Boris Johnson se encontró caminando mecánicamente por un pasillo en dirección a la compuerta, flanqueado por Gorov y Khustov. Los tres estaban rodeados por una falange de taciturnos Custodios. En cuanto salieron de la Sala del Consejo, Khustov había ordenado a los Custodios que volvieran y arrestaran a Torrence, pero éstos ni siquiera se habían tomado el trabajo de responderle. Se limitaron a escoltar a los tres hacia un vehículo de tierra sin decir palabra, como si Khustov no fuera más que un Protegido cualquiera cuya eliminación hubiese sido dispuesta.
Y ésa era su condición real en esos momentos, pensó Johnson. Los Custodios no tenían lealtades personales: obedecían incondicionalmente a quien estuviera presidiendo el Consejo Hegemónico. Khustov parecía haberse dado cuenta de eso, pues no dijo una sola palabra ni intentó contradecir las órdenes de Torrence nuevamente durante todo el trayecto a lo largo de la bóveda hasta la entrada a la compuerta.
Ahora, mientras caminaba hasta la puerta interna rodeado de Custodios, los hombros de Khustov se encogían y su rostro estaba pálido y demacrado: parecía un hombre acabado. Johnson simpatizaba con él de un modo un tanto sardónico. Una derrota en el momento culminante de la victoria… Ambos la habían sufrido hacía poco tiempo. Ahora ambos iban hacia…
«¿Hacia qué?», pensó Johnson. «La Hermandad de los Asesinos es imprevisible. Salvan a Khustov, salvan a Torrence y ahora me salvan a mí de la Hegemonía… ¡pero capturan a Gorov y también a Khustov! ¿Por qué a Gorov? ¿Por qué a Khustov? ¿Por qué a mí? ¿Por qué todo?».
Johnson no tenía miedo. Luego de experimentar la victoria, la derrota y la salvación, una tras otra, en forma tan rápida y desconcertante, no se sentía capaz de experimentar ninguna sensación. Su mundo, su vida, estaban en ruinas, y estaba preparado para enfrentar el futuro con una temeridad nacida de una indiferencia total. Cuando no se tiene nada, pensó, no se pierde nada tampoco.
A unos diez metros de la puerta interna de la cámara, los Custodios se detuvieron y su Capitán empujó a los prisioneros.
—Nosotros nos quedamos aquí —gruñó—. Ustedes vayan hasta el intercomunicador y díganles que llegaron.
Johnson, Khustov y Gorov se detuvieron frente a la puerta sin saber quién sería el vocero más apto. ¿Johnson, un prisionero que cambiaba de manos; Khustov, presumiblemente un enemigo de la Hermandad; o Gorov, cuya situación también era presumiblemente la misma?
—¡Vamos! —gritó el Capitán de los Custodios—. Faltan pocos minutos. ¡A ver si se mueve alguno de ustedes!
Johnson y Khustov se miraron con encono, como si se desafiaran mutuamente a hacerse cargo de la situación. Pero fue Gorov quien oprimió el botón del intercomunicador.
—Soy Gorov. Khustov y Johnson están aquí conmigo.
—Estamos transportando el explosivo de la puerta hasta una pared para que puedan entrar —respondió una voz por el intercomunicador. Aunque distorsionada por la radio, la voz le pareció familiar a Johnson—. La otra bomba permanecerá en su lugar y ambas pueden ser detonadas en un instante si intentan algo. Los Custodios que están con ustedes deben abandonar el pasillo. Si vemos algún Custodio cuando abramos la compuerta, destruiremos la bóveda y todo lo que contiene.
Los Custodios se alejaron con mal disimulada premura y desaparecieron a la vuelta de una esquina.
La puerta de la cámara de abrió.
—¡Adentro! ¡Rápido! —ordenó una voz desde adentro.
Johnson, Gorov y Khustov penetraron en la cámara y la puerta volvió a cerrarse de inmediato.
Con su indiferencia recientemente adquirida, Johnson observó el cadáver del Custodio, el paquete de explosivos sobre una pared y las cuatro figuras con trajes espaciales que estaban en el centro de la cámara de compensación. Pero cuando vio el rostro del jefe del grupo de la Hermandad a través de su visor, su capacidad de asombro reapareció abruptamente.
—¡Arkady! ¡Tú! —graznó Johnson—. La Hermandad…
Era el absurdo final, la demostración definitiva de la inutilidad de todo lo que era, de todo lo que había intentado hacer. ¡Arkady Duntov era miembro de la Hermandad! ¡Su brazo derecho, el hombre con todos los planes! ¡Arkady Duntov!
Cosas que habían parecido misterios se aclararon de repente. Cómo Duntov, al parecer tan ordinario, había sugerido tantos planes complicados… Cómo la Hermandad había sabido del plan de la Liga para matar a Khustov… a Torrence… al Consejo en pleno…
¡Viejos misterios que desaparecían, para revelar… nada más que una confusión mayor! Pero ¿por qué? ¿Cuál era el juego de la Hermandad? ¿Qué significaba todo esto?
—¿Por qué, Arkady, por qué? —susurró.
Duntov lo miró fijamente, pero parecía atravesarlo con la vista.
—No hay tiempo para hablar ahora, Boris —dijo—. Pónganse esos trajes espaciales —ordenó mientras les señalaba unos trajes colgados en la pared.
Johnson, Khustov y Gorov comenzaron a ponerse los trajes. Cuando Johnson ya tenía puesto el casco y estaba por cerrar el visor, Duntov se volvió hacía él y lo miró fijamente.
—Quiero que lo sepas ahora, Boris, por si… por si pasa algo: que aunque no hemos estado, tú y yo, del mismo bando, en realidad hemos estado luchando por las mismas cosas.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Después de todas las trabas que la Hermandad ha puesto a nuestros planes!
—Ojalá pudiera contestarte —dijo Duntov—. Pero los llevaremos a ver a alguien que puede responder mucho mejor que yo. Confío en él y espero que tú también confíes. Robert Ching te dará las respuestas… ¡Y ahora salgamos de aquí!
Duntov abrió la puerta exterior, y Johnson entrecerró los ojos a pesar de su visor polarizado. Los hombres de la Hermandad formaron un cordón alrededor de los tres prisioneros y comenzaron a cruzar el trecho de pesadilla que los separaba de la nave.
Cruzaron la planicie y al acercarse al borde se encontraron con el segundo grupo de la Hermandad.
Avanzaban en silencio, y Johnson ni siquiera notaba la temperatura cada vez mayor de su traje. No importaba eso ni ninguna otra cosa. Se sentía como un peón movido por fuerzas que no podía ver ni comprender. Se preguntaba si algo de lo que había hecho era producto de su propia voluntad. Todo parecía ser una ilusión. Pero el misterio central, lo único que le preocupaba, era la naturaleza de la Hermandad de los Asesinos. ¿De qué lado estaban? ¿Qué intentaban hacer?
Finalmente llegaron a la pequeña nave plateada escondida entre las rocas. Duntov abrió la compuerta y entraron.
No bien la compuerta se hubo cerrado, y antes de quitarse el traje, Duntov se puso en acción.
—¡Tenemos que salir rápido de aquí! —dijo—. Cuídenlos mientras se sacan los trajes y colóquenlos en los Capullos lo antes posible. Yo voy a preparar la nave para partir de inmediato. —Luego desapareció mientras los prisioneros se desvestían junto a los diez silenciosos agentes de la Hermandad.
Cuando se despojaron de los trajes, tres de los agentes los llevaron a punta de pistola a una cabina pequeña con ocho Capullos.
—¡Adentro! —ordenó uno de los agentes. Johnson se introdujo en uno de los Capullos, y Gorov y Khustov en otros dos. Sólo cuando ya estuvieron bien inmovilizados por los filamentos, los agentes de la Hermandad se acomodaron en sus propios Capullos.
Sonó una alarma y Johnson tuvo una sensación de falta de peso al encenderse los dispositivos antIgravitacionales.
La nave despegó, rumbo a su extraño destino.
La nave siguió acelerando y Johnson sintió la presión dentro de su Capullo, suavemente mecido por los filamentos que ayudaban a relajarlo un poco.
Quizás era la inactividad obligada, o simplemente el paso del tiempo, pero sintió que su letargo lo abandonaba poco a poco. Su vida pasada, sus diez años con la Liga Democrática, estaban terminados. No había posibilidades de volver atrás; no había a qué volver.
Sin embargo, Johnson sentía que lo invadía un cierto ánimo, un interés por lo que le depararía el futuro inmediato. El Consejo Hegemónico lo había hecho quedar como un idiota y lo había derrotado totalmente. Pero la Hermandad de los Asesinos había dejado peor parado al Consejo: la Hegemonía no era invulnerable ni invencible.
Miró de reojo a Vladimir Khustov, pálido y tenso en su Capullo. El Coordinador Hegemónico había perdido más que él ese día. Había sido el primero y ahora no era nada, sólo un objeto a merced de esa Hermandad incomprensible. «Y yo, lo único que perdí fue una conspiración que estaba condenada al fracaso desde el comienzo», pensó.
Se le ocurrió preguntarse si no tendría una deuda de gratitud con la Hermandad; si en realidad no sabía ya hace tiempo que la Liga Democrática era una empresa inútil. Quizás había continuado con la lucha simplemente porque no tenía otra cosa que hacer, otro lado a dónde ir.
Ahora la Hermandad lo había liberado de ese pasado. Quizás Arkady le había dicho la verdad y estaban luchando por las mismas cosas. Si ese era el caso, la Hermandad era mucho más competente. Habían durado siglos, habían usado a la Liga como un peón y tenían por lo menos una nave especial… Si la Hermandad estaba realmente del lado de la libertad, quizás hubiese un puesto para él. Era la lucha por la libertad lo que importaba, y no quién la dirigía. Y Johnson se vio forzado a admitir que si la Hermandad estaba luchando por la libertad, el que la dirigía sabía hacer su trabajo mucho mejor que él…
Se sentía como una pizarra totalmente limpia y a la espera de lo que el destino quisiera escribir sobre ella. No era una sensación totalmente desagradable. En realidad, era aquello por lo cual había luchado: la sensación menos común en la Hegemonía del Sol: la de la libertad.
Ahora la nave parecía cambiar de curso, y una enorme pantalla se encendió en la parte delantera de la cabina. Se veía a Mercurio, una enorme esfera a plena luz contra una oscuridad total, y Johnson pudo distinguir dos puntos que despegaban de la parte luminosa, cerca de la ubicación de la bóveda.
—Nos siguen —dijo la voz de Duntov por el intercomunicador—. Son dos cruceros pesados.
El rostro de Vladimir Khustov se iluminó de repente y sonrió satisfecho.
—No podrán escapar de dos cruceros —dijo—. ¿Por qué no se ahorran el trabajo y se rinden ante mí ahora mismo? Prometo que me encargaré de que las cosas sean más leves para ustedes. Para ser franco, me pondría en mejor posición frente al Consejo si ustedes se rindiesen y no fuera necesario que me rescataran. Otórguenme esa ventaja y les pagaré cuando vuelva a ser Coordinador.
La voz de Duntov rió.
—La Hegemonía no ha hecho demasiado para impulsar el desarrollo científico. Perdieron a su diseñador de naves espaciales hace bastante tiempo; si recuerda; era el Dr. Richard Schneeweiss. La Hermandad… solicitó sus servicios. Esta nave tiene ciertas modificaciones que nos permitirán contrarrestar la velocidad y poder de fuego superiores de los cruceros. Por otro lado, si yo fuera usted, estaría rezando porque pudiéramos escapar, Khustov. Dudo que esas naves tengan órdenes de capturarnos vivos.
—Me temo que tiene razón, al menos acerca de las órdenes impartidas por Jack Torrence —dijo Gorov—. Ambos conocemos sus ambiciones, Vladimir. Tiene todas las razones y excusas para ordenar que esta nave sea destruida de inmediato. Si tú mueres, tiene la seguridad de mantener su posición como Coordinador. Lo único que espero es que nuestros capturadores estén tan acertados acerca de su capacidad para eludir a nuestros perseguidores como lo están respecto de lo que piensa Torrence.
Johnson sonrió al ver el juego de emociones sobre el rostro preocupado de Khustov. ¡Khustov conocía a Torrence demasiado bien, y ahora se veía forzado a esperar que sus capturadores pudieran eludir a sus supuestos «salvadores»!
La imagen de la pantalla cambió, se oscureció y hasta las estrellas parecieron desdibujarse… De repente, un enorme globo de fuego apareció y Johnson se dio cuenta de que el lente de la cámara había sido polarizado y que la nave había dado vuelta y se dirigía directamente hacía el Sol.
El Sol aumentó cada vez más de tamaño en la pantalla y las manchas solares se volvieron visibles como grandes zonas de moho negro a medida que la nave traspasaba la órbita de Mercurio.
—¡Nos quemaremos! —gritó Johnson finalmente—. ¡No podemos sobrevivir tan cerca del Sol!
Eso es exactamente lo que pensarán los comandantes de esos cruceros —dijo Duntov por el intercomunicador—. Pero esta nave tiene un nuevo escudo anticalórico perfeccionado por el Dr. Schneeweiss. Es una especie de aparato de termocupla. Todo el casco de la nave es un transformador de energía solar supereficiente. Alimenta un sistema de bombeo y refrigeración que hace circular helio liquido a través de un sistema capilar en las paredes internas. Cuanto mayor es el calor afuera, más eficiente es el sistema. Usa el calor solar para enfriar la nave.
El Sol se volvió cada vez más grande hasta que llenó la pantalla por completo. Johnson nunca había sabido de nave alguna que pudiera acercarse tanto al Sol, pero la temperatura dentro de ella se mantenía agradable. El sistema refrigerante, como fuere que funcionara, lo hacía bien.
—Creo que nos vieron —dijo Duntov—. Pero no les servirá de mucho. Estamos entre ellos y el Sol. A tan corta distancia el radar no funciona, sus buscadores láser están inutilizados y no nos pueden ver.
—¡No se puede quedar aquí para siempre, idiota! —dijo Khustov—. En cuanto demos vuelta nos verán. Nos tienen atrapados contra el Sol.
—Así que simplemente tendremos que desaparecer, ¿no es cierto? —respondió Duntov.
La nave siguió su camino hacía el Sol. Una enorme erupción solar se desprendió de su superficie a unos millones de kilómetros a la izquierda de la nave, un monstruoso volcán de plasma que sobrepasó la trayectoria de la nave. «¡Vaya si estamos cerca!», pensó Johnson cuando la imagen de la pantalla se distorsionó por la estática solar. La nave siguió avanzando hacía el inmenso horno solar…
En ese momento el disco solar dejó de crecer y se mantuvo estable. Johnson sentía que la nave aceleraba, pero la distancia al Sol no aumentaba ni disminuía…
De repente, Johnson se dio cuenta de lo que estaba haciendo Duntov: colocaba la nave en una trayectoria parabólica alrededor del Sol, usando el impulso de la nave y la enorme gravedad del astro para girar alrededor de él como una piedra sobre un hilo, y poniendo al Sol entre ellos y sus perseguidores.
La especulación de Johnson se vio confirmada momentos después, cuando la aceleración de la nave aumentó cada vez más. El Sol la había capturado y la llevaba a rastras, casi como un cometa. La nave mantenía su distancia del Sol a medida que aceleraba. Estaban en la órbita correcta, y a esa distancia el Sol era un aliado doble: impedía que sus perseguidores los vieran y su gravedad aumentaba la velocidad en su trayectoria hacía el otro lado. ¡Era cierto que desaparecerían! Los comandantes de las naves de la Hegemonía, que ignoraban la existencia del nuevo escudo anticalórico, supondrían que se habían acercado demasiado al Sol y que habían sido vaporizados, al no detectar la nave y al ver que no trataba de volver y eludirlos. No era probable que sospecharan que la nave fuese a dar la vuelta al Sol, pues ésa era una maniobra que no podían realizar sus propias naves y la Hegemonía tenía absoluta confianza en que su equipo era el mejor.