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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (29 page)

BOOK: A punta de espada
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Se cinchó la espada pegada al cuerpo y se sujetó la capa al cuello con un alfiler, comprimiéndola en una pesada pelota a su espalda. El roce de las ramas secas, el rascar de sus punteras contra la piedra, atronaba en sus oídos; pero su mundo se había reducido a un punto diminuto donde cualquier sonido y movimiento, por discretos que fueran, resultaban colosales.

El ascenso le hizo entrar en calor. Intentó subir deprisa, puesto que el exceso de deliberación podría dejarlo expuesto como una mosca pegada a la pared si alguien miraba hacia arriba; pero el fuerte tallo del rosal quedaba oscurecido por un entramado de zarcillos y ramas, y tenía que avanzar a tientas. Encontró asideros para los pies en las junturas de los bloques de piedra y pudo descansar la mano contra lo alto de la cornisa de la ventana de la planta baja. Su aliento se elevaba ante su rostro en penachos de vapor. Los guantes de cuero le protegían las manos, pero de vez en cuando sentía la punzada de una espina robusta y la sangre cálida que corría por dentro de ellos.

Por fin su mano se cerró en torno a la metálica parte inferior del balcón. Tiró con fuerza. Estaba firmemente atornillado a la piedra, así que se encaramó hasta alcanzar el alféizar.

Richard se quedó acuclillado en el balcón, descansando, respirando suavemente. Sacó de su chaqueta la hoja de un cuchillo viejo y un trozo de alambre doblado y destrabó el pestillo; luego entró en la casa, cerrando la ventana a su paso.

Había esperado que la ventana diera a un pasillo, pero a juzgar por el sonido debía de estar en una cámara pequeña. Apartó un borde de la cortina para dejar que entrara un poco del fulgor plateado de la noche. Sorteó los muebles tanteando con cuidado. La alfombra era tan espesa y blanda como la piel de un animal.

Un repentino movimiento fugaz vislumbrado por el rabillo del ojo lo dejó helado. Al otro de la habitación frente a la ventana, una franja negra había surcado velozmente la superficie gris. Ahora estaba inmóvil. La observó fijamente a través de la oscuridad del cuarto, miró de soslayo para volver a percibirla. Cobró la forma de un pequeño cuadrado de luz; otra ventana, tal vez vigilada. Levantó un brazo sin hacer ruido para protegerse los ojos y volvió a recorrerla una estocada de negro.

Era un espejo. No estaba acostumbrado a ellos. Alec siempre estaba quejándose de que su disco de acero bruñido, del tamaño de una mano, no era lo bastante grande para afeitarse. Richard pensaba que podría permitirse un espejo del tamaño de una ventana; pero no le gustaba la idea de colgarlo en su pared.

Le alegró descubrir que la puerta del dormitorio no estaba cerrada por fuera. El pasillo estaba iluminado por velas, un bosque de ellas en la oscuridad. Se agazapó detrás de la puerta para que sus ojos tuvieran tiempo de acostumbrarse a la luz. Luego siguió el pasillo hasta la habitación que había escogido como objetivo.

Lord Horn estaba sentado en una silla pesada, leyendo en un círculo de luz. No oyó abrirse la puerta, pero cuando crujió una tabla del suelo espetó:

—Te dije que llamaras primero, condenado estúpido. —El noble se inclinó sobre un lado de la silla para mirar al intruso—. ¿Y por qué has abandonado tu puesto en las escaleras?

De Vier desenvainó su espada.

Horn se sobresaltó con una convulsión, como si acabara de caerle un rayo encima. Derribó la silla y boqueó con un grito congelado.

—No te servirá de nada llamar a tus guardias —mintió Richard—, ya me he encargado de ellos.

Era la primera vez que estaba frente a frente con aquel hombre. Horn era más joven de lo que esperaba, aunque ahora la conmoción le envejecía el rostro. No había nada admirable en él: lo había estropeado todo y por fin se daba cuenta; había abusado de su poder y ahora iba a pagar por ello. Estaba muy claro que sabía lo que estaba ocurriendo. Richard se alegró; no le gustaban los discursos.

—Por favor... —dijo Horn.

—¿Por favor qué? —inquirió fríamente Richard—. ¿Por favor, no volveré a inmiscuirme en tus asuntos? Ya lo has hecho.

—Dinero... —jadeó el noble.

—No soy un ladrón —dijo Richard—. Se lo dejo todo a tus herederos.

Lord Horn se acercó temblando a su escritorio y cogió un pájaro de cristal. Su mano se envolvió a su alrededor en un ademán protector, acariciando con anhelo el suave cristal.

—Te gustan los desafíos —murmuró, casi seductoramente.

—Ya tengo uno —respondió suavemente Richard—. Quiero ver cuánto tiempo consigo prolongar esto.

Primero lo silenció y luego extrajo, muy despacio, la vida de las cuatro puntas de su cuerpo, con cuidado de no dejarlo irreconocible. Richard no dijo nada en ningún momento, aunque los ojos enloquecidos del hombre le suplicaron que lo hiciera mientras pudieron.

Lo había planeado minuciosamente y se atuvo a su idea original, sólo que, al final, no descargó su característico golpe sobre el corazón. No era necesario: la precisión atestiguaría su trabajo, y no quería que pareciera que había mutilado un cuerpo ya muerto.

Abrió la ventana del estudio y salió de nuevo cruzando el jardín. Ningún espadachín podía permitir que lo chantajearan.

***

Alec estaba dormido, ocupando toda la cama tendido en diagonal como era su costumbre, con un brazo estirado y los dedos relajados y curvados sobre su palma vacía. La marca que le habían dejado los grilletes en las muñecas era una franja oscura a la pálida luz.

Richard tenía intención de ir a asearse antes de nada; pero Alec se sacudió y dijo con voz adormilada:

—¿Qué pasa?

—He vuelto.

Alec se dio la vuelta para mirarlo. Las oquedades bajo sus pómulos se tensaron.

—Has matado a alguien —dijo—. Deberías haberme avisado.

—Antes tenía que asegurarme de que estuviera en casa.

Los largos brazos blancos de Alec se tendieron hacia él.

—Cuéntamelo.

Richard se dejó caer en la cama, permitiendo que la alta figura lo acogiera entre sus brazos. No estaba cansado en absoluto.

—Hueles raro —dijo Alec—. ¿Sangre?

—Seguramente.

La lengua de Alec le tocó la oreja, como un gato cazador probando el sabor de su presa.

—¿A quién has ido a matar esta vez?

—A lord Horn.

No sabía cómo iba a tomárselo Alec. Se sorprendió al sentir cómo se arqueaba bruscamente el cuerpo de Alec contra el suyo, cómo su aliento escapaba en un intenso suspiro brutal.

—Entonces, nadie lo sabe —dijo pensativamente con su encantador acento—. Cuéntamelo. ¿Chilló? —El pulso latía con fuerza en la oquedad de su garganta.

—Quiso hacerlo, pero no podía.

—Ahhh. —Alec tiró de la cabeza del espadachín hacia él hasta que la boca de Richard estuvo pegada a su oreja. Su cabello era cálido sobre el rostro de Richard.

—Suplicó —dijo Richard, por complacerlo—. Me ofreció dinero.

Alec se rió.

—Me pegó —dijo Alec—; y tú lo has matado.

—Antes le hice sufrir. —Alec ladeó la cabeza hacia atrás. Los tendones de su cuello sobresalían como las nervaduras de una bóveda—. Le quité las manos, luego los brazos, y las rodillas... —El aliento siseó entre los dientes de Alec—. No volverá a tocarte.

—Le hiciste sufrir...

Richard besó los labios entreabiertos. Los brazos de Alec lo sujetaban como hierro flexible.

—Cuéntamelo —susurró Alec, con la boca rozándole la cara—. Cuéntamelo todo.

***

Durmieron juntos hasta pasado el mediodía. Luego Alec se vistió y bajó a pedir algo de pan prestado a Marie. En una mano llevaba un montón de ropas ensangrentadas. Era un día soleado, casi tan caluroso como la víspera. La encontró en el patio, con las faldas arremangadas, empezada ya la colada, y le tendió las prendas.

—Éstas quémalas —dijo su casera.

—¿Te has vuelto loca? —preguntó Alec—. Echarán un olor apestoso.

—Allá tú. —Marie no hizo el menor ademán de coger la ropa.

—Tienes un aspecto horrible —dijo alegremente Alec—. ¿Qué pasa, alguien te ha tenido despierta toda la noche?

Marie empezó a sonreír, desistió.

—Esta mañana. Debías de estar muerto para no oír el escándalo. Intenté apaciguarlos, impedir que subieran...

—Deberías elegir tus amistades con más cuidado. ¿Qué hay para desayunar? —Husmeó la perola de colada hirviendo.

—Ni se te ocurra meter ahí tus cosas —dijo ella automáticamente—; esa sangre no saldrá nunca con agua caliente.

—Lo sé, lo sé.

—Lo sabes... —refunfuñó Marie. Le gustaba Alec; le tomaba el pelo y le hacía reír. Pero eso ahora no servía de nada—. ¿Sabes lo que ha hecho, entonces?

Alec se encogió de hombros: ¿y qué?

—Tiene toda la ropa empapada de sangre. No te preocupes, te pagaremos por ello.

—¿Con qué? —dijo amenazadoramente ella—. ¿Vas a delatarlo para cobrar la recompensa que ofrecen por él?

Por un momento el alargado semblante permaneció inmóvil. Luego alzó la barbilla, enarcó audazmente las cejas.

—¿Han puesto precio a su cabeza? ¿Cuánto?

—No lo sé. Dicen que quizá lo hagan.

—¿Cómo saben que no tenía un encargo?

Marie se mostró resentida.

—Aquí abajo lo saben. Allí arriba quizá tarden un poco más en descubrirlo. Pero eso no fue ningún duelo. Dicen que ese noble estaba marcado como la tarja de un tendero, y no con un cuchillo precisamente.

—¡Oh, venga! —suspiró con fastidio Alec—. Supongo que ahora tendremos que ausentarnos de la ciudad hasta que pase la tormenta. Lástima: el campo es un aburrimiento pero, ¿qué se le va a hacer? Criaremos abejas, o algo.

—Supongo... —Marie parecía dubitativa, pero animada—. Al fin y al cabo, todo el mundo se marcha cuando las cosas se ponen feas. Él también puede. Os guardaré las habitaciones, no os preocupéis.

Hacía tiempo que Richard había dejado de discutir con Alec por el uso de su puñal de la mano izquierda para cortar el pan. Alec afirmaba que era el único cuchillo que tenían que cortaba las rebanadas lo bastante finas como para tostarlas, y no había más que hablar.

—Ojalá me hubieras dicho —dijo Alec, rebanando la hogaza de Marie—que íbamos a irnos de la ciudad. Hubiera hecho arreglar los tacones de mis botas.

—Si vas a tostar queso, ten cuidado con la punta de esa cosa.

—No es tu mejor cuchillo, ¿qué más te da? No has contestado a mi pregunta.

—No sabía que me hubieras hecho ninguna.

Alec cogió aliento con paciencia.

—Querido, ya están reuniéndose con banderines para despedirte, y tú ni siquiera has recogido tus cosas.

—No me voy a ninguna parte.

Alec jugueteó con el cuchillo sobre el fuego y soltó una maldición cuando se quemó.

—Ya veo. Han encontrado a Horn, sabes.

—¿Sí? Bien. Pásame el queso.

—Está podrido. Sabe como el cuero de los zapatos. El queso es mucho más fresco en el campo.

—No quiero irme. Tengo otro encargo pendiente.

—Podrías convertirte en salteador de caminos. Sería divertido.

—No lo es. Te pasas el día tendido en la hierba y te mojas.

—Han encontrado a Horn —probó Alec de nuevo—, y no están nada contentos.

Richard sonrió.

—No esperaba que lo estuvieran. Tendré que quedarme aquí una temporada.

—¿En casa?

—En la Ribera. No se fían de este barrio, así que no van a arriesgarse a mandar la Guardia, y de los espías puedo ocuparme yo solo. —No era propio de Alec preocuparse por su seguridad. Hacía que Richard se sintiera cálido y satisfecho. Hoy iba a acurrucarse al sol y dejar que se preocuparan los demás si querían. Después de la noche anterior se sentía a salvo, mejor de lo que se había sentido en días. El teatro, el secuestro de Alec, las desagradables notas, el extraño joven de la nobleza y la muerte del maestro de esgrima, todo se había desvanecido en un pasado resuelto y zanjado. Nadie volvería a probar la argucia de Horn ni intentar imponerle su voluntad; y ningún ribereño que estuviera al corriente tocaría ahora a Alec. Y por lo que decía Marie, todos estaban al corriente. Richard colocó precisamente el número exacto de trozos de queso en su pan y lo dejó encima de la chimenea, lo bastante cerca del fuego para que se fundiera sin ennegrecerse.

Con las largas sombras de finales de la tarde dieron un paseo hasta el local de Rosalie para comprar comida y bebida. Había unas niñas jugando a la comba en el patio delantero de la vieja casa. Iban vestidas con el acostumbrado esplendor brillante y ecléctico de la mayoría de chiquillos de la Ribera que no eran bastardos: jirones de terciopelo y brocados zurcidos a viejos vestidos cortados a la medida, ribeteados con volantes de encaje de varios tamaños sacados de una multitud de pañuelos robados. Las trenzas de la saltadora botaban mientras entonaba:

Mamá me mandó a jugar con los chicos:
a darles patadas y cerrarles el pico.

—Qué encanto —dijo Alec.

Darles patadas para que estén calladitos;
¡que no se te olvide, hermanito! ¿Cuántos habéis conseguido?
Uno... dos... tres... cuatro...

Una de las niñas que manejaba la comba perdió el ritmo. La saltadora tropezó con la cuerda y se cayó.

—¡Sylvie, qué tonta! —Pero Sylvie no le hizo caso.

—¡Hola, cielo! —llamó a Richard, igual que su abuela, Rosalie.

—Hola, Sylvie.

—¿Tienes algún caramelo?

—Ni uno, mocosa.

La niña pateó el suelo.

—¡No me llames mocosa! Eso es para los bebés.

—Perdona, chica. —Intentó pasar junto a ella, pero la niña se interpuso entre él y las escaleras.

—Dice la abuela que no puedes entrar.

—¿Por qué no?

—Hay gente buscándote. Llevan todo el día.

—¿Están ahora ahí dentro?

La pequeña asintió.

—Y tanto que sí.

—¿Armados?

—Supongo. ¿Vas a matarlos?

—Seguramente. No te preocupes, le diré a tu abuela que me avisaste.

—No. —Alec le agarró la manga—. No lo hagas. Por el amor de Dios, Richard, vamos a casa.

—Alec... —No podía discutir ahí fuera. Richard indicó a las niñas con un cabeceo—, ¿Quieres darles un poco de bronce?

Alec metió la mano en su bolsa y sacó algunas monedas, que entregó cautelosamente a Sylvie, como si pensara que la niña podía morderlo.

—¡Gracias, Richard! ¡Gracias, oh, mi príncipe!

Un murmullo de risitas cubrió su retirada, mezclado con gritos de:

—¡Sylvie, qué tonta! ¡Cómo has podido hacer eso!

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