Sophie era su hija, y permitió que se la quitaran. Cada vez que ese pensamiento había intentado aflorar a la superficie, lo volvía a hundir en las frías profundidades a las que raramente llegaba la luz, pero siempre supo que aquel era el motivo por el cual sentía lo que sentía, la razón por la que se dedicó todos aquellos años a correr un campeonato tras otro, a acostarse con un hombre tras otro. ¿Sería ese el motivo por el que nada ni nadie conseguía acercarse a la herida abierta e inconsolable que existía en su interior?
Su vida era un círculo infinito por el que no cesaba de dar vueltas, con inclinadas curvas peraltadas para que nunca pudiera cambiar o ir más despacio. Y esa pista la devolvía continuamente a sí misma, una y otra vez, una y otra vez.
Pensó que hacía lo correcto. Creyó que, dado que no sentía nada por la niña, lo mejor era entregársela a alguien que la quisiera. Ahora, sin embargo, lo único en que podía pensar era en que, al abandonar a Sophie, también había abandonado la vida. Dejó que el dolor asomara a la superficie, y de nuevo soltó un alarido.
Más tarde, cuando remitieron las lágrimas, sintió frío, calma y serenidad. Regresó a la azotea. El sol seguía brillando, pero la brisa era fría, y desde las montañas llegaban unas nubes negras cargadas de lluvia. Si se inclinaba sobre la barandilla y aguzaba la vista, podía divisar la calle donde vivía la familia Argall, la hilera de tejados bajo los que ahora mismo estarían desayunando.
Volvió a sentir dolor, en algún punto entre el amor y la desesperación. La necesidad en su interior era desesperante. Tenía que ver a Sophie. Intentó despejar la mente para la carrera, pero por primera vez en su vida no sabía si quería ganar.
«Un oro de mamá significaría tanto para mí…»
Agitó la cabeza con violencia, en un intento de apartar aquel pensamiento. Escupió desde la barandilla y contempló cómo el punto blanco descendía en círculos a través de los torbellinos de viento hasta perderse entre los brillantes tonos blancos de los edificios.
Casi no podía recordar cómo había llegado tan alto, pero ahora veía con claridad que le esperaba una bajada larga, muy, muy larga.
Sophie vio por primera vez el rostro real de Dart Vader mientras este agonizaba. Cuando exhaló su último suspiro, lo abrazó largo rato. Aunque vivió una existencia de maldad, al final había sido un buen padre. Condujo su cuerpo a un claro en el bosque de la luna de Endor y levantó una pira para incinerarlo. Mientras las llamas ascendían al cielo, el sueño comenzó a desvanecerse.
En algún punto, fuera del sueño, papá y mamá hablaban.
—¿Estás lista para correr? —preguntaba él.
—Creo que sí —respondía mamá.
Intentó abrir los ojos, pero todavía estaba demasiado adormilada. A través de los párpados le llegaba una luz del color del humo. El sonido de la conversación de mamá y papá se retorcía como un cucurucho. Le dolía el pecho.
—Te quiero —decía la voz de mamá.
—Yo también —respondía la voz de papá.
Sophie sonrió.
—¿Se está despertando? —decía la voz de mamá.
La luz se fue llenando de colores; primero, rojo; luego, verde; después, amarillo. Su brillo se colaba a través de sus párpados. Era como si el día fuera encontrando sus rotuladores uno a uno, detrás del sofá, en el cajón de los cubiertos o donde se los hubiese dejado. Le dolía bastante la cabeza. Quería agua, o zumo, o cualquier cosa, con una pajita. Solo beber agua fresca, o zumo. Tenía tanta sed que habría podido pasarse un millón de años bebiendo.
—En la tele están hablando de Zoe otra vez —oyó que decía mamá—. La comparan conmigo.
—Sí, ya lo he visto.
—Tom tiene razón en que hay que acabar con esto cuanto antes. ¿Y si comienzan a escarbar y descubren algo?
—Chitón —decía papá—. Se está moviendo.
Notó la mano de papá sobre su frente y se esforzó por abrir los ojos e incorporarse. Sentía como si estuvieran volviendo a ensamblar las partes de su cuerpo, como cuando reconstruían a C-3PO después de desmontarlo. Pero los cables estaban mal conectados. Intentó mover las piernas, pero no respondían. Las últimas mañanas le había sucedido lo mismo. Cada día le resultaba más difícil despertarse.
La luz aumentó en intensidad al otro lado de sus párpados.
A veces, antes de despertarte, resultaba difícil dejar de ser una Jedi. Era preciosa, la luna del bosque de Endor. Los campos de estrellas del Sector Moddell aparecían radiantes. Cada día, una parte más grande de ti deseaba quedarse allí fuera. Sería todo tan fácil…
Tenía que concentrarse, eso debía hacer. Tenía que recordar quién la necesitaba en la Tierra. Así que repitió para sus adentros una y otra vez: «Soy Sophie Argall, tengo ocho años, mi mami y mi papi son campeones. Soy Sophie Argall, soy la humana del pantalón de pijama rosa y la camiseta de
Star Wars
, y mami y papi me necesitan».
Sintió que una mano le acariciaba la mejilla.
—¿Qué vamos a hacer? —decía mamá en voz baja—. ¿Piensas que debería olvidarme de los Juegos?
—No. ¿Por qué?
—Para cuidar de Sophie. Para pasar más tiempo con ella.
—Ya hemos hablado de esto. Concéntrate en la carrera. Puedes ganar a Zoe.
—Lo sé.
—Entonces, hazlo, y prepárate para las Olimpíadas. Después ya tendremos tiempo de preocuparnos por lo demás.
—Bueno, pero ¿y si no hay un después?
—No digas eso…
—Pero ¿y si no lo hay?
—Por favor, para ya.
—¿Y si yo llego a Londres y Sophie… ya sabes…, no llega? ¿Y me paso el resto de mi vida sentada ahí, con una medalla de oro y la sensación de que pude haber hecho algo más por ella? ¿Me entiendes, Jack? ¿Tú serías capaz de colgarte esa medalla al cuello?
—Eso es precisamente lo que no tienes que pensar. Sophie se va a poner bien.
Sophie sintió que la mano de papá se posaba de nuevo en su frente.
—Mira —decía papá—, no sirve de nada que esperemos los dos a que se despierte. ¿Por qué no sales a dar una vuelta, a reordenar tus ideas, y te presentas temprano en el velódromo, como hace Zoe?
Mamá guardó silencio por un momento, y luego Sophie oyó cómo besaba a papá.
—Gracias.
—No hay de qué darlas. Ahora, lárgate y gana. Llámame cuando la hayas machacado, ¿vale?
—Jack…
—¡Chiist! Nada de dramatismos. Eres la mejor. Márchate, vete de aquí.
—Te quiero, Jack.
—Ya sabes que solo soy un actor a quien pagan para hacer de un hombre que te quiere.
—Te odio.
—También sabes que me resbala.
Sophie oyó que mamá salía del cuarto, y luego escuchó de nuevo la voz de papá, suave y cerca de su oreja:
—¿Estás bien, pequeña? ¡Jesús! ¡Estás ardiendo!
Sophie entreabrió los ojos y luego tuvo que cerrarlos de nuevo con fuerza, porque aquella luz era la más brillante de todo el universo. A veces, papá y mamá le decían que no mirase directamente al sol. Pues bien, aquella luz era más intensa que la solar. Si se pudiera vivir sobre el Sol, esa sería la luz que tu mamá y tu papá te dirían que no miraras. Así de intensa era. Oyó a papá:
—¿Sophie? ¿Puedes oírme, Sophie?
Ella sabía muy bien que ahora tenía que despertarse de una vez, antes de que papá empezara a preocuparse. Papá inspiró aire para volver a hablar, y Sophie concentró toda la Fuerza en sus músculos y se incorporó en la cama, por más que le doliera mucho. Sentía un martilleo en la cabeza. Abrió los ojos y la claridad fue excesiva para ella. El vómito se le escapó de la boca. Se quedó sentada, ante aquella luz que brillaba más que la del sol, y papá se calló de repente. El silencio se adueñó de la habitación; Sophie no oía nada más que los golpes acelerados y duros de su corazón contra sus costillas.
—Estoy bien —afirmó Sophie—. Me encuentro genial.
Jack limpió el vómito y la duchó. Luego, la secó con una toalla que había calentado a propósito en el radiador.
—¿Vas a vomitar más?
La niña negó con un gesto.
—¿Seguro?
—Sí.
La ayudó a vestirse.
—¿Desayuno?
—Todavía no.
—¿Un DVD?
Sophie se encogió de hombros.
—¿Unos juegos?
—Vale.
Le buscó su iPad y observó cómo la pequeña intentaba manejarlo, aún aletargada. Le dio más cucharadas de paracetamol, y ella las aceptó sin apartar los ojos de la pantalla. Jack le puso la gorra de
Star Wars
en la cabecita sin pelo mientras ella lo ignoraba por completo y sacaba la lengua entre los dientes, concentrada.
Jack sintió alivio al ver que la atención de su hija se fijaba en algo. Bajó a la cocina para preparar el desayuno y meter las pastillas del día en la copa de plata. Llenó un tazón de Rice Krispies para la niña y otro de muesli para él, mientras escuchaba al grupo The Exploited en el equipo de música de la cocina. Subió las escaleras tarareando la canción y cuando llegó al cuarto de Sophie la encontró tendida en el suelo, con la mejilla pegada a la pantalla de su iPad y una línea infinita de letras «G» que se extendía a lo largo de una ventana de texto.
La cogió, la levantó y la llamó. Al principio no respondía. Después, abrió los ojos y lo miró.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Sophie, ¿estás bien?
—¡Sí! —respondió con brusquedad, y lo apartó de un manotazo.
Tenía las mejillas encendidas y un hilo de baba le colgaba de la comisura de los labios. No parecía darse cuenta.
—¿Te has desmayado?
Meneó la cabeza, molesta.
—Solo estaba descansando.
—Te has caído sobre la pantalla…
—Estaba…¡DESCANSANDO! —repitió, al mismo tiempo que lo apartaba de un empujón.
Jack titubeó. Igual estaba exagerando las cosas. Al mirar a Sophie —al comprobar la fuerza de su indignación—, lo cierto era que no parecía estar tan mal. Resultaba muy complicado discernir qué cosas había que tomarse más a la ligera y cuáles debían considerarse en serio. Cuando la dejó para bajar a la cocina, estaba concentrada y metida en el juego. Al volver, menos de diez minutos después, la encontró inconsciente. ¿Aquello requería una visita al médico de cabecera, un traslado al hospital, o llamar a una ambulancia aérea? En cierto sentido, se supone que uno tenía que asumir la responsabilidad, minuto a minuto, de decidir qué situaciones podían ser manejables, ahora que ninguna lo era.
Tragó saliva.
—Seguro que no es nada, pero creo…, bueno, ya sabes, que igual deberíamos pasarnos por el hospital, para que te vean.
Jack abrochó a Sophie a su sillita infantil y condujo hacia el hospital, más rápido de lo debido.
—¡Papá! —gritó la niña.
—¿Qué?
—¡Más despacio!
—Lo siento.
Disminuyó por un momento la velocidad y luego la fue aumentando poco a poco. Notó que su hija se revolvía nerviosa en su asiento y suspiró.
—¿Qué pasa? ¿Quieres hacer pis?
No hubo respuesta.
La pobre cría estaba estresada porque lo veía estresado. Jack tenía los nervios a flor de piel. Lo más probable era que se hubiese tomado demasiado en serio la fiebre de Sophie. Esas cosas le ocurrían a menudo, pero esta vez le había entrado pánico. Tras mandar a Kate a toda prisa al velódromo sin darle demasiados ánimos (lo cual Dios sabe cómo afectaría a su moral), allí estaba, camino del hospital, donde el pediatra sonreiría tranquilizador, le llamaría «papá» y los enviaría de vuelta a casa con órdenes de administrar paracetamol a la peque cada cuatro horas, hasta que remitiera la fiebre.
Redujo la velocidad y se preguntó si no debería pasar de largo el hospital y regresar a casa.
—Sophie —dijo con paciencia—, si no quieres hacer un pis, ¿puedes dejar de dar pataditas en mi asiento, por favor?
Pero la niña lo siguió haciendo. Optó por ignorarla de momento. Se cambió al carril de la izquierda, con la esperanza de que apareciera una salida en la que poder hacer un cambio de sentido y volver para casa.
—¿Quieres oír algo de música?
La respuesta de Sophie consistió en aumentar la frecuencia de las pataditas en el respaldo de su asiento. Jack sintió un acceso de ira.
—No me apetece jugar hoy, Soph. Me lo tomaré como un sí.
Puso a De Rosa tocando
New Lanark
, descansó la cabeza en el reposacabezas y dejó que el sonido de las guitarras lo empapara. Consiguió que sus manos dejaran de estrujar el volante. Necesitaba calmarse.
Respiró hondo y dijo:
—Lamento haberte dicho que no quería jugar. ¿Todavía te encuentras mal?
No recibió contestación desde la sillita de atrás. El pataleo malhumorado contra su respaldo continuaba, algo menos contundente, pero todavía lo suficiente como para resultar molesto.
—No te cabrees, ¿vale?
Con un suspiro, puso en marcha los limpiaparabrisas, pues estaba comenzando a caer agua. La fría lluvia de abril traía aromas de cambio, pese a lo cual le molestaba de un modo que no era capaz de concretar.
El chaparrón aumentó en intensidad. Puso el limpiaparabrisas a máxima velocidad y conectó el aire caliente para desempañar los cristales. A la izquierda apareció una salida. Indicó con el intermitente que la iba a tomar, pero luego se lo pensó mejor y anuló la señal. El hospital solo estaba a un par de minutos. No se iba a acabar el mundo por llevar a su hija a una rápida revisión, y luego podrían tomarse un chocolate caliente de la máquina expendedora que había en el vestíbulo del hospital. Sesenta peniques, tecla A3. Se sabía de memoria la opción de la máquina.
—¿Sophie? Mira, si dejas de dar patadas en mi asiento, después de la visita en el hospital tomaremos algo, ¿vale? Y luego iremos a la tienda y te compraré una nueva figurita de
Star Wars
. La que tú quieras, ¿de acuerdo?
Silencio.
—¿Sophie?
Nada.
Orientó el retrovisor para poder mirarla. La cabeza de la niña daba bandazos de un lado a otro en la sillita. Tenía los ojos en blanco, y sus brazos sufrían sacudidas.
Se detuvo en el arcén, se liberó del cinturón y se asomó a los asientos traseros. Las piernas de Sophie daban patadas espasmódicas. La desabrochó y la recostó en el asiento. Seguía teniendo convulsiones. Le sujetó los brazos e intentó que estuvieran quietos, pero había una fuerza increíble en el interior de la pequeña.