Authors: Ellen Kushner
Y puesto que ninguna le respondió, ni la miraron ni se miraron entre sí, eligió a un joven encantador que respondía al nombre de Anselm. No sabía cuan desesperadamente había ansiado él el trabajo.
Anselm era de mano firme y ojos claros. Sabía doblar las sábanas y servir las medicinas, poner y quitar una camisa con el mínimo esfuerzo, y blandir una navaja con rapidez y eficiencia. El duque insistía en estar presentable a todas horas, aunque ya no era capaz de ir a ninguna parte. En su juventud, los puños del duque eran crestas de encaje, rompiendo como olas sobre el dorso de sus manos. Por aquel entonces había tenido las manos delgadas, pero ahora las tenía más delgadas todavía.
El duque yacía ahora en la cama en la que hacía veinte años que no yacía, en la casa que había construido, amueblado y decorado, para luego abandonarla. En una época en la que los jóvenes amantes de hoy todavía no habían nacido, el duque había abandonado su ciudad, sus derechos y sus deberes para seguir a su amante, el primero, el más antiguo y el mejor, hasta una isla lejana donde podrían vivir al fin para el amor, aunque jamás pronunciaran esa palabra.
Sentada junto a él en la cama, su joven esposa dijo al duque: —Había una anciana en la calle, esperándome en el umbral de tu casa. Me agarró de la muñeca; tenía fuerza en los dedos. «¿Está él ahí?», me preguntó. «¿Está dentro? Dicen que ha vuelto a casa. Dicen que se está muriendo.»La sonrisa del duque siempre había sido fina como un látigo.
—Espero que le dijeras que están en lo cierto.
Su mujer le apretó la mano. Lo amaba irremediable y completamente. Iba a ser la última de sus amantes. Saberlo sólo la consolaba un poco; a veces, nada en absoluto.
—Ve a vestirte —dijo el duque—. Tardarás más de lo que crees en arreglarte para el tipo de fiesta al que vas esta noche.
Ella detestaba dejarlo solo.
—Mi doncella puede atarme las cintas en un santiamén.
—Aun así faltaría el pelo, y las joyas y los zapatos... Te sorprenderás.
—Quiero quedarme contigo. —Se acurrucó en la huesuda oquedad de su hombro—. Imagínate que te entra hambre, o que empieza de nuevo el dolor.
—Anselm me traerá lo que necesito. —El duque enredó los dedos en su cabello, acariciándole la cabeza—. Además, quiero ver si lo han arreglado como es debido.
—No me importa. Seguro que es un vestido precioso; lo elegiste tú.
Las caricias cesaron.
—Tiene que importarte. Deben aprender a conocerte, y a respetarte.
—En casa, nadie podría respetar a una esposa que abandona a su marido para asistir a una fiesta si él está... si él está enfermo.
—Bueno, aquí las cosas son distintas. Te dije que lo serían.
Era cierto. Pero ella quiso venir con él. Cinco años antes se había casado con un desconocido, un hombre que deambulaba por su isla medio enloquecido a causa de la pérdida de su amante, el más antiguo y el mejor. En su aldea, había superado con creces la edad de contraer matrimonio. Pero era tan sólo que había estado esperándolo a él: un hombre que la viera cuando la mirase. Él la sorprendió con sus propios deseos, y con la manera de satisfacerlos.
El que una vez hubiera sido duque en un país extranjero era una sorpresa que él se había reservado para el final. Los anillos de sus manos, que no se había quitado nunca, ni siquiera empujado por su pena, quería devolvérselos a su familia en persona. Ella le había suplicado que la llevara con ella en este último viaje, aunque ambos sabían que acabaría con él dejándola allí sola. Quería ver a su gente, visitar los lugares que él conocía; oírle recordarlos allí. Quería que su hijo naciera en la casa de sus padres.
La última joya encajó en su sitio en el vestido de su esposa, se sujetó el último rizo, se arregló la última flor para agradar a la atenta mirada del duque. Exótica y elegante, intensamente pálida y radiante, la mujer extranjera del duque partió en su carruaje en medio de un estrépito de cascos y jinetes de escolta, un blasón de antorchas.
Se encendieron las velas junto a la cama del duque. Anselm se sentó discretamente en una esquina en penumbra de la habitación.
—Mi esposa —dijo el duque, con los ojos cerrados, blanco su rostro contra la blanca almohada—era hija de un gran médico. Él le enseñó todo lo que sabía, le transmitió sus filtros y pociones. Ella se sentía justificadamente orgullosa, y sanó a un rey con ellos. Estaba enamorada de un muchacho, un noble, pero éste era altanero y no la correspondía, ni ella era capaz de conseguirlo. No hay filtros para eso, da igual lo que te digan. —Su risa hizo que se le cortara el aliento a causa del dolor—. Ni para esto. Eso la mortifica. Y también a mí.
—Ojalá pudiera ser de otro modo —dijo Anselm.
—Eres muy amable —dijo secamente el duque—. Ojalá. Supongo que, al ser ya viejo, debería tomármelo con filosofía y fingir que no me importa demasiado. Pero nunca he vivido para gratificar a los demás.
—No —dijo el adorable sirviente, cuyo encanto pasaba desapercibido. Los párpados del duque eran finos, casi azules, tirantes sobre sus ojos. El dolor prestaba rigidez a sus labios—. En vuestros tiempos causasteis muchos problemas.
El semblante tenso se suavizó por un instante.
—Sí que lo hice.
Anselm se acercó a él con una bebida servida en una taza de plata. La taza estaba inscrita con el escudo de armas de la familia del duque, un cisne. Resultaba imposible determinar su antigüedad.
El duque era un hombre alto, de huesos largos. No le quedaba mucha carne y tenía la piel seca y fina como el pergamino. Anselm lo sostuvo mientras bebía. Era como sujetar la antítesis de una sombra: transparente en vez de opaco, anguloso en lugar de plano.
—Gracias —dijo el duque—. Eso debería ayudar, temporalmente. Dormiré , creo. Cuando vuelva a casa, quiero oír lo que ha pasado en la fiesta. Es normal que ocurra algo, la primera vez que sale.
—Queréis volver a causar problemas, ¿verdad? —bromeó amablemente su criado.
Los labios delgados sonrieron.
—A lo mejor. —Luego—: No. Ya no. ¿De qué serviría?
—¿De qué servía antes?
—Quería... divertirme.
Más cerca ahora, con los planos de su rostro iluminados por la luz de las velas, Anselm dijo:
—Murieron hombres por vos.
—Por mí no. Por él.
—Él los mató por vos.
—Sssí... —un largo suspiro de satisfacción.
Anselm se acercó más.
—Y vos os acordáis. Lo sé. Estabais allí. Lo visteis todo. Cómo eran buenos, pero él era el mejor. —Su fuerte mano resaltaba oscura contra la sábana de lino—. Ya no hay ningún espadachín como él.
—Nunca lo hubo. —La voz del duque sonaba tan apagada que Anselm, agachado sobre él, debía contener el aliento para escucharlo—. Nunca hubo nadie como él.
—Ni lo volverá a haber, creo —dijo suavemente Anselm, casi para sí.
—Nunca.
El duque se tumbó, perdido el color, y la almohada lo engulló, dándole otra vez la bienvenida a su nuevo mundo, el mundo de fuerzas fugaces y prolongadas debilidades.
Resplandeciente aún con sus galas, el beso del vino y la agradable compañía, la mujer del duque volvió con él, para ver si dormía, o si la esperaba en la oscuridad.
Desde la enorme cama su voz, apagada y seca, dijo:
—Hueles a fiesta.
La mujer encendió una luz, revelándose en todo su esplendor. Las flores se habían marchitado sólo un poco sobre su pecho. Pese al roce del encaje y el peso del oro, se sentó a su lado en la cama.
—¡Ah! Qué bien, ya no hace falta que siga manteniéndome recta. —Suspiró mientras él desataba lentamente sus enaguas—. Fingí... —Se interrumpió, luego continuó, tímidamente, decidida a no tener miedo de él—. Me decía que eran tus manos, sosteniéndome la espalda recta delante de todos.
El duque se rió por lo bajo.
—¿Tan dura ha sido la gente contigo?
—¡Cómo me miraban! Es de mala educación. Y dicen cosas que no entiendo. Unos de otros, de ti...
—¿Qué dicen de mí?
—No lo sé. No lo entiendo. Cosas huecas, sin sentido, que supuestamente significan más de lo que dan a entender. Lo cambiada que debes de encontrar la ciudad, y los viejos amigos que han desaparecido.
—Todo verdad. Espero que no te aburrieras demasiado.
Ella le pellizcó el hombro.
—¡Ahora hablas igual que ellos! No, no me aburrí. Incluso recibí un cumplido. Un anciano con diamantes y los dientes torcidos dijo que yo suponía una considerable mejora sobre tu primera esposa. Tenía un color espantoso... el hígado, supongo —se apresuró a añadir, habiendo dicho algo que no pretendía.
—Sí —dijo su marido, impasible—. Pueden perdonarme una extranjera antes que una actriz. O quizá sea que por fin merezco piedad, no censura, por estar más enfermo de lo que quisiera estar cualquiera de ellos. Puede que sólo se trate de eso. —Sus reflexiones dieron paso a una historia, más inconexa de lo que pretendía, un relato de afrentas pasadas, de venganza. Una amante despechada, la primera esposa del duque repudiada públicamente; la ira de un joven y la respuesta del dinero y el acero. Sangre sin restañar, tan sólo cicatrices cerrándose sobre una herida sucia.
No eran éstas historias que ella hubiera escuchado antes, en la isla soleada donde se habían casado en medio del zumbido de las abejas y el tomillo. Ni siquiera describían a un hombre que ella conociera.
Tendida desnuda en la oscuridad, junto a su cuerpo flaco y encendido, se preguntó por primera vez si habrían hecho bien al venir aquí, a este lugar de su pasado.
La mano del duque se movió, consciente a medias, hasta su omoplato, copándolo como si de un seno se tratara. El recuerdo hizo que todo su cuerpo se ruborizara. Lo deseó de repente, ansió el regreso de su fuerte amante. Pero conocía la enfermedad, conocía su curso, y cerró su corazón en torno a la certeza de que eso no ocurriría. Todo lo que había habido entre sus cuerpos había terminado ya, y crecía en su vientre. En el futuro eso la reconfortaría, pero no ahora.
—La gente no olvida —dijo el duque. Ella pensaba que estaba dormido, tan queda era su respiración.
—A ti —dijo tiernamente ella—. A ti no te olvidan.
—No soy yo. Son ellos. Sólo era importante por lo que les hacía sentir. Recuérdalo. —Sus dedos se tensaron sobre ella, precipitados y carentes de atractivo—. Y no confíes en nadie de mi pasado. No tienen motivos para quererme.
—Yo te quiero.
Un poco después, el duque suspiró en sueños y pronunció el nombre de su primera esposa, mientras la abrazaba. Ella sintió que el corazón se le retorcía y daba un vuelco, cerca del niño que portaba, hasta quedar sitio en su interior para poco más que el dolor y el amor.
Unos médicos en busca de fama y fortuna acudieron a sangrarlo. /—Bastante poco de mí queda ya —dijo el duque. Encargó a su esposa que los espantara, sabedor de que le satisfaría tener alguien más con quien enfadarse.
Anselm estaba afeitándolo, delicadamente y con cuidado.
—En los viejos tiempos —dijo Anselm—, habríais ordenado que los ensartaran.
El duque ni siquiera sonrió.
—No. Él no mataba a hombres desarmados. No era ningún desafío.
—¿Cómo encontrabais desafíos para él? ¿Teníais buen ojo?
Ahora los labios viejos se estremecieron.
—Sabes... debía de tenerlo. Nunca me paré a pensarlo. Pero había un tipo de matón en concreto que me encantaba provocar: el idiota tambaleante y fanfarrón que empujaba a todo el mundo a su paso y que pegaba a la chica que trabajaba para llenarle el bolsillo. Los de esa clase solían llevar una espada encima.
—¿Sabríais ahora? —Anselm se atareó limpiando las brochas—. ¿Sabríais distinguir a un espadachín decente si lo vierais... por su forma de andar, digamos, o su postura?
—Sólo —respondió el duque—si estuviera siendo particularmente molesto. ¿Me dejas ver eso?
Cumulo Anselm le ofreció la brocha para que la inspeccionara, de cer—ca, para que los ojos débiles pudieran enfocarla, el duque cerró los dedos alrededor de la muñeca del joven. Su roce era seco como el papel. Anselm mantuvo el brazo firme, aunque sus párpados temblaron, un ribete de pestañas negras que rodeaban unos ojos azules tan oscuros que casi parecían violetas.
—Tienes buena muñeca —observó el duque—. ¿Cuándo practicas?
—En mi cuarto. —Anselm tragó saliva. Le ardía la piel donde los dedos huesudos apenas sí la rozaban.
—¿Has matado a alguien?
—No... todavía no.
—No se mata gran cosa, hoy en día, tengo entendido. Ataques de demostración, un poco de sangre en la manga.
La mujer del duque apareció en la puerta sin llamar, satisfecha de sus logros. Pero el duque retuvo la muñeca de su criado un momento más, y le miró a la cara, y vio que era hermoso.
A veces se permitían visitas, aunque no las que prometían curas milagrosas. El dolor iba y venía; el duque tomó por costumbre preguntar a su esposa dos y hasta tres veces al día si quedaba bastante zumo de amapola del que guardaban en casa. La medicina hacía que su mente divagara, de suerte que hablaba con fantasmas, y ella aprendía más cosas de su pasado de las que a veces hubiera querido escuchar. Cuando tenían huéspedes, personas vivas todavía, a menudo ella se sentaba discretamente en una esquina de la habitación, obligándose a ser invisible, a descubrir más cosas. A otros ancianos, más robustos que su marido, seguía sin encontrarlos la mitad de ellos. Se preguntó cómo era posible que él los hubiera tocado alguna vez, e intentó imaginárselos jóvenes y lozanos.
Lord Sansome venía a recrearse, le dijo su marido, o quizá a disculparse; en cualquier caso, sería divertido ver cómo le había tratado el tiempo. Ella consideraba que admitir a semejante persona era contraproducente, pero suponía una agradable distracción de los fantasmas.
Sansome tenía los dientes estropeados y un feo color de piel, pero aceptó el vaso de vino que le ofreció Anselm. El noble escudriñó al joven criado de arriba a abajo. Se sentó junto a la cama con su bastón con empuñadura de oro erguido entre las rodillas.
El duque observó a su visitante con los ojos entrecerrados; estaba cansado, pero no quería tomar más drogas hasta que se hubiera ido.
Sansome no empezó a hablar de trivialidades, como tampoco se le ofreció ninguna. De modo que se prolongó el silencio hasta que el duque dijo:
—Lo que sea que estás pensando probablemente sea verdad. Gracias por venir. Es prodigiosamente amable de tu parte.