Authors: Ellen Kushner
Alec recibió con entusiasmo la decisión de Richard.
—Nos sentaremos en la galería, donde podremos verlo todo —anunció—, y compraremos una bolsa de pasas y almendras para tirárselas a los actores.
—¿Podrá vernos la gente a nosotros? —Le costaba imaginarse que no fuera ése el motivo para asistir.
—Supongo... —dijo evasivamente Alec. De repente se volvió hacia Richard con un brillo peligroso en la mirada—. Ropa —declaró—. Tienes que ponerte algo... espléndido.
—No tengo nada espléndido. No como lo que tú estás pensando, al menos.
—Entonces deberás comprarte algo.
No le gustó el sastre de moda. Le ponía nervioso quedarse quieto mientras el hombre lo atacaba armado con tiza y cintas y alfileres para tomarle las medidas, musitando fórmulas extrañas entre dientes. Alec estaba perfectamente tranquilo; aunque, claro está, Alec no tenía otra cosa que hacer salvo acariciar los rollos de tela que le presentaban los serviciales empleados.
—Ahí —indicó Richard con lo único que tenía libre, la barbilla—, ésa está bien.
—Es marrón —dijo ácidamente Alec—, como todo lo que tienes.
—Me gusta el marrón. ¿De qué está hecha?
—Terciopelo de seda —dijo Alec con satisfacción—, eso que dijiste que no te pondrías.
—Bueno, no me sirve de nada —razonó—. ¿Dónde iba a llevar terciopelo?
—En los mismos sitios donde llevas lana marrón.
—Está bien —renunció al color—. ¿Y negro?
—Negro —dijo Alec en tono de profunda repugnancia—. El negro es para las abuelas. El negro es para los villanos de opereta.
—Oh, haz lo que quieras. —La paciencia de Richard estaba siendo considerablemente puesta a prueba por la cinta y las manos intrusas—. Mientras no sea nada chillón.
—¿El burdeos es chillón? —preguntó Alec con agresiva dulzura—. ¿O el azul, tal vez?
—Lo que sea menos ese color de pavo real que decías que te gustaba.
—Eso era índigo —observó el sastre—. Muy delicado. Lord Ferris encargó un abrigo de ese paño al inicio de la temporada, señor.
Alec sonrió con picardía.
—En tal caso, Richard, tú también debes tener uno cueste lo que cueste. Casa con tus ojos.
Los dedos de De Vier tamborilearon sobre su muslo. Señaló un rollo doblado encima de una silla.
—¿Eso?
—Una lana excelente, señor, no nos queda mucha este año. Es bermejo, conocido esta temporada como Manzanas de Delectación, o Gloria Otoñal.
—Me da igual cómo se llame —dijo Richard por encima del resoplido de Alec—. Me la quedo.
—Es marrón —dijo Alec—. «Manzanas de Delectación» —continuó burlándose cuando salieron del establecimiento—. Melocotones de Desolación: otro marrón, como la fruta pocha. Peras de Pomposidad. Nueces Nocivas. Rosa Vómito de Gato.
Richard le tocó el brazo.
—Espera. No te hemos tomado las medidas para nada. ¿No querías ese azul?
Alec siguió caminando. La afluencia de compradores se apartaba de la alta figura desgarbada. Le dijo a Richard, sin bajar l
a
voz:
—Seguramente esta temporada se llama Venas de Hipocondríaco. Lady Disentería encargó un abrigo de ese paño para su perro.
—¿No quieres nada nuevo para la primavera? Todavía tengo dinero.
—No tiene sentido —dijo—intentar mejorar lo inmejorable. Las prendas bonitas tan sólo resaltan mis defectos. Y ando encorvado: echo los hombros hacia fuera.
—Verde —insistió Richard, que no tenía nada en contra de los colores vivos siempre y cuando no tuviera que ponérselos él—, para tus ojos. Y encaje de oro. Con el cuello alto, y fruncidos. Estarás muy elegante, Alec.
—Parecería un poste pintado en una feria —dijo Alec, dando un tirón a su túnica—. Una Gloria Otoñal es más que suficiente.
Pero el día de la representación, Richard tenía sus dudas. Su nuevo atuendo era mucho más cómodo de lo esperado: la lana de vivos colores era suave y acompañaba sus movimientos como si hiciera años que la llevaba. La túnica de erudito de Alec parecía aún más raída en comparación y le cubría casi por entero la camisa y las botas nuevas. Ni siquiera había utilizado el broche de esmalte para el pelo; lo llevaba recogido atrás con una cinta vieja.
Richard no se molestó en discutir.
—Siéntate —le ordenó—. Y quédate ahí. —Dicho lo cual, desapareció en el dormitorio.
Desde la habitación principal pudo oír que Alec decía:
—¿Qué haces, intentar cambiarte los calcetines? Están perfectamente limpios y, además, nadie puede verlos...
Reapareció con una sencilla caja de madera, como las que se usaban para guardar cartas o recibos. La abrió para que Alec pudiera ver su interior y sacó el primer tesoro.
—Dios —dijo Alec, y fue lo único que pudo articular.
Richard puso el anillo en el dedo de Alec. Era una gigantesca perla negra, incrustada con profusas espirales de plata.
Alec se quedó mirándose fijamente la mano.
—Es precioso —exhaló—. No sabía que tuvieras tan buen gusto.
—Me lo dieron. Hace mucho.
A continuación sacó el prendedor y lo depositó en la palma de Alec: un dragón de oro aferrado a un zafiro. Alec cerró la mano a su alrededor, con la fuerza necesaria para sentir los bordes; luego se cerró con él el cuello de la camisa.
—Eso es muy, pero que muy antiguo —dijo al cabo.
—Era de mi madre. Se lo robó a su familia.
—¿Los De Vier banqueros?
—Exacto. No le caían demasiado bien.
Encontró un pequeño anillo de diamante que encajaba en el meñique de Alec, y una banda de oro labrada con una rosa roja y dorada.
—Clientes —dijo, sonriendo a la rosa—a los que les gusta mi trabajo. El diamante pertenecía a una mujer, la esposa de un noble que me lo dio en secreto porque decía que había salvado su reputación. Siempre me ha gustado, es tan delicado. —Metió de nuevo la mano en la caja—. Esto lo conseguí muy al principio, a modo de pago fraccionado de parte de un hombre con más joyas que dinero. Nunca he sabido qué hacer con él; debería haber sabido que era para ti. —Sacó una esmeralda cuadrada tan grande como la uña de su pulgar, flanqueada por citrino con engastes de oro.
Alec hizo un ruidito extraño con la garganta.
—¿Sabes lo que vale eso?
—Medio encargo.
—Llévalo tú. Además, ¿por qué me das todo esto?
—Me gusta cómo los luces. A mí no me quedan bien, ni me siento bien llevándolos.
Embelesado a su pesar, Alec levantó las manos, ahora cargadas de oro, plata y piedras preciosas.
—Ésa —dijo Richard—es manera de vestirte.
—Te has saltado un dedo —dijo Alec, a lo que Richard respondió:
—Así es. —Y sacó su última adquisición, todavía en su bolsa—. Ten —dijo—, ábrela tú.
Aun a la tenue luz de la habitación el rubí refulgía con un color líquido. Era una barra roja alargada que abarcaba dos nudillos, flanqueada por diamantes engarzados en oro blanco.
—¿Dónde has conseguido algo así? —preguntó Alec, su voz peligrosamente entrecortada.
—Otro noble. Es mi último soborno.
—Creo que mientes —dijo con tirantez Alec—. Creo que te lo ha dado algún ladrón.
—De verdad que no —dijo pacientemente Richard—. Es de lord Ferris. Quería que me lo pusiera para nuestra próxima cita.
—¡Bueno, pues póntelo! —gritó Alec, arrojándole el anillo.
—No me siento cómodo con anillos —dijo suavemente Richard, sin recogerlo.
—Éste en particular —gruñó Alec—. No tenía derecho a dártelo.
—Ningún problema —dijo Richard, intentando aligerar de nuevo las cosas—. Yo os lo doy a vos, milord.
El rostro de Alec se tornó aún más pálido y rígido si cabe, abrió más los ojos. Pese al peligro, Richard levantó una mano enjoyada y la besó.
—Alec —dijo contra los dedos fríos y pesados—, son para ti. Haz lo que quieras con ellos.
Los dedos de Alec se tensaron despacio sobre los suyos. Cuando levantó la mirada, Alec estaba sonriendo, sus ojos duros y verdes con malsano placer.
—Está bien —dijo Alec, arrastrando las palabras—, lo haré. —Y se puso el rubí en el dedo índice. Allí destelló como algo vivo, un icono para la mano que lo portaba.
Eran las manos de un noble, ahora, las manos de un príncipe, opulentas y extrañas. Contra la piel transparente, los huesos de alta cuna, el basto atuendo de Alec y sus botas con rozaduras quedaban eclipsados.
—Eso está bien —dijo Richard, complacido con el efecto—. Es una lástima que estén todos guardados en una caja. No me los pongo nunca; de este modo podré contemplarlos.
—Les gusta que los contemplen —dijo Alec—. Puedo sentir cómo ronronean de placer, bastardos presuntuosos.
—Bueno, saquémoslos de paseo... Como si alguien fuera a fijarse en ellos, al lado de mi ropa nueva.
***
Los dos llamaron la atención por toda la Ribera. El atardecer relucía dorado desde el suelo; desaparecida la nieve, su camino estaba cubierto de barro y depósitos del invierno. Se había extendido el rumor de lo que pensaban hacer; la gente se alineaba para verlos pasar como si fuera un desfile. Richard se sentía como un héroe enviado al frente.
Vio a Ginnie cuando cruzaban el Puente. La llamó antes de que Alec pudiera decir alguna grosería:
—¡Eh, Ginnie! ¿Qué te parece?
Ella lo miró de arriba a abajo y asintió con la cabeza.
—Tienes buen aspecto. Los impresionarás. —La mano de Alec centelló al sol; Ginnie vio las joyas y su rostro se petrificó. Sin decir palabra, les dio la espalda y los dejó atrás.
—No lo aprueba —dijo alegremente Alec.
—Hugo no quiere ir a ver la obra.
—Me figuro que a Hugo sólo le gustan las comedias.
Hasta en la ciudad se fijaba en ellos la gente a su paso. Richard sentía unos deseos incontenibles de reírse por lo bajo: tanto alboroto por dos personas que iban a ver una obra que seguramente ni siquiera estaría bien.
—Deberíamos haber alquilado unas monturas —dijo—, como los lores del Consejo, para que la gente pudiera vernos pasar a caballo. Ya tengo las botas llenas de barro.
—¡Mira! —exclamó Alec—. ¡Los estandartes! Casi hemos llegado.
—¿Estandartes? —Pero allí estaban, como en los castillos de los cuentos: hechos de telas brillantes, pintados con emblemas que aparecían y se desvanecían con el restallar del viento: un caballo alado, rosas, dragones, una corona...
Frente al teatro era como una feria. Los mozos de cuadra estaban retirando los caballos y despejando el camino para los carruajes con muchachas paseándose entre ellos, vendiendo ramos de flores y hierbas, copas de vino y cucuruchos de frutas y nueces. Había copias impresas de la obra, y bufandas, y cintas de los mismos colores que los estandartes. Alec buscó a Willie Dedosligeros entre la multitud pero no pudo encontrarlo, aunque le sonaban una o dos de las otras caras que se confundían con el gentío. Dos espadachines desconocidos representaban una discusión y luego un duelo con espadas una y otra vez en distintos rincones del patio. Contra el muro alguien declamaba un discurso de otra tragedia, ahogado por un flautista ciego con un perro danzante, al que algunos jóvenes nobles distraían lanzándole nueces para que fuera a buscarlas. El atuendo de los nobles conseguía que el de Richard pareciera sombrío. Aun la ciudadanía media, tenderos y artesanos, se había vestido de forma extravagante, emperifollada de encajes y cintas. Llegaban pronto, para asegurarse buenas localidades.
—Vamos —dijo Alec, abriéndose paso a codazos a través de la multitud—, o nos encontraremos sentados en el regazo de alguna noble viuda.
Los nobles dejaron de tirar nueces para fijarse en ellos. Se escuchó un retazo de su conversación: «... de todos modos no puedo costeármelo...». Un par de criadas, cogidas del brazo, sonrieron con afectación y se dieron la vuelta.
Richard empezaba a arrepentirse de haber venido. Los asistentes se apelotonaban aún más al llegar a la entrada. Los pies, los codos y aun el aliento de los demás lo invadían. No apartaba la mano de la empuñadura de su espada.
Ésta fascinó a un grupo de pequeños, uno de los cuales al final reunió el valor necesario para abordarlo.
—¡Eh, espadachín! —gritó con voz ronca—. ¿Podrías matar a mi hermano?
Richard no respondió; siempre le preguntaban lo mismo.
—Cierra el pico, Harry —dijo otro—. ¿No ves que es De Vier?
—Eh, ¿tú eres De Vier? Eh, De Vier, ¿puedo ver tu espada?
—Puedes verla clavada en tu trasero —dijo Alec, acertando a uno de ellos a bocajarro con una almendra. Satisfecho con su puntería, abrió el camino y dio propina a un mozo para que les encontrara dos asientos.
Les dieron un palco privado en la galería superior, justo enfrente del escenario. Alec estaba extasiado.
—Siempre he querido uno de éstos. Es un puro infierno en los bancos, con cualquier idiota intentando sentársete encima con su mujer. —Richard hizo una mueca al imaginárselo. Aquí estaban por encima de todo, con una buena vista de las tablas bañadas por la luz del sol. La gente estiraba el cuello para observarlos desde todos los rincones de la sala.
Alec puso los pies encima de la barrera y se comió un puñado de pasas. Se escuchó una fanfarria de trompetas en lo alto.
—Verás cómo se llenan ahora los palcos de los nobles —dijo Alec—. Siempre entran ahora.
Levantados cerca del escenario, los palcos de los nobles, engalanados con los escudos de armas de sus ocupantes, resultaban visibles desde casi cualquier otro punto del auditorio.
Era la primera vez en muchos años que Richard podía observarlos a todos a placer. Reconoció a más de los que esperaba: hombres apuestos que lo habían acosado en las fiestas a las que solía asistir; distinguidos nobles de ambos sexos cuyo dinero y patronazgo había rechazado, y otros que tenían motivos para estarle agradecidos.
Vio a lord Bertram Rossillion con una morena preciosa colgada de su brazo, recordó haberle oído quejarse de las presiones para que contrajera matrimonio... pobre señora. Allí estaba Alintyre, ahora lord Hemmyng. Se preguntó si Hemmyng reconocería la esmeralda que lucía Alec en su mano y sonrió, acordándose de aquella loca galopada por las montañas con la carroza delante de ellos, yendo a reunirse la amada de Alintyre con su tía; y sus grititos de risa al regresar con ella a caballo por el camino que habían venido. Se fijó más en la majestuosa dama que sonreía a Hemmyng y reconoció sobresaltado el perfil de la nariz...