El médico sonrió y meneó la cabeza.
—Sois de lo que no hay, ¿lo sabíais?
—Perdón —se excusó Jack—. Es que lo hemos pasado muy mal, doctor.
Miró a Sophie, y pensó que en su vida se había sentido tan cansado ni tan feliz. Las máquinas pitaban. La luz del atardecer se colaba por las ventanas. Esa luz se había generado en el núcleo del Sol, miles de años antes de que Sophie enfermara, y llegaba a aquella habitación justo en el momento en que su hija estaba mejorando. Le pareció como la luz primigenia.
Tras dejar transcurrir un tiempo apropiado, el doctor Hewitt concluyó:
—De acuerdo. Entonces, Sophie, ¿te llevamos al quiro?
—Como quieras, Trevor —contestó Sophie, con un encogimiento de hombros. Su tono despreocupado formó un vaho en la mascarilla.
Jack acompañó al médico detrás de la cama de la pequeña mientras dos camilleros la empujaban por los pasillos.
Hewitt se acercó a Jack y le dijo en voz baja:
—La operación entraña ciertos riesgos. Con un poco de suerte, todo saldrá bien, pero está más débil de lo que nos gustaría. Solo quería prevenirle.
A Jack le dio un vuelco el estómago.
—¿Qué quiere decir? ¿Riesgos? ¿Qué tipo de riesgos?
—Como es lógico, haremos todo lo posible por reducirlos. Aplicaremos la anestesia más suave, y tenemos un equipo de reanimación preparado.
Asintió. Se retorció las manos mientras recorrían los largos pasillos ante los ojos supersticiosos de las visitas del hospital. Él sabía lo que estaban sintiendo. Una niña como esa —calva, frágil y con una mascarilla— hacía que los pasillos se quedaran en silencio y los curiosos apartaran la mirada. Sophie despejaba mentes que se encontraban embotadas de pensar en hipotecas, engorrosos encargos y complicadas conversaciones pendientes o atrasadas. Una vez que su hija había pasado, la gente se reunía de nuevo, en grupos de dos o tres, y confesaban a los extraños que ese momento los había marcado. «Te da que pensar, ¿verdad? Te hace ver las cosas de otro modo…» Esos eran los comentarios que harían.
En el quirófano, una amable enfermera entregó a Jack una bata quirúrgica con un sonriente dinosaurio impreso. Ayudó a Jack a bajar a su hija de la cama y a sentarla en una silla de ruedas, y los condujo a un cubículo con una cortina de nailon donde Sophie podría cambiarse.
—Puedo hacerlo sola —rezongó cuando trató de ayudarla.
Sin levantarse de la silla de ruedas, se quitó su camiseta de
Star Wars
, se puso la bata quirúrgica y Jack ató los lazos de los costados. Intentó no pensar en el momento en que le quitaran la bata y dejasen al descubierto su pecho escuálido con el catéter asomando.
En la pared del cambiador había una pegatina. Alguien había intentado arrancarla, pero solo consiguió rasgar los bordes. Era un Spiderman azul y rojo en lucha con un Spiderman negro. Sophie la observó con atención, embelesada.
—¿Voy a ponerme bien, papi?
—Pues claro. ¡Mírame! —contestó Jack, mientras, arrodillado, daba la vuelta a la silla de ruedas para poder mirar a los ojos a su hija—. Claro que te vas a poner bien.
—¿De verdad?
Jack sonrió.
—Te vas poner bien. Te lo prometo.
Eso dijo.
Le dejaron coger la mano de su hija mientras le administraban la anestesia. El anestesista apretó el émbolo de la jeringuilla y pidió a la niña que contara hasta diez.
Sophie miró a Jack, desafiante, y aseguró:
—Voy a contar hasta cien.
Él le acarició el rostro y le recomendó:
—Empieza por uno, Sophie.
—Uno… —dijo, y se quedó dormida.
Un Ala-X perseguía a un caza estelar TIE por la oscuridad infinita del espacio.
Con la serie empatada a uno y sus chicas preparándose en la línea de salida para disputar la manga definitiva, el entrenador subió las escaleras y se sentó en el asiento más elevado del graderío, en el mismo lugar en el que había estado comiendo uvas con Zoe trece años antes. Desde allí arriba era más fácil resistir la tentación de darle instrucciones, de asentir con la cabeza o hacer el movimiento de rotación de las manos que significaba que tenía que ir a tope desde la misma línea de salida. Si Zoe dejaba a un lado el librito de estrategia, iba al cien por ciento de sus fuerzas desde el silbato de salida y abría hueco con su rival, Tom sabía que Kate no tendría capacidad de respuesta. Esta tenía las piernas agotadas, pero Tom conocía a Zoe: aún estaría pensando en tácticas. En esa última carrera usaría la cabeza, e iba a reservar energías y resistir la tentación de aplastar por completo a su rival. Correría con cautela y se guardaría la pólvora para el final, a fin de ganar por el margen más estrecho del que fuera capaz. Vencería con elegancia. Tal como él lo veía, el peligro radicaba en que tratara de volver a ganar de ese modo. Ir a toda potencia desde la salida podía ser feo y cruel, pero servía para su propósito. Tom ardía en deseos de advertírselo, pero en eso consistía ser entrenador: tenías que dar un paso atrás en el preciso momento en que más ansiabas darlo adelante.
Observó que, en la línea de salida, Kate comprobaba una y otra vez sus pedales. Intentó meterse en la mente de su ciclista. Estaría pensando en cien modos de ralentizar la carrera, pero dado que esta vez Zoe iba por el interior, no le resultaría fácil. Si pudiera susurrar al oído de Kate, le aconsejaría que fuera como un cohete desde la salida. De ese modo, si su oponente también tenía pensado salir a toda pastilla, podría evitar que abriera hueco y pegarse a su rueda; si, por el contrario, Zoe había decidido empezar despacio Kate podría aprovechar la altura, dejarse caer, tomar la delantera, marcar un ritmo lento y usar su posición en cabeza para imponer la velocidad de la carrera.
Tom maldijo su suerte y no pudo evitar reírse. A eso había llegado tras cuarenta años como entrenador de alto nivel: el mejor consejo táctico que se le ocurría dar a sus dos mejores deportistas era el de que corrieran lo más rápido que pudiesen.
Encontraba insoportable ver a sus chicas colocarse en sus puestos de salida para hacerse daño mutuamente. En menos de un minuto, el juez de salida se situaría delante de ellas y luego, transcurridos tres minutos más, sus vidas cambiarían por completo. Kate y Zoe habían compartido una distancia íntima durante más de una década; unas veces lo llamaban amistad, otras, rivalidad, pero siempre mantenían una escasa separación entre ambas, a menos de una frase acabada, a menos de un aliento entrecortado, a menos de una rueda una de otra. Esta carrera final era el cuchillo que cortaría ese vínculo entre ellas y las enviaría a ambas a una vida separada.
Para ser sincero consigo mismo, debía admitir que el motivo por el cual había subido allí arriba a sentarse a solas en las gradas no era porque tuviera miedo de ceder a la tentación de ayudar a Zoe a ganar. Era porque cada vez le costaba más resistir el impulso de bajar hasta la línea de salida y rogarles que no salieran a correr. «Tenéis treinta y dos años —quería decirles—. ¿Por qué no dejarlo sin destrozaros entre vosotras primero? Tarde o temprano, las dos tendréis que descender de las alturas del Olimpo y aprender a caminar en calma por los valles con las fuerzas que os queden.»
Se odiaba por la parte de culpa que le correspondía en haber llevado adelante este enfrentamiento final. Lo había hecho para protegerlas de la prensa, pero ahora deseaba haber buscado una solución distinta. Alzó las manos impotente, deseando saber qué señal hacer para conseguir que las dos se miraran en la línea de salida y comprendiesen todo aquello por sí mismas. Un gesto de rotación con las manos, quizá, pero en el sentido contrario al de las agujas del reloj, para indicar: «Por favor, cuando suene ese silbato, olvidad todo lo que os he enseñado».
El juez inició la cuenta atrás y la tensión de la línea de salida se apoderó de los cuerpos de las dos deportistas. En ese momento, Tom dejó caer los brazos a sus costados lentamente. Era el mejor entrenador que conocía. No tenía nada más en la vida, y su dedicación era completa y absoluta. Sabía todo lo necesario para hacer que el cuerpo humano fuera más rápido, pero no tenía ni idea sobre cómo conseguir que se detuviera.
Se recostó en su asiento al oír el silbato. No le sorprendió en absoluto que tanto Zoe como Kate hicieran exactamente lo que debían: salir a tope desde el inicio. Como esta había previsto una salida rápida de su rival, Zoe no consiguió abrir hueco, y para cuando salieron de la primera curva, Kate iba pegada a su estela. Corrían a un ritmo muy alto, y Zoe realizaba todo el desgaste. Cada metro que avanzaban, iba perdiendo la energía que había reservado en las dos primeras carreras. Subía y bajaba por la pendiente de la pista, en un intento de exponer a su rival a la resistencia del aire. Kate respondía bien y copiaba cada cambio de dirección que hacía su contraria.
Entraron en la segunda vuelta. Tom las contemplaba sintiendo que el corazón se le salía del pecho. Sus ciclistas rodaban a toda velocidad, giraban y zigzagueaban a más de cincuenta kilómetros por hora, con la rueda delantera de Kate a quince centímetros de la de atrás de Zoe, quien intentaba de forma desesperada sacudírsela de encima. Las piernas de Zoe no resistirían una vuelta más así, lo cual permitiría a la que iba a su zaga escoger el momento adecuado para salir de su estela y adelantarla. Si Zoe no conseguía sacar pronto a su rival de su rebufo, tendría que ralentizar el ritmo hasta una velocidad en la cual ir detrás no supusiera una ventaja.
Antes incluso de que sucediese, Tom advirtió el riesgo que entrañaba la maniobra. Se puso en pie de un salto y se llevó las manos a la boca. Contempló cómo Zoe dejaba traslucir, por la relajación de sus hombros y un leve amago de alzar la cabeza, que se disponía a levantar el pie del pedal. Kate, o no lo vio, o bien, pensó que la otra fingía, porque no frenó ni se apartó. Casi a máxima velocidad, en la parte alta de la pista, su rueda delantera contactó con la posterior de Zoe. La bicicleta de esta dio un bandazo y salió disparada, temblando a causa del impulso, pero consiguió dominarla. Kate tuvo menos suerte. Su manillar se giró y hubo de incorporarse, con los pies todavía calados en los pedales. Derrapó sobre los suaves tablones de su carril, con la máquina pegada a ella, y fue a parar al fondo de la pista, con un grito debido a la conmoción y la angustia. Todo había terminado en menos de un segundo.
Tom vio cómo Zoe frenaba y se volvía para ver la caída de su rival. Kate ya se había levantado y, junto a su bicicleta, miraba en vano a su contrincante, que ahora rodaba a paso de tortuga y giraba a cada momento la cabeza para mirar. El entrenador sintió una oleada de disgusto. Una cosa era ganar por un golpe de suerte —así eran las carreras—, y otra muy distinta regodearse con ello. Zoe tendría que seguir tranquilamente hasta la meta.
Ante la atenta mirada de Tom, Kate alzó lentamente el brazo con el pulgar levantado. Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas. Todos los sueños de su corredora, destrozados por una caída —la peor manera de perder una carrera—, y ahí estaba ella, cinco segundos después, aceptando el desenlace y diciéndole a Zoe que se encontraba bien. Cuando los latidos de su corazón comenzaron a ralentizarse, suspiró. Por supuesto, Kate iba a estar bien, fuera cual fuese la vida que le esperaba, en tanto que la victoria solo serviría para posponer por un tiempo la desintegración de Zoe.
Emprendió el doloroso descenso por las escaleras para consolar a Kate y felicitar a Zoe.
—¡Vamos!
El fuerte grito de Zoe resonó en todo el velódromo. El entrenador alzó la mirada.
—¡Vamos! ¡Móntate! —gritó de nuevo Zoe.
Tom vio la confusión reflejada en el rostro de Kate.
—¿Qué?
—¡Todavía queda una vuelta, vaca perezosa! ¡Ya tendrás tiempo de pararte cuando acabemos!
Kate titubeó. Ya se había quitado los guantes y los había arrojado al lado de la pista.
—¿Vas en serio? —gritó a su vez.
Zoe se rio.
—¡Sí! ¿Y tú?
Se quedó helado en mitad de las escaleras. ¿Era verdad que Zoe estaba esperando a Kate? No se lo podía creer. Casi deseó que esta no estuviera girando las ruedas de su bici para comprobar que no había nada roto, y volviera a montarse y a calarse una zapatilla en el pedal. El entrenador se dijo que no podría soportar ver cómo Zoe salía a toda velocidad antes de que Kate la alcanzase, ni observar la desesperación reemplazando a la esperanza provisional en el lenguaje corporal de Kate al darse cuenta de que todo había sido una broma cruel.
Pero no, no lo era. Mientras Kate imprimía velocidad a su máquina y se calaba el otro pedal, Zoe siguió esperándola, yendo a la velocidad más lenta que le permitía mantener el equilibrio. Cuando las dos estuvieron a la misma altura, estaban enfilando la recta que las conduciría a la última vuelta. Tom observó cómo una y otra se miraban. Permanecieron un buen rato así, y luego volvieron a dirigir la mirada al frente. Sin pronunciar palabra, aceleraron, codo con codo, y cruzaron juntas la línea. Sonó la campana, ambas se levantaron sobre los pedales y lanzaron el
sprint
.
Ya no había tácticas, solo una explosión al límite hasta la meta. Kate se colocó por el interior y Zoe corría a su lado; las dos con la cabeza agachada sobre el manillar, movían las máquinas de un lado a otro mientras aceleraban hasta una velocidad imposible. Bajo los visores, sus bocas jadeaban en busca de aire y la agonía del esfuerzo se mostraba en las líneas que formaban sus mandíbulas. Cuando salieron de la primera curva de la última vuelta, Kate iba en cabeza por unos centímetros pero Zoe los recuperó en la recta y entró en la curva final con media bicicleta de ventaja. Al ir por el interior, Kate consiguió remontar y cuando las dos embocaron la recta de meta no había diferencia entre ambas. Recorrieron los últimos cincuenta metros en una nube de velocidad, respondiendo a cada pedalada del rival con otra pedalada, a cada respiración con otra, impulsando hacia adelante sus bicicletas en una última acometida desesperada hacia la meta; cruzada la línea, giraron las cabezas para ver quién de las dos había vencido.
Fue una operación muy rápida —tres incisiones de bisturí y luego, la retirada limpia del catéter—. Casi antes de que Jack se diera cuenta de que los cirujanos habían empezado, llegaron los camilleros para llevarse a Sophie a la habitación contigua.