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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

A por el oro (44 page)

BOOK: A por el oro
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Él la miró con dureza.

—¿A qué te refieres?

—Quiero contarle la verdad a Sophie. Y quiero hacerlo hoy.

Tom extendió los brazos en un gesto suplicante.

—Zoe, está en el hospital.

En ese mismo instante deseó no haber pronunciado aquellas palabras. Vio cómo los músculos de Zoe se tensaban y su cuerpo se movía sobre la silla giratoria, preparada para levantarse y marcharse.

—Por favor, no vayas ahora —le suplicó, agarrándola de la muñeca—. Deja pasar algún tiempo. Ya he visto estas cosas con otros deportistas al final de una larga carrera. Hoy va a ser el peor día que pases en tu vida pero, créeme, tienes un futuro por delante.

—No sin mi hija. No sin mi hija —repitió Zoe, y se soltó—. Lo digo en serio, Tom.

Este la miró a los ojos, y la creyó.

—Voy a contarle la verdad a Sophie —agregó ella—. Voy a ir al hospital a contárselo ahora mismo.

Se levantó y Tom se incorporó para intentar detenerla, pero las rodillas le estallaron de dolor, lo que hundió su ánimo. Volvió a sentarse en la silla.

—No puedo pararte —reconoció.

Después, cuando Zoe ya había abandonado el pequeño y sofocante despacho, añadió para sí.

—Nunca he podido pararte.

Permaneció un minuto mirándose las manos, y luego cogió el móvil para avisar a Jack y Kate.

Hospital General de Manchester Norte, 15:30

Zoe llegó al mostrador de recepción del hospital y se registró como pariente. Le dijeron dónde estaba Sophie, y siguió las indicaciones de los carteles que conducían a la Unidad Pediátrica de Cuidados Intensivos y recorrió las largas planchas de linóleo de los pasillos. Sentía la debilidad en sus piernas como consecuencia de la carrera. Cuando perdías, no había descargas de endorfina que encubrieran el dolor. En el cruce de dos pasillos tuvo que hacer un alto y descansar, recostada en la pared durante un minuto hasta que los afilados pinchazos en sus tobillos remitieron. El personal hospitalario circulaba a su lado, moviéndose con la sosegada eficiencia de los cuerpos que raras veces se ven empujados a funcionar a sus límites operacionales. El dolor de sus tobillos le hizo pensar en Tom. ¿Sería así como empezó su entrenador con la artritis y los problemas de articulaciones? ¿Le habrían aparecido nada más abandonar el deporte? El cuerpo humano es así, tiene la capacidad de mantenerse de una pieza justo hasta que se le permite desmoronarse. Hay gente capaz de salir de un edificio en llamas con las dos piernas rotas, y no se derrumban hasta que se encuentran a salvo, lejos del fuego. A veces, en los matrimonios, cuando fallece un miembro, el otro le sigue a los pocos días. «Se le rompió el corazón», dicen.

Veía flotar ante ella chiribitas de luz dorada, y el suelo le parecía lejano e irregular. No había comido nada desde antes de disputar las tres mangas, y tras ellas, estaba demasiado frustrada como para acordarse de tomar su bebida de recuperación; y ahora, su proporción de glucosa en sangre estaba bajo mínimos. Ignorando el dolor que le martirizaba los tobillos, se obligó a continuar adelante, siguiendo las indicaciones que le había dado la recepcionista.

Kate estaba sentada en el pasillo, a la puerta de la unidad de recuperación, en una de las dos sillas forradas en vinilo que flanqueaban las puertas batientes. Frente a las sillas había un acuario tras cuyos cristales, un grupo de lentos pececillos de colores mordisqueaba las finas láminas verdes de unas algas. En un tablón de anuncios, carteles del Ministerio recomendaban la ingesta diaria de verduras y explicaban cuál era la mejor manera de estornudar.

Kate alzó la mirada al oír el roce de las zapatillas de Zoe sobre el suelo. No pareció sorprenderse de verla. Tenía el rostro vacío de expresión y demacrado por la fatiga. Aún llevaba puesto la sudadera de competición, con el chubasquero por encima.

—Hola —la saludó en voz baja.

—Tom te ha avisado de que venía, ¿verdad? —contestó Zoe con el ceño fruncido—. Voy a entrar, ¿vale?

Posó la mano en la puerta batiente.

—Siéntate, anda —indicó Kate sin mirarla.

Había algo en su voz que hizo dudar a Zoe.

—No puedes pararme.

—Lo sé. Así que siéntate, ¿quieres?

—De acuerdo —consintió Zoe sorbiéndose la nariz—. Solo un minuto, y luego, entro.

Se sentó en la otra silla y la giró para mirar directamente a Kate, quien con un hilo de voz explicó:

—Sophie está muy débil.

Sintió que se agotaban sus últimas fuerzas. Las lucecitas doradas que nublaban su visión se multiplicaron hasta apenas dejarle ver. La silla parecía tambalearse debajo de ella, y el suelo oscilaba, por lo que se agarró al apoyabrazos para no caerse.

—¿Se pondrá bien?

Se fijó en que Kate apretaba los labios, en un intento de controlar sus emociones.

—Eso creemos.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Zoe, hundiéndose aliviada en la silla.

La boca de Kate se contrajo por un instante, y luego sus labios volvieron a formar una línea pálida y cansada.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Me siento como si me hubieran molido a palos.

—Tom me ha contado que estabas muy alterada —observó Kate, al tiempo que asentía con la cabeza—. Según dice, estás pensando en contarle la verdad a Sophie.

Zoe la miró fijamente. Era difícil ver a Kate como la ganadora, incluso ahora. Desde que tenían diecinueve años, se había acostumbrado a buscar debilidades en Kate; las señales de duda en su rostro; las inseguridades en su forma de hablar… Y ella saltaba en el acto sobre cualquier ventaja que le concediese, por más que después siempre se sintiera mal. Pero en adelante ya no habría otro «después». Era difícil adaptarse a la realidad de que Kate había ganado al fin —había ganado en todo—. Ahí estaba, sentada en el mismo tipo de silla que el ocupado por ella, pero la conciencia de que Kate iba a competir en los Juegos Olímpicos convertía esa silla en un trono. Zoe se había pasado tantos años sintiendo respeto por los Juegos que ahora le resultaba imposible dejar de sentir su fuerza. Todas las energías que había puesto en ir a Londres habían pasado a ser de repente propiedad de Kate.

Y lo peor de todo era que ni siquiera había sido derrotada; o no del todo, al menos. Había concedido una segunda oportunidad a Kate en la carrera porque le pareció lo más justo para Sophie, que deseaba que su mamá ganara. Su mamá… Al contemplar a su rival, sentada lánguidamente ante ella, tuvo un chispazo de conciencia y supo que Kate nunca la había vencido en nada. Zoe renunció a Jack, entregó a Sophie, y ahora le había regalado los Juegos. Kate solo estuvo siempre ahí, aguantando patéticamente como la segunda para ser la más cercana a ella cuando se le cayeran de las manos todas esas valiosas cosas. Mientras Zoe peleaba contra sus fantasmas, Kate había estado pasando la aspiradora tras ella como una buena amita de casa.

—Sí, quiero contarle la verdad a Sophie —acabó por asentir, con los ojos entrecerrados y sintiendo que recuperaba parte de sus fuerzas.

Observó cómo las lágrimas desbordaban de los ojos de Kate al asimilar la noticia. En la pecera, al otro lado del pasillo, los peces prisioneros se entretenían con las finas capas de limo verde, agitaban la cola y levantaban granitos de grava que volvían a caer en silencio al fondo del acuario.

—Vale —aceptó finalmente Kate—. Tienes derecho a contárselo, si es lo que necesitas. Pero… —Se levantó, se acercó a su silla y se arrodilló para coger su mano—. Eres mi mejor amiga, Zoe. Comprendo lo duro que es esto para ti. Confío en que harás lo mejor para Sophie… No obstante, ¿podrías esperar un poco? ¿Podrías esperar a que esté más fuerte y luego se lo decimos juntas?

Zoe bajó la mirada hacia ella y sintió una opresión desgarradora en su pecho. Así era como siempre te engañaban —Kate, Tom y Jack—. Hablaban con un tono tan meloso que sentías la necesidad de corresponderles, te hacían brotar esa parte oculta de ti misma que deseabas con todas tus fuerzas que fuera tu verdadero ser. Te rendías a ella por un momento, y lo siguiente que descubrías era que habían vuelto a arrebatarte algo.

Una rabia ardiente anidó en su interior.

—No me refiero solo a contárselo a la niña. Quiero que hagamos algo más.

—¿El qué?

—Quiero ser la madre de Sophie. Quiero noches sin pesadillas. Quiero todo lo que me habéis quitado.

—Por Dios, Zoe —murmuró Kate, meneando lentamente la cabeza—. Yo no te quité a Sophie. Solo la acogí, porque tú… tú no podías…

—Me engañasteis —masculló con rabia—. Todos vosotros me engañasteis.

Vio cómo la boca de Kate se torcía mientras soltaba un gemido apagado al comprender que Zoe lo decía en serio.

—Por favor. Por favor…

—Por favor, ¿qué?

—No puedes hacerlo.

—Sí puedo. Si tú no haces lo que es justo, acudiré a los tribunales. Entonces estaba hecha pedazos, Kate. No sabía lo que hacía.

—Por favor… —Kate se derrumbó junto al apoyabrazos de la silla—. No estás teniendo en cuenta lo que esto supondrá para Sophie. No puedo soportarlo. No puedo.

Zoe la miró con frialdad.

—Entonces, tendrías que haberme dejado con algo. No debiste volverte a subir a la bici después de caerte esta mañana.

Kate la miró con los ojos arrasados en lágrimas.

—¿De eso se trata? Porque puedes quedártela. Ocupa mi plaza para Londres. Llamaré a la federación ahora mismo y les diré que hice trampas, que saboteé tu bicicleta. Les contaré lo que quieras, Zoe, pero por favor, deja a Sophie fuera de esto.

Ella se levantó y rodeó la silla de Kate.

—No. No pienso dejar que vuelvas a engañarme. Voy a entrar ahí ahora mismo y le contaré la verdad a Sophie.

—Por favor —suplicó Kate asiéndola del brazo—. Te daré todo lo que quieras.

Zoe intentó zafarse, pero Kate agarraba con fuerza su brazo, y con ello incrementaba el peso sobre los tobillos de Zoe, quien tuvo que contener un grito de dolor.

—¡Suéltame!

—Por favor te lo pido, Zoe. Si tienes que hacer esto, al menos no lo hagas ahora, ¿vale? Te cederé mi plaza de Londres si dejas a Sophie tranquila durante un mes. Solo hasta que se recupere y esté más fuerte, ¿de acuerdo? Si de verdad la quieres, quédate con mi puesto en los Juegos Olímpicos, quédate con lo que quieras, pero déjale unas semanas para que se ponga mejor. Luego, haz lo que debas. Pero por favor, por favor, no le hagas esto a Sophie ahora.

Zoe sacudió el brazo y consiguió soltarse de Kate. Se tapó los oídos para no escuchar sus ruegos.

—No te oigo. Siempre hay un motivo para que acabes siendo feliz, pero por una maldita vez no pienso oírlo.

Se escapó del alcance de las manos de Kate, se lanzó de espaldas contra las puertas batientes y entró en la unidad de recuperación. Pasó a toda prisa frente al puesto de las enfermeras, ignorando el dolor de sus tobillos y sin prestar atención a la mujer uniformada que le preguntó si podía ayudarla en algo. Oyó cómo las puertas batían de nuevo al paso de Kate. Corrió por el pasillo central de la unidad, mirando a izquierda y derecha por las pequeñas ventanillas de las puertas de las habitaciones. La cuarta a la que se asomó era la de Sophie. Vio a Jack sentado junto a la cama y empujó la puerta.

Jack la miró pero Zoe ni lo saludó. Sus ojos se fijaron en Sophie, pálida e inmóvil, con la boca y la nariz cubiertas por una mascarilla de oxígeno verde transparente. Se quedó de piedra.

No esperaba aquello, encontrar a Sophie inconsciente. Se había estado aferrando a la imagen de la pequeña como la había visto dos días antes, riéndose en la cesta de la bicicleta de reparto mientras Kate daba vueltas por la pista del velódromo. Se la había imaginado un poco desmejorada, eso sí, enferma quizá, pero sentada en la cama y sonriendo con valentía. Incluso había preparado algunas de las frases que diría para iniciar la conversación: «¿Te acuerdas de lo bien que lo pasamos el otro día en la pista, Sophie? ¿Te gustaría pasártelo así de bien todo el tiempo?».

Pero ese silencio perfecto, esa quietud total, la frenaron en seco.

El rostro de Sophie, inmóvil y cetrino, era el reflejo perfecto de una cara que reposaba en silencio en el fondo de la memoria de Zoe, que se llevó la mano a la boca y gimió. Un temor creciente se llevó por delante todo el calor de su sangre y se quedó helada. Mientras contemplaba el rostro de Sophie, luchaba contra el resurgir de aquella otra cara blanca como la nieve que no veía desde que tenía diez años.

—Ay, Dios mío… —susurró.

Se tambaleó y tuvo que agarrarse a la barra de acero de la cama de la niña para no caerse.

Jack cogió su mano y Kate la abrazó, pero no sintió nada de aquello. Le preguntaron si estaba bien, pero lo único que podía oír era el silencio gélido y agobiante de la habitación. El penetrante olor a desinfectante del hospital aceleró el recuerdo, que se acercaba imparable. Las ruedecillas de goma laterales de la cama lo sujetaban, y las sábanas verdes hospitalarias lo envolvían. Zoe cayó de rodillas y sus ojos regresaron al tiempo en que tenía diez años de edad y recorría en compañía de una asistente social los pasillos vacíos y resonantes de los bajos de un hospital.

Le dieron unas pastillas para calmarla, pero no produjeron otro efecto que un pitido agudo que resonó en sus oídos y una sensación de mareo y confusión que le sacudía la cabeza. Adam se había caído de la bici, eso era todo lo que recordaba. Se había caído de la bici y necesitaba encontrarlo para llevarlo a casa. Tenía que hacerlo sola porque su madre no podía. Algo había sucedido con el corazón o con la cabeza de su madre, que no podía salir de la cama ni dejar de llorar y gritar.

Habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde que la Policía recogiera a Zoe, delirante y pedaleando sin rumbo por la autopista tras el accidente. Aún sentía mucho daño en las piernas, y le dolían al andar.

—¿Queda mucho? —preguntó—. ¿En qué habitación está Adam?

—El cuerpo de Adam, cariño —dijo la asistente social, acariciando su pelo—. Es esa puerta del fondo.

Las palabras se entremezclaban en la cabeza de Zoe. La asistente señaló una puerta metálica desgastada y sin pintar, al final del pasillo. Corrió hasta ella y la empujó, pero estaba cerrada con llave.

Cuando la asistente social la alcanzó, se arrodilló junto a ella y le dijo:

—Muy bien, cariño. Ahora quiero comprobar que estás preparada para hacer esto. Va a ser muy difícil para ti ver cómo está Adam. Me temo que te vas a poner muy triste, pero creemos que a la larga te sentirás más triste, y más disgustada, si no ves el cadáver.

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