Authors: Ellen Kushner
El hombre al que debía Alec su anillo de oro rosado también estaba allí, más joven y sereno que nunca. Claro que no habían pasado tantos años. Estaba conversando con un elegante pelirrojo.
—Godwin —dijo Alec—. Uno de esos deliciosos confites a los que no les quitas la vista de encima es un tal Godwin de Amberleigh, ése es su emblema.
—El pelirrojo —dijo Richard—. Lo he visto antes en alguna parte, no sé dónde...
—¿Cómo sabes que no es el otro?
Richard sonrió.
—A ése también lo he visto antes; pero recuerdo dónde.
***
Lord Thomas Berowne se giró hacia su acompañante.
—Y ahí lo tienes —dijo—; al final ha venido.
—¿Por qué no iba a hacerlo? —respondió lord Michael—. No es ningún cobarde.
—No, pero tampoco gusta de hacer ostentaciones. Esto es una ostentación.
—Para un espadachín. ¿Es supersticioso?
—No importa. Alban estaba convencido de que no se presentaría; ahora le debe veinte reales a Lucius.
—Se lo puede permitir —dijo distraídamente Michael. No estaba pensando en De Vier: se preguntaba qué diría Vincent Applethorpe si supiera que Michael estaba asistiendo a
La tragedia del espadachín
—. Sólo es un cuento de hadas —dijo en voz alta—. Nadie lo cree realmente.
—Puede que no —dijo Tom—; pero espera a ver las apuestas la próxima vez que pelee De Vier.
—Le ha robado la atención a Halliday, en cualquier caso —cambió Michael de tema—. Decían que Creciente planeaba cancelar la actuación, cerrar el teatro.
—¿En qué mundo vives, Michael? —preguntó Berowne con fingida sorpresa—. Se referían a
El fin del rey,
una bazofia que sólo se salva por la presencia de la señorita Viola Festín en el papel de paje real. Ya la he visto dos veces, y te garantizo que lord Halliday estuvo presente en el último pase. Hasta el final. Yo llegué cuando ya había empezando, en el momento que el gentil paje...
—Oh, no —dijo Michael—. Es Horn. En el palco que tenemos delante. —Seguramente haya apostado por De Vier. ¿Qué ocurre? —Dime si me está mirando.
—No. Pobrecito, ¿te ha estado molestando con sus atenciones? ¿O es que le debes dinero?
—Me pone la piel de gallina —explicó Michael. —Oh, sí —dijo Berowne—; algo de eso he oído.
—Todos apuestan por ti —dijo alegremente Alec, pasándole las uvas—. Ojalá pudiéramos llevarnos un porcentaje.
—Se notará en mis honorarios —respondió Richard—. ¿Cuándo empieza la obra?
—Enseguida, enseguida; cuando pare la música.
—¿Qué música?
—Ahí... en el escenario. No se oye porque todos están hablando.
—Y mirándonos —dijo Richard. Volvía a tener la impresión de que había sido una mala idea.
—Están protegiendo sus inversiones —dijo tan campante Alec—. Me pregunto si te enviarán flores.
Richard soltó un gemido.
—Flores. ¿Está Ferris aquí? ¿Cómo es su escudo de armas?
—No está. Lord Horn sí. Halliday no. Tremontaine no. Nadie serio ha venido a vernos.
—Vuelve la cabeza —dijo lord Thomas—, te está mirando.
—¿Horn?
—No, De Vier.
—Seguramente estará mirándote a ti —dijo Michael.
—No puede ser, yo no me he ruborizado. —Berowne apartó la mirada intencionadamente—. Ahora está mirando Horn... a ti no, a él.
—¿Quién lo acompaña?
—¿A Horn?
—A De Vier. Thomas, date la vuelta y echa un vistazo.
—No puedo. Me he puesto rojo. Es la maldición de mi tez.
—Por lo menos a ti no te salen pecas. Mándale una nota... al espadachín, me refiero. Pídele que se reúna con nosotros.
—Michael. —Lord Thomas miró a su amigo—. Ofendes mi orgullo. Todo el mundo se muere por invitarlo a reunirse con ellos. Me niego a formar parte de la turba. Me niego a ser el primero en capitular. ¿Y si dijera que no?
***
—Me parece —dijo malhumoradamente Richard—que no me va a gustar la obra. Creo que va a ser una tontería. Deberíamos arruinar todas las apuestas marchándonos ahora.
—Podríamos hacer eso —dijo Alec—. Pero esas personas que han empezado a pasearse alrededor del escenario son los actores, de hecho. Pronto empezarán a hablar. Si te vas ahora te pasearás en mitad de la primera escena, y todo el mundo te mirará todavía más. Siéntate, Richard. Aquí llega el duque.
El duque cruzó el escenario con gran ampulosidad, dejando atrás a algunos cortesanos que querían hablar sobre él. Sonaba muy parecido a una auténtica conversación salvo por el hecho de que todas las palabras estaban ordenadas para encajar en una cadencia oral. Los fragmentos se pasaban como música de un orador a otro, mientras que el ritmo seguía siendo el mismo. A veces uno perdía la sensación del ritmo, pero entonces lo restauraba un extraño requiebro de palabras. A los cortesanos les caía bien el duque. Era un hombre sabio,
...más apto para representar el papel de gracia
que aparentar el digno menosprecio de un príncipe.
Su hijo y heredero, en cambio, nunca había dado muestras de gracia alguna. A nadie le caía demasiado bien; celebraba fiestas sombrías y vestía de luto por su madre, que había muestro al dar a luz a su única hermana, Gratiana.
Los cortesanos abandonaron las tablas. Se abrieron unos telones al fondo y apareció una muchacha de largos cabellos dorados hablando con un loro encerrado en su jaula. Se refirió a sí misma como
... desdichada Gratiana; y aun así la más dichosa
por tener lo que, privadas de ello, muchas doncellas
deben yacer atormentadas en sus catres angostos
o aventurar ritos bajo cielos colmados de luna llena.
Richard pensó que el loro debía de ser de verdad. Ella le dijo:
Tú y yo, brillantes cautivos los dos
de lugares y personas, de las circunstancias y la cuna
hemos de compartir nuestra carga, tú con tu paciente oído
y yo con mi lengua para desgranar motivos de lágrimas!
Pero antes de que pudiera explicarse entró en escena su hermano Filio, que hizo algunos comentarios sobre su virtuosa doncellez y el loro, y se encaró con el público para señalar:
Pues nadie osa compartir conmigo mis pesares y gozos
cuando ni siquiera yo sé demostrar los unos o los otros.
Richard esperaba ver al anciano y virtuoso duque; al ser la persona de la que todos hablaban al principio, había pensado que la obra giraría en torno a él. En vez de eso falleció de repente, fuera del escenario, y Filio fue nombrado duque. Vino un majestuoso ministro de larga barba blanca para informar a Gratiana. Se llamaba Yadso y sospechaba que alguien lo había eliminado. Más adelante recibió el aviso de su barbero, que también afeitaba a un amigo íntimo de Filio, de que corría el riesgo de que lo retaran a muerte si no huía del país de inmediato. Yadso se despidió de la joven:
No todo lo que es, es lo que parece. Con nudos
amarra la verdad el silencio; nos desatan las palabras.
El juego está en marcha:
¡marchémonos nosotros mientras podamos!
A lo que lloró Gratiana:
Huid! ¡Huid! Vos, justo y leal.
¡Y recibid en pago el amor de Gratiana!
Luego, a solas, lamentó haber traicionado a toda la humanidad. ¿Sería ella la villana, quizá? Pero no; resultó que se refería a haberse enamorado de un hombre indigno. El loro decidió de improviso hacerse eco de sus palabras: «¡Amor!», graznó. «¡Huid, amor!». Todo el mundo siguió su consejo, por lo que debía de formar parte de la obra. A lo mejor no era un loro de verdad, a fin de cuentas; o puede que sí, pero alguien le ponía voz entre bastidores.
El nuevo duque no dejaba de hostigar a su hermana. Al final le arrancó la confesión de estar enamorada de un espadachín. Volvió a encararse con el público y dio rienda suelta a su rabia en términos poco halagadores para la profesión. Richard pilló a Alec mirándolo de reojo y sonrió. Pero con su hermana, Filio era todo edulcorada comprensión. La virtud, dijo, como el vino, no se rebajaba por verterse en recipientes insólitos; con la misma facilidad se podía beber vino de una calavera que de una copa de oro.
—Ay, madre —musitó Richard. Lo veía venir. Alec le indicó que se callara. Pero Gratiana se sintió consolada y prometió enviar a su amante al encuentro de su hermano. En cuanto se fue, Filio pisoteó el suelo, gritó y estrujó el cuello del loro. Así que estaba bien adiestrado, o era de mentira al fin y al cabo. El duque abandonó el escenario para intentar encontrar un gato sobre el que descargar las culpas.
Richard ni siquiera se molestó en criticar al espadachín. Quizá, cuando se escribió la obra, los espadachines fueran así. Aunque, en un mundo donde todos hablaban con lo que Alec llamaba poesía, ¿por qué debería esperar que un espadachín fuera distinto? El duque Filio dispensó una calurosa acogida a su futurible cuñado. Bebieron vino en calaveras gemelas. El espadachín hizo una broma insulsa al respecto y brindó por la caída de todos los enemigos de la casa del duque. Resultó que Filio tenía un encargo para él: un enemigo había mancillado el honor de su casa, y sólo la sangre podría reparar la afrenta. Evidentemente halagado por las atenciones del duque, el espadachín aceptó.
Siguió a esto una escena sacada de un manicomio, con abundantes cantos y bailes. Qué pintaba ahí era algo que Richard no averiguó nunca; pero cuando acabó se apartó el telón interior parar revelar una escalera enorme que hendía el centro del escenario de arriba a abajo. El espadachín apareció al pie, anunció a todo el mundo que era medianoche y que, tras ocuparse del pequeño encargo del duque, confiaba en yacer en los brazos de su amada tal y como se le había prometido. A Richard le gustó su descripción del amor; era la parte más exacta de la obra hasta el momento, con sus imágenes de frío y calor, de placer y dolor. Pero al mismo tiempo, lo incomodaba oír a alguien hablando de ello delante de una multitud de desconocidos... aunque sólo fuera una obra de teatro.
En lo alto de la escalera apareció una figura envuelta en una capa. Cuando las campanas empezaron a dar las doce la figura comenzó a bajar las escaleras con un generoso vuelo de metros de capa. El espadachín desenvainó su espada y traspasó a su víctima, exclamando:
—¡Así perecen todos los enemigos de Filio!
—¡Qué vergüenza —dijo Gratiana, desplomándose en sus brazos—; querer a mi hermano más que a mí!
Tardó mucho en morir, mientras cada uno de los amantes le explicaba al otro el engaño del duque y prometía fidelidad eterna. Richard lo soportó con paciencia. Al final, el espadachín se llevó a su amada muerta fuera del escenario, con la larga capa arrastrándose tras ellos.
El escenario se quedó vacío. La gente empezó a aplaudir. Alec seguía mirando fijamente las tablas desnudas. Sus ojos brillaban con el mismo júbilo que habían mostrado la noche de los fuegos artificiales.
—¡Ha sido excelente! —dijo—. Ha sido perfecto.
Richard decidió no discutir; pero Alec interpretó correctamente su expresión y torció el gesto a su vez.
—Déjame adivinar. La técnica era mala. Tú la habrías matado de modo que no hubiera tenido tiempo de soltar ese discurso al final.
Richard sonrió con el ceño fruncido.
—No es realista —dijo al cabo—. No, no el discurso, la forma en que ocurrió. Para empezar, fue un idiota al aceptar un encargo sobre un objetivo desconocido, sobre todo de ese hermano, en el que no confiaba desde el primer momento.
—¡Pero necesitaba el apoyo del duque, ésa es la cuestión!
—Sí, pero recuerda cuando Filio dice... —Para sorpresa de Alec, su iletrado amigo le recitó el pasaje palabra por palabra—. Entonces es cuando debería haberse dado cuenta de que no tenía intención de dejar que se salieran con la suya.
—Bueno... —dijo Alec, desconcertado—. Bueno, nosotros lo sabemos, pero se supone que él no.
—Entonces se supone que es un estúpido, y no entiendo por qué debería importarnos lo que le ocurra. El más inteligente es el hermano, la verdad.
—Pues alégrate por él —dijo con amargura Alec—. Pero te lo advierto, al final muere. Todo el mundo muere, de hecho.
Richard observó al público, que deambulaba comprando comida o bebidas e intentando asomarse a su palco.
—Si quieren ver gente que muere, ¿por qué no van a las peleas de espadas?
—Porque vuestros discursos son demasiado cortos —espetó Alec—. Además —reflexionó con más indulgencia—, siempre lo hacéis por dinero. En la obra es por amor, o por traición. Lo hace más interesante.
—Nunca debería haber pactado con el hermano. Perdió en cuanto le dejó ver su punto débil.
—Y todos podríamos irnos antes a casa.
Se escuchó un arañazo en la puerta de su palco. Richard giró en redondo, con la mano en su empuñadura. Alec abrió la puerta y aceptó la ofrenda del primer mensajero.
—Sólo es una rosa. Ninguna nota.
Richard miró al otro lado del teatro al noble entusiasta de las rosas; pero estaba enfrascado en una conversación y no levantó la cabeza.
Había tiempo de sobra entre actos para que los nobles se relacionaran en sus palcos. Michael renunció a los placeres de su amigo por una conversación que Bertram Rossillion parecía empeñado en tener.
—Tu amigo —dijo Bertram—, Berowne...
—Es un pariente —respondió Michael a la pregunta—. Por matrimonio. Con la rama de mi madre. Nos conocemos de toda la vida.
La mirada castaña y llena de sentimiento de Bertram se derramó sobre toda su cara, con especial énfasis en los ojos. Michael dio un paso atrás, pero Bertram siguió avanzando.
—Esta noche me viene mal, querido —dijo Michael en voz baja—. Estaré fuera hasta tarde, y demasiado cansado cuando regrese. —Iba a la casa de Applethorpe. Unos pliegues diminutos aparecieron alrededor de los ojos de Bertram, y su boca se frunció en las comisuras—. Te he echado tanto de menos —dijo Michael, mirando atrás discretamente—. No sabes cuánto...
—¡Mira! —dijo Bertram—. La duquesa.
Estaba entrando en uno de los palcos al otro lado de la sala. Sus lacayos desenrollaban ya el estandarte de Tremontaine. Sus faldas oscuras ondeaban a su alrededor, y bajo un sombrero diminuto coronado con plumas de avestruz se descolgaban sus rizos claros, cada uno de ellos cuidadosamente desordenado.
—Llega tarde si quiere ver la obra —observó Richard. Todas las miradas se habían apartado de ellos por el momento.
—No es eso —refunfuñó Alec—. Ha venido a causar problemas. —Estaba de pie al fondo del palco, encajonado en la esquina junto a la puerta. Tenía las manos guardadas en las mangas, lo que hacía que pareciera más que nunca un pajarraco negro enfurruñado.