A tres metros sobre el cielo (46 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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—¿Qué te ha pasado? ¿Te has caído de la moto? ¿Te has hecho daño?

—No, mamá, estoy de maravilla.

Los ven alejarse, preguntándose el porqué. Gente que busca siempre un motivo y que, ese día, vuelve a casa con las manos vacías.

Alguien tropieza con él, ni siquiera se da cuenta que es una chica atractiva. Mire donde mire, sólo ve recuerdos. Las camisetas idénticas que se compraron, él una talla grande, ella una conmovedora mediana.

Verano. El concurso de las misses en el Argentario. Babi participó por broma, él se tomó demasiado a pecho un comentario sincero, por otra parte, de uno de los del público: «Eh, mira qué maravilla de culo.» Se produjo de inmediato una pelea. Sonríe. Lo tiraron de la discoteca, no pudo ver cómo ganaba. Cuántas veces hizo el amor con miss Argentario. De noche, en villa Glori, bajo la cruz a los caídos, en el banco oculto detrás de un arbusto, sobre la ciudad. La luna besaba sus suspiros. En el coche, aquella vez que la policía interrumpió sus besos furtivos y ella, muerta de vergüenza, tuvo que mostrarles la documentación. Cuando estaban ya lejos, Step se despidió de los policías con un burlón: «¡Envidiosos!»

Aquella red agujereada. Ayudarla a saltar por la noche, abrazarla junto a las jaulas, amarse temerosos sobre aquel banco, entre rugidos de bestias feroces y graznidos de pájaros invisibles. Ellos, tan libres, en aquel zoo lleno de prisioneros.

Se dice que, cuando uno muere, ve pasar ante sus ojos los momentos más significativos de su vida. De modo que Step trata de alejar todos aquellos recuerdos, aquellos pensamientos, aquel dulce sufrimiento. Pero, de golpe, lo entiende. Todo es inútil. Todo se ha acabado.

Sigue caminando todavía durante un rato. Casi sin querer, se encuentra delante de la moto. Decide ir a casa de Schello. Sus amigos están allí celebrando la Navidad.

Sus amigos. Cuando se abre la puerta experimenta una extraña sensación.

—¡Eh, hola, Step! Coño, hace una eternidad que no te veía. Feliz Navidad. Estamos jugando a
cavallini
. ¿Sabes cómo se juega?

—Sí, pero prefiero mirar. ¿Tienes una cerveza?

El Siciliano le pasa una ya abierta.

Se sonríen. Es agua pasada. Da un sorbo. Luego se sienta en un escalón. La televisión está encendida. En un escenario navideño unos concursantes con escarapelas de colores participan en un estúpido juego. Un presentador aún más estúpido se demora demasiado explicando el sucesivo. Deja de interesarle. De un estéreo escondido en alguna parte llega algo de música. La cerveza está fría y no tarda en calentarlo. Sus amigos van todos bien vestidos o, al menos, lo intentan. Chaquetas azules un poco anchas sobre un par de vaqueros.

Ésa es su elegancia. Alguno lleva hasta un traje, otro un par de pantalones de pana excesivamente ajustados. Inesperadamente, recuerda el funeral de Pollo. Estaban todos, y no solo ellos. Mejor vestidos, con un aire más serio. Ahora se ríen, bromean, se tiran unos a otros fichas y cartas de colores, eructan, engullen trozos enormes de
panettone
. Aquel día tenían los ojos arrasados de lágrimas. El adiós a un amigo verdadero, un adiós sincero, conmovido, desde lo más profundo del corazón. Los vuelve a ver en aquella iglesia, con los músculos torturados, embutidos en aquellas camisas demasiado estrechas, con el semblante serio, atentos al sermón del cura, saliendo en silencio. Al fondo, chicas que se han escapado del colegio y que lloran. Amigas de Pallina, compañeras de tantas veladas, de salidas nocturnas, de cervezas en el bar. Aquel día todos sufrieron de verdad. Escondidos detrás de sus Ray-Ban, Web, gafas de espejo u oscuras Persol, mirando con ojos brillantes aquel «Adiós Pollo» hecho de crisantemos rosados. Firmado «Tus amigos». Dios mío, cuánto lo echo de menos. Su mirada se vuelve a empañar por un momento. Se encuentra con una sonrisa. Es Madda. Está en un rincón abrazada a un tipo que Step ha visto a menudo en el gimnasio. Desvía la mirada.

Step bebe un poco más de cerveza. Añora infinitamente a Pollo. Aquella vez, cuando fingían ser aparcacoches y se pulieron un Ferrari con teléfono incorporado. Se pasaron toda la noche dando vueltas con él, llamando a todos, a sus amigos en América, a mujeres que acababan de conocer, insultando a padres todavía medio dormidos. Cuando fueron a devolverle el perro a la Giacci. Y Pollo, que no quería desprenderse de él.

—Coño, le he cogido demasiado cariño a
Arnold
. Es un mito, este perro. ¿Por qué se lo tengo que devolver a esa vieja bruja? Estoy seguro de que, si pudiera elegir,
Arnold
preferiría quedarse conmigo. Jamás se había divertido tanto, le dejo follar todos los días, duerme conmigo, come de maravilla, ¿qué más puede pedir?

—De acuerdo, pero no has conseguido que te devuelva las cosas cuando se las tiras…

—Una semana más y lo habría logrado, estoy seguro.

Step se echó a reír y luego llamó por el telefonillo a la Giacci. Le dejan el perro atado a la verja con una cuerda al cuello. Se esconden por allí cerca, detrás de un coche. Ven a la Giacci salir corriendo del portal, liberar al perro y abrazarlo. Se echa a llorar mientras lo estrecha contra su pecho.

—Caramba, vaya melodrama —comenta Pollo desde lejos.

A continuación, algo increíble.

La Giacci quita al perro aquella especie de cuerda y la arroja todo lo lejos que puede.
Arnold
salta al suelo y se pone a correr deprisa, ladrando como un loco. Poco después, vuelve junto a la Giacci con la cuerda en la boca, moviendo el rabo, orgulloso de aquella perfecta prestación. Pollo no se puede contener más. Sale eufórico de detrás del coche.

—¡Lo sabía! ¡Coño, lo sabía! ¡Lo ha conseguido!

Pollo quiere volverse a llevar a
Arnold
. La Giacci chilla como una loca corriendo hacia ellos, el perro contempla a sus dos dueños sin dar muestras de dudarlo demasiado. Step obliga a montar a Pollo sobre la moto tirándole de un brazo. Y luego a correr, huyendo veloces, dando alaridos como tantas otras veces. De día, de noche sin faros, gritando con alevosía, insolentes, amos de todo, dueños de la vida. La conciencia de esto le hace aún más daño. Se sentían inmortales, y no lo eran.

—¿Cómo estás?

Step se da la vuelta. Es Madda. Su sonrisa oculta tras el borde de un vaso lleno de burbujas, su pelo tan chispeante como su mirada.

—¿Quieres?

—Step le tiende su cerveza.

—Ah. —Madda se siente casi decepcionada pero trata de ocultarlo—. ¿Qué haces esta noche? ¿Dónde cenas? —Se acerca un poco más a él.

—Todavía no lo sé, no lo he decidido.

—¿Por qué no te quedas aquí? Estaremos todos juntos. Como en los viejos tiempos. ¡Venga!

Step posa su mirada sobre ella por un momento. Cuántas noches, cuánta pasión. Las carreras que corrieron juntos, su jardín, la ventana, su cuerpo cálido, fresco, las canciones de Eros. Aquella mirada provocativa, la misma que tiene ahora. Ve un chico al fondo que lo mira con curiosidad, molesto, preguntándose si no será el caso de intervenir. Ve una muchacha aún más lejos, en algún lugar, en aquella ciudad, en un coche, en una fiesta, junto a otro. «Y, sin embargo, sigue todavía aquí, en mi corazón.» Step acaricia el pelo de Madda. Hace un gesto negativo con la cabeza, sonriéndole. Ella se encoge de hombros.

—Lástima.

Madda se reúne de nuevo con el tipo de mirada dura. Cuando se da la vuelta, Step ha desaparecido. Sobre el escalón ya sólo queda la lata de cerveza vacía. El ruido del estéreo ahoga el de la puerta al cerrarse. Fuera ahora hace frío. Step se cierra bien la cazadora de piel. Se levanta el cuello de la cazadora y se abriga. Luego, distraído, enciende la moto. Cuando la apaga se encuentra frente a la casa de Babi. Se queda sentado sobre la Honda, mirando pasar a la gente, apresurada, cargada de paquetes. Una pareja joven finge interés por algo que hay en un escaparate. Sus regalos estarán ya en casa, bien envueltos. Ríen seguros de haber elegido bien y se marchan dejando el sitio a una madre con una hija, idéntica nariz pero de diferente edad. Fiore sale de la garita, da algunos pasos en dirección a la verja y saluda a Step con un gesto. Luego, sin añadir palabra, entra de nuevo en su caldeado refugio. Step se pregunta si sabrá algo. «Qué tonto. Los porteros saben siempre todo. Seguro que lo habrá visto. Conocerá a la persona de cuya existencia él se enteró sólo por teléfono.»

—¿Sí?

—Hola.

Permanece por un momento en silencio, sin saber qué decir, dejando que su corazón corra desatado. Hacía ya más de dos meses que no latía así. Luego viene la pregunta banal:

—¿Cómo estás?

Le siguen muchas más, llenas de entusiasmo. Poco a poco, lo va perdiendo, al oír sus palabras inútiles, llenas de noticias urbanas, de novedades de interés ya caduco, al menos para él. ¿Por qué habrá llamado? Escucha aquella vana cháchara sin dejar de hacerse ni por un momento la misma pregunta. ¿Por qué habrá llamado? Se entera de golpe.

—Step… estoy saliendo con otro.

Enmudece, sintiéndose golpeado como no lo ha sido nunca, aquello hace más daño que los mil puñetazos, heridas, caídas, más que los cabezazos en la cara, los mordiscos, los tirones de pelo. Entonces, haciendo un esfuerzo, busca su voz, la encuentra allí, en el fondo de su corazón, y la obliga a salir, a controlarse.

—Espero que seas feliz.

Después, nada más, el silencio. Aquel teléfono mudo. No puede ser. Es una pesadilla. Desearía poder dar marcha atrás en el tiempo y detenerse en vilo en aquel momento, justo antes de saberlo, y ahí dejar de vivir, de ir hacia delante. En un mágico y terrible equilibrio. Solo en la cama, víctima de sus pensamientos, de hipótesis, de ideas vagas e imprecisas. Caras de personas apenas vislumbradas, de posibles amantes, aparecen y se entremezclan prestándose unas a otras narices, ojos, bocas, cuerpos. Se la imagina en brazos de otro. Su cara junto a la de aquel hombre imaginario pero que, desgraciadamente, existe. Entonces la ve sonreír. Cómo habrá sido su primer abrazo, su primer beso. La imagina en casa arreglándose nerviosa antes de salir, probándose vestidos, combinando colores, llena de entusiasmo, de novedad. Oye su corazón latir feliz al oír el telefonillo. La ve salir guapísima del portal, tan guapa como lo estuvo muchas de las veces que salió con él, aún más ahora que lo ha dejado. La ve subir en un coche que, con toda seguridad, será caro, saludar a un tipo, divertida con un beso en la mejilla y alejarse charlando con él. Frescos y chispeantes, rebosantes de cosas fáciles que decirse, saboreando el perfume del otro y las fantasías comunes. Después, una cena de miradas y de atenciones, de sonrisas, educación, una cena con el escenario adecuado. Más tarde, la ve pasear por algún otro lugar de la ciudad, lejos de él, de su vida, de la infinidad de recuerdos. La ve apartarse el pelo como hacía siempre cuando salían juntos, sólo que ahora lo hace para otro, la ve sonreír y, lentamente, ve también cómo sus labios se acercan. Entonces sufre como nunca antes lo había hecho. «¿Por qué, si hay un Dios, lo ha permitido? ¿Por qué no la ha detenido? ¿Por qué no le ha hecho ver en ese momento algo mío, algo espléndido, el más hermoso de los recuerdos, todo el amor que hemos compartido?» Lo que fuera con tal de impedir que cobrara vida un extraño futuro, que aquel beso viera la luz. Demasiado tarde.

Step siente un estremecimiento de calor por todo el cuerpo, tiembla ligeramente. Luego baja de la moto y se pone a pasear. Le gusta algo que ve en una tienda. Entra a comprarlo. Cuando sale, tiene la sensación de que se va a morir. Un Thema pasa veloz por delante de él. Pero no lo suficiente como para impedir que sus miradas se crucen. En ese fugaz instante que los une de nuevo, se lo cuentan todo, sufren juntos por una infinidad de cosas. Babi está detrás de aquella ventanilla eléctrica. Se persiguen todavía por un momento con sus viejos recuerdos, con una nueva tristeza. Luego ella desaparece en el interior de la urbanización. ¿Por qué? ¿Adónde han ido a parar todas aquellas tardes, aquellas noches que pasaron juntos aprovechando que sus padres habían salido? Ahora ella sale con ése. «¿Quién coño es? ¿Qué tiene que ver con su vida? ¿Con nuestra vida? ¿Por qué?» Se sienta sobre la moto. Con intención de esperarla. Entonces recuerda las cosas que Babi le repetía siempre.

—Yo odio a los violentos, si sigues haciendo lo que te viene en gana romperemos, te lo juro.

—Está bien, cambiaré —le respondía vagamente él.

Pero ¿y ahora? Ahora son las cosas las que han cambiado. Ya no están juntos. Ya no necesitan esconderse más. Ya no tiene que ser otro. Puede ser él mismo, cómo y cuándo quiera. Ahora está libre. Violento y solo. De nuevo. El Thema se para delante de la barra. Espera a que se levante lentamente y luego cruza la verja. Step enciende la moto y mete la primera. Baja rápidamente de la acera y sigue al coche. El tipo ahora está solo y conduce veloz. Step da gas. Tendrá que pararse en el stop. Bajo la calle Jacini hay tráfico, coches en fila. Como siempre. El Thema se detiene. Step sonríe, se acerca a él. Cuando está a punto de bajar de la moto lo entiende. ¿De qué serviría atizarle en la cara, ver su sangre, oír sus gemidos? ¿De qué serviría darle patadas, destrozarle el coche, romperle las ventanillas con la cabeza? ¿Acaso eso le devolvería los días felices pasados junto a ella, sus ojos enamorados, su entusiasmo? Sólo le habría ayudado a dormir satisfecho aquella noche. Puede que ni siquiera eso… Le parece oír sus palabras. «¿Has visto? ¡Tenía razón, eres un violento! ¡No cambiarás nunca!»

Entonces, sin ni siquiera mirar al coche, acelera. Lo adelanta tranquilo, libre, sobre su moto, ágil en el tráfico de aquel día de fiesta. Solo, sin curiosidad, sin rabia.

Sigue acelerando mientras siente el viento frío sobre la cara, el aire de la noche meterse por su cazadora.

«¿Ves, Babi? no es verdad lo que piensas. He cambiado. Y, además, ya se sabe, en Navidad todos son más buenos.»

Cincuenta y cuatro

Step entra en casa y, mientras está cruzando el salón, se detiene de repente. De la habitación de al lado llegan unos ruidos, un canto alegre. Abre la puerta de la cocina. Paolo está allí, de pie junto a los hornillos, ajetreado con unas sartenes.

—¡Eh, menos mal, pensaba que ya no volvías! ¿Estás preparado para esta maravillosa cena?

Step se sienta en la mesa. No tiene ganas de broma pero está contento. Su hermano ha olvidado lo de la noche anterior.

—¿Cómo es que estás aquí? ¿No ibas a salir a cenar con Manuela?

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