaban notas. Jack observaba cómo trazaban constantes vitales en la pantalla. Según los instrumentos de Siemens, la frecuencia cardíaca de la niña era de ochenta y ocho. Respiraba, sin asistencia, veintidós veces por minuto. Jack acabó por dar golpecitos en el suelo con los pies al ritmo de los monitores. Su cuerpo se movía influido por extrañas síncopas, tal era su deseo de que su hija viviera.

Había estado a punto de contárselo todo a Kate por teléfono. Se le hacía insoportable asumir él solo toda aquella responsabilidad.

Al contemplar cómo la respiración de Sophie empañaba el interior de la mascarilla verde transparente, experimentó una terrible aceleración. La idea de que podía morir siempre había estado presente, desde el día en que le diagnosticaron la leucemia, pero aun así parecía como un mal lugar en un mapa, un país chungo, algo así como Costa de Marfil, un sitio que no resultaba una amenaza directa porque el propio miedo te mantenía alejado de él. Te lo imaginabas como un lugar al que iba la gente más valiente, o al menos, como un sitio para el que todavía faltaba mucho tiempo antes de que tuvieras que hacer las maletas e irte para allá. Y sin embargo, de repente ahí estaba él, con su chándal, con las llaves de casa y las del coche, su teléfono y cinco libras y setenta y tres peniques en los bolsillos, viendo cómo Sophie hacía algo que podría ser morirse de verdad. Así era la naturaleza del tiempo: una escalera en espiral ancha y elegante de suave descenso, cuyos últimos doce peldaños estaban inesperadamente podridos.

Necesitaba a Kate. Necesitaba cogerla de la mano. Si esta iba a ser la caída final y no caían juntos, se separarían para siempre.

Intentó entretenerse con algo. Se puso los auriculares y escuchó a los Proclaimers. Puso
500 miles
porque era la canción preferida de Sophie. Cuando llegó el estribillo, se quitó uno de los cascos y lo colocó en el pabellón auricular de la niña. El ritmo de la música se ajustaba al de los pitidos de su corazón, para luego perderlo. El gesto de la pequeña no cambió.

Se inclinó sobre su hija para susurrarle que Kate estaba a punto de llegar; que tenía que pelear y aguantar.

Le habían dado permiso para coger la mano de Sophie, y al principio eso le pareció una buena señal, una indicación de que estaba fuera de peligro. Pero ahora empezaba a pensar que las enfermeras trataban de transmitirle un mensaje que se negaba a comprender.

En los primeros momentos le obligaron a esperar fuera, y se dedicó a hacer gestos a Sophie desde el panel de vidrio reforzado de la puerta. Su hija no sabía lo que le estaba pasando y puso todo su empeño en explicárselo, pero era difícil expresar con las manos esto: «Estás bien, no pasa nada, todos esos médicos y enfermeras que tienes a tu alrededor solo exageran, pero no estaría bien llevarles la contraria ahora que están tan ocupados». Era un mensaje complicado de captar a través de un grueso cristal. Además, había que tener también en cuenta la refracción del vidrio.

La pequeña le sonrió antes de quedarse dormida. Esa sonrisa, enmarcada por el cristal reforzado, se le quedó grabada en la cabeza. Médicos y enfermeras entraban y salían sin parar, y le resultaba imposible aislar a un individuo de esa marea vestida de verde para preguntarle: «Dígame, mi hija, ¿se está muriendo, o solo está dormida?». Llegado a ese punto, al final lo invadió una sensación como deshonrosa. Se avergonzaba de que su hija se hubiese puesto tan mal sin que él se diera cuenta.

Ahora, fuera lo que fuese lo que le estaba sucediendo, la niña no parecía mejorar ni empeorar. Los monitores se mantenían constantes. Jack temía romper el equilibrio o llamar la atención del tiempo sobre el caso concreto de Sophie. Permaneció sentado, inmóvil. En esa habitación, con los monitores encendidos, el tiempo era como un diamante cortado por la respiración de Sophie y pulido por su pulso. Mientras esos sonidos perduraran, seguiría siendo cristalino.

Centro Nacional de Ciclismo, Stuart Street, Manchester, 11:59

Kate tuvo buen cuidado de no mirar a Zoe mientras se situaba a su lado en la línea de salida. A Zoe le había tocado el carril interior en la primera carrera, de manera que la tenía a su izquierda. No se permitió pensar en la dramática llegada de su oponente, ni preguntarse qué podía ir mal. Se aferró al sonido de la voz de Jack al teléfono, diciéndole que la quería. Hizo que las palabras resonaran en su cabeza hasta que fueron el único sonido que oía, hasta que silenciaron todas sus decepciones. Miró al frente, a la pista que tenía delante, agarró con fuerza el manillar y dejó que su mente se relajara.

—Un minuto para la salida —anunció el juez.

Tenía todos los sentidos en tensión. Movió el manillar a izquierda y derecha para comprobar la adherencia de la goma de sus ruedas, mientras la fuerza de torsión producía chirridos en el barniz de la pista. Al girar el manillar, el roce de su sudadera irritó el tatuaje reciente del omoplato, lo cual originó un pinchazo de rabia en su interior. Tensionó y relajó sus grupos musculares uno tras otro y transformó la ira en potencia. Era consciente de los más mínimos detalles: la malla ultrafina de la palma de sus guantes; las notas de sándalo en el perfume de la mujer trajeada que le sostenía la bici por detrás del sillín…

Cuando el juez inició la cuenta atrás, se permitió mirar a Zoe por primera vez. Su rival tenía la vista fija ante sí. Podía percibir la dilatación de los pulmones y la tensión en los músculos de Zoe como si fueran los suyos. En los instantes previos a la salida, dejó que su cuerpo se ajustara al ritmo de su contrincante.

Cuando sonó el silbato, Zoe tomó la delantera y Kate la siguió a dos metros, preparada para recortar esa distancia en el acto ante el menor acelerón de su rival. Esta avanzaba muy despacio, con la cabeza girada hacia atrás, pendiente de cualquier gesto de Kate que indicara que se disponía a cambiar de ritmo. Al tomar la primera curva, ambas se mantuvieron en la parte baja de la pista, y cuando comenzó de nuevo la recta, Zoe se desplazó hacia la derecha y ocupó el lado superior. Kate la siguió y continuaron en fila por la parte alta, aceleraron para no perder la adherencia en la segunda curva y luego mantuvieron la velocidad al afrontar la recta. Cuando cruzaron la línea de meta al final de la primera de las tres vueltas, una y otra iban aumentando gradualmente el ritmo; Kate seguía pegada al rebufo de Zoe.

A mitad de la segunda vuelta continuaban avanzando por la zona alta de la pista, Kate por detrás, atenta a cualquier señal de que Zoe se disponía a cambiar de ritmo. Al alcanzar la cúspide de la curva que las devolvía a la recta de llegada, Zoe giró la cabeza e hizo amago de bajar por el peralte hasta el fondo de la pista. Kate reaccionó al instante para seguirla, y ya estaba en ello cuando se dio cuenta de que había caído en la trampa. Zoe se mantuvo en la parte alta mientras Kate se dejaba caer hacia la línea negra del fondo y sus músculos chillaban al acelerar a toda potencia. Zoe se lanzó tras ella y se pegó a su rueda cuando la campana anunciaba la última vuelta.

Kate comprendió al instante las consecuencias de su movimiento. Ahora que había perdido la ventaja, lo único que podía hacer era correr a tope hasta la meta. Ya no cabían tácticas: estaban las dos en el fondo de la pista, acelerando a la velocidad máxima en la línea más corta, y Zoe iba a su rebufo. Si no conseguía aplicar una fuerza extraordinaria, la otra seguiría pegada a su rueda hasta los últimos cien metros y luego daría un brusco acelerón para salir de su estela, adelantarla y ganar.

Ahora que ya no había nada más que pensar, Kate estaba muy tranquila. Llegó a su límite absoluto de fuerza y recurrió a evocar la imagen de Sophie para acallar los mensajes agónicos que le llegaban de las piernas y los pulmones. Cuando doblaron la última curva, en sus retinas empezaron a detonar chiribitas a causa del esfuerzo. Salió disparada de la curva a la recta de llegada, mientras sentía el cambio en el flujo de aire y oía el rugido de las ruedas de Zoe, que salía de su estela y se colocaba a su lado. Durante quince metros avanzaron codo con codo. Kate exprimió cada átomo de sí misma y poco a poco, centímetro a centímetro, el ataque de Zoe comenzó a decaer. De ir pegada a ella, se quedó un palmo por detrás, y luego una rueda más atrás. Con un destello frío y silencioso de asombro en su corazón, Kate fue consciente de que iba a ganar. Cruzó la meta con una bicicleta de ventaja sobre Zoe. Empezó a frenar, redujo la fuerza que ejercía sobre los pedales y dejó que su máquina diese por inercia otras dos vueltas a la pista mientras aminoraba la velocidad. Al detenerse, se volvió y vio que Zoe avanzaba derrotada, con los hombros caídos y la cabeza hundida.

La perdedora la miró jadeante, y anunció:

—La próxima será mía.

Kate meneó la cabeza, sin aliento para hablar, pero en su interior se estaba formando una esperanza, pequeña y precavida.

Unidad Pediátrica de Cuidados Intensivos, Hospital General de Manchester Norte, 12:05

Sophie se despertó con un gemido, y el corazón de Jack dio un vuelco. Su voz sonaba ahogada por la mascarilla, y tuvo que inclinarse para oír lo que le estaba diciendo.

—¿Papá?

—¿Sí?

—¿Puedo decirte algo?

—Claro que sí.

—Cuando te mueres todo es igual que de normal, solo que te sale una luz brillante alrededor.

—Lo sé, cariño. Lo he visto en las películas.

—No solo en las películas. La Fuerza es real.

Jack miró a los ojos a su hija y vio miedo en ellos. Tragó saliva y dijo:

—Sí, cariño. Es real.

La pequeña sonrió; una sonrisa triste.

—¿De verdad? —Su voz era la de una muñeca que se queda sin cuerda.

—De verdad.

—Nunca me he sentido así de mal, papá —afirmó, cerrando los ojos.

—Sí lo has estado. Has pasado por cosas mucho peores.

—¿Cómo lo sabes?

—Mi trabajo es acordarme por ti.

—¿Cómo sabes que lo recuerdas bien?

—Lo sé. Cuando seas adulta, lo entenderás. Para nosotros, todo es mucho más claro.

—¿Me voy a morir, papá?

—No, claro que no.

—¿Me lo dirías si me estuviera muriendo?

—Sí.

—¿En serio?

Jack hizo acopio de fuerzas para no titubear.

—Sí. Te lo diría.

Volvieron a guardar silencio. El ambiente olía a orines y lejía. Ambos se escrutaban los rostros en busca de dudas.

Cuando Sophie volvió a cerrar los ojos Jack se sintió aliviado, pues podía darse un respiro de la agotadora tarea de proyectar confianza. Más adelante vino la conmoción, cuando se dio cuenta de lo que ahora podría significar que se cerraran los ojos de su hija. Su mente estaba tardando en ajustarse a la situación. Seguía reaccionando a las cosas normales de acuerdo con su contexto normal. Veía los ojos de su hija cerrarse y pensaba: descansa. No pensaba: descansa en paz.

Unos minutos más tarde, Sophie volvió a abrir los ojos. Miró a su alrededor, confusa.

—¿Por qué no ha venido mamá?

—Sí ha venido, cariño —mintió, apretándole la mano—. Ha estado aquí mientras dormías, todo el rato. Ha salido de la habitación hace unos minutos.

Sophie pareció aliviada. Volvió a hundir la cabeza en las almohadas.

—Papi, este sitio es muy tranquilo.

—Sí.

Hubo una larga pausa.

—¿Por qué no hay más médicos?

—¿Para qué quieres más médicos?

—Para que hagan más cosas. Para curarme.

—Te estás curando. Han descubierto que tenías una infección. Te han puesto antibióticos.

—¿Y no están conmigo porque ya no pueden hacer nada más?

—Están haciendo exactamente lo que deben. Ahora mismo, lo mejor que se puede hacer es esperar y descansar.

—Entonces, ¿por qué estamos aquí y no en casa?

—Estamos aquí solo por precaución.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque me lo han dicho los médicos.

—Si me estuviera muriendo, ¿los médicos te lo dirían?

—Sí, claro.

—¿Cómo sabes que lo harían?

—¡Te lo he dicho antes! Los adultos sabemos estas cosas. Es como si tuviéramos unas gafas especiales y lo viésemos todo en tres dimensiones.

La niña abrió la boca para protestar, pero entonces Jack vio un rapidísimo destello de madurez en los ojos de su hija. La mirada se esfumó y su rostro volvió a ser infantil y simple.

—¿Cuándo me darán las gafas especiales, papá?

—Cuando cumplas los veintiuno, Soph.

—Para eso faltan siglos.

—Pues sí.

Sophie esperó exactamente seis pitidos de su corazón y luego su sonrisa se desvaneció.

—Creo que los médicos no te lo cuentan todo.

—¿Por qué no iban a contármelo todo?

—Porque podrías llorar.

Contempló la cara de su padre a la espera de su reacción, pero él se cuidó de no mostrar ninguna. En su lugar, se encogió de hombros y dijo:

—No hay nada por lo que llorar. Te vas a poner bien.

Más tarde, cuando Sophie volvió a perder la conciencia, llamó Kate. Jack se puso en pie de un salto. El timbre del móvil desentonaba con el ritmo de la frecuencia cardíaca y la respiración de su hija, haciendo añicos el cristal de tiempo que se había formado en la habitación. Los fragmentos se dispersaron, desplazados por ese nuevo tipo de tiempo que llegaba con unos anticuados timbrazos, copiados del timbre de un viejo receptor de baquelita y codificados en el
software
del teléfono de Jack.

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