Agentes del caos (19 page)

Read Agentes del caos Online

Authors: Norman Spinrad

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Agentes del caos
11.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ahora se veía un espacio abierto a un costado del Sol. Ya habían empezado a dar la vuelta…

El Sol se transformó en una media circunferencia, y luego en un arco cada vez más pequeño del costado derecho de la pantalla… Ya casi estaban del otro lado…

Y el Sol quedó atrás cuando el último resplandor desapareció de la pantalla, la polarización del lente disminuyó… y salieron las estrellas…

—¡Estamos a salvo! —dijo Duntov—. ¡La próxima parada es el cuartel general de la Hermandad!

A pesar de lo desagradable de la situación, Constantin Gorov empezó a tratar de entablar conversación con los agentes de la Hermandad, tanto por aburrimiento como por curiosidad.

El viaje era largo, cualquiera que fuera su destino, y la conversación con Khustov producía solamente una serie de gruñidos. Boris Johnson estaba dispuesto a conversar y lo hacía cuando la oportunidad se le presentaba, pero era un tonto, y Gorov ya sabía tanto o más que él de lo que le interesaba saber acerca de la Liga Democrática.

Pero la Hermandad de los Asesinos era otro cantar. Esos agentes tenían un sentido exagerado de la seguridad o eran totalmente ignorantes. Había tratado de entrar en tema citando algunos trozos de la Teoría de la Entropía Social de Markowitz, y aún partes de sus obras menos conocidas, como
Cultura y Caos
, pero la única respuesta que había recibido eran miradas silenciosas. ¿Era posible que esos hombres ignoraran la doctrina a la cual servían? Qué curioso… Había cierto paralelismo con el Milenio de las Religiones. En aquel tiempo también había creyentes que luchaban por diversos dogmas, pero no porque estuvieran convencidos de su verdad, sino simplemente porque creían… sin saber a ciencia cierta qué era lo que creían. ¡Un estilo de pensamiento muy curioso, a decir verdad!

Quizá su jefe… pensó Gorov, al ver que Duntov entraba en la cabina y descansaba en la parte de adelante. Gorov salió de su Capullo y fue hasta él.

—Usted parece ser un individuo inteligente —comenzó Gorov con intensidad—. ¿Realmente cree que las teorías de Markowitz les permitirán derrocar a la Hegemonía? Debo admitir que esas teorías tienen cierta consistencia interna, pero me parece que hay un factor que las invalida empíricamente: el tiempo. Markowitz nunca menciona el factor tiempo cuando habla de las paradojas de Orden y Caos. Es decir, aunque debo admitir que en un tiempo infinito cualquier sociedad ordenada se destruirá a sí misma en una espiral de paradojas, parece que Markowitz ignore el hecho de que el periodo de evolución de la raza humana es finito. ¿O es que tienen acceso a otras obras que desconozco?

Gorov se dio cuenta de que el jefe de los Hermanos lo miraba perplejo.

—No… no he leído mucho de Markowitz —dijo Duntov—. En realidad no sé de qué está hablando.

«¡Increíble!», pensó Gorov. «¡Absolutamente increíble! ¡Hasta el jefe es un ignorante total!».

—¿Me quiere decir que ha abandonado las ventajas que le brindaba ser un leal Protegido de la Hegemonía sin saber por qué? —exclamó Gorov.

Duntov se retorció.

—Es… que algo falta en la Hegemonía —dijo—. Lo experimento desde que tengo memoria. La Hermandad parece tener eso que falta… Lo llamamos Caos. Puedo creer en el Caos, y eso me hace sentir… bueno, protegido.

—¿Y qué es ese Caos que le da tal sentido de seguridad?

Duntov se encogió de hombros.

—Algo demasiado grande, demasiado poderoso y eterno para ser comprendido por mí o por cualquier otro hombre —respondió—. Es algo más grande que el Hombre, una fuerza que gobierna al universo… ¿Nunca ha sentido la necesidad de saber que hay algo, en alguna parte, más grande que la raza humana…?

«¡Fantástico!», pensó Gorov. «Aunque no lo sabe este hombre está hablando del concepto que los antiguos llamaban "Dios"». Un pensamiento a la vez nuevo y antiguo apareció en la mente de Gorov. Aunque todo el conocimiento de la tesis de Dios había desaparecido junto con el Milenio de las Religiones, ¿era posible que existiera en ciertos hombres una necesidad interna de descubrir algún orden sobrenatural y creer en él, una necesidad que no tenía un objeto específico, sino que de algún modo era su propio objeto?

«¡Vaya teoría interesante!», pensó. «Quizás… si sobrevivo a esta experiencia, habré ganado algo. ¡El conocimiento se encuentra en los lugares más inesperados!».

—A sus Capullos, caballeros —dijo Duntov por el intercomunicador—. Aterrizamos dentro de cinco minutos.

Johnson se acomodó en su Capullo y vio en la pantalla encendida la imagen de una roca desierta que flotaba en el espacio. Los filamentos lo envolvieron, pero no se encendieron los antigravitacionales; la gravedad de un guijarro así debía de ser casi nula, y una gravedad artificial interna no afectaría a la nave. Vio que la nave se aproximaba velozmente al asteroide, como si Duntov estuviera familiarizado con el aterrizaje, describiendo una trayectoria veloz en arco que los llevaba al otro lado. No parecía haber nada sobre el pequeño planetoide, ni siquiera un trecho de terreno llano sobre el cual aterrizar. Estaba lleno de picos escarpados y grietas… Un peñasco enorme a la deriva.

Pero cuando la nave circunnavegó el asteroide y comenzó a desacelerar, una de las grietas empezó a agrandarse como las valvas de una ostra y Johnson pudo ver que lo que le había parecido una grieta natural era en realidad parte de una puerta de entrada hábilmente disimulada, formada por dos bloques cubiertos de rocas que se deslizaban hacía atrás para dejar al descubierto una enorme fosa excavada en el asteroide. En el fondo podía distinguir el piso de metal de una pista de aterrizaje. Una pista bastante grande, a decir verdad.

Cuando la nave descendió hacia la pista, Johnson pudo ver cinco naves similares estacionadas en el costado izquierdo de ella. Pero la nave estacionada sobre la derecha era enorme. Nunca había visto nada tan grande, pues era mucho mayor que cualquier nave de la Hegemonía. El diseño también era extraño: un casco liso y plateado, sin propulsión visible, como un huevo alargado de puntas afiladas, con dos bandas de dispositivos extraños alrededor de su parte más ancha.

Aun antes que la nave hubiera tocado la pista, las enormes puertas del techo volvieron a cerrarse y ésta quedó fuera del alcance de toda mirada indiscreta al restablecerse la ilusión de un asteroide totalmente desierto.

—¿Qué es esa nave? —gritó Johnson al aterrizar.

—Es el Prometeo —dijo Duntov—. El futuro de la humanidad… Algún día viajaré en él y nos iremos a donde no haya Hegemonía para…

—La Hegemonía está en todas partes —dijo Khustov—. ¡No podrán escapar de ella!

—Puede ser —dijo Duntov con rapidez, como si hubiera cometido una indiscreción—. Yo sólo repito lo que me dicen, y eso es lo único que puedo decirles. Ya sabrán lo demás bien pronto… aquellos de ustedes a quienes Robert Ching quiera informar. Salgan de sus Capullos, todos. Van a conocer a Robert Ching… el hombre más inteligente que yo haya conocido jamás.

Pero Boris Johnson no estaba pensando en Robert Ching, en quien Duntov parecía confiar tan ciegamente, cuando salió del Capullo.

«¿Dónde no está la Hegemonía…?», pensó. «¿Cómo puede una nave ir a donde no haya Hegemonía? ¡La Hegemonía se extiende desde Mercurio hasta Plutón!… A menos que… ¡Pero todo el mundo dijo que era imposible! Incluso se sabía por qué era imposible…».

¿O era que la Hegemonía quería que la gente creyese que era imposible?

11

El orden, al ser antientrópico, requiere un contexto fijo y limitado para su existencia. El caos contiene tales contextos limitados dentro de sí como remansos insignificantes que resisten temerariamente la tendencia universal básica hacía una mayor entropía social.

GREGOR MARKOWITZ,
La teoría de la entropía social
.

Robert Ching estaba sentado solo frente a la gran mesa de roja en la sala de reuniones. Este día, este momento, era la culminación de su vida, de su carrera como Primer Agente —y no había dualidad entre las dos cosas— y no lo compartiría con nadie.

Tres hombres…, pensó Ching, y todos temerosos de la muerte a manos de algo que no entendían. Y sin embargo, ninguno moriría, salvo que ellos mismos así lo dispusieran, lo que era improbable. La salvación esperaba a dos de ellos, y algo quizá peor que la muerte para el tercero… Al menos algo mucho más Caótico que la mera eliminación.

Las cosas se desarrollaban con rapidez, como si un drama que había durado siglos llegara a su desenlace final. El Prometeo estaría listo para viajar en pocas semanas más. En la Hegemonía, los Factores Fortuitos proliferaban a un ritmo nunca visto…

La Liga, la «Oposición Desleal», había sido destruida. Sin embargo, a partir de ahora, cualquier incidente debería ser reconocido como obra de la Hermandad de los Asesinos, por parte del Consejo Hegemónico, al menos ante sí mismo —y aun ante los Protegidos, si la acción de la Hermandad alcanzaba un mayor estado público y dramático—. Y la Hermandad era una fuerza desconocida, impredecible, que actuaba con fines desconocidos, y no una conspiración infantil como la Liga, fácilmente comprensible y por lo tanto manejable.

Y el cambio de Coordinador también aumentaría la Entropía Social, pensaba Ching. Jack Torrence, aunque era oportunista, sería mucho más flexible que Khustov, si bien más inescrupuloso. Cuando el Prometeo abriera finalmente el sistema cerrado de la Hegemonía al Caos infinito, Torrence, a diferencia de Khustov, trataría de aprovecharse de las nuevas condiciones en vez de intentar frenar lo inevitable. Un oportunista como Torrence, casi un psicópata, era un tipo de individuo mucho mejor para ejercer el gobierno en un momento de conmoción social que un fanático. Especialmente cuando el fanático, por desprestigiado que estuviera, continuaba en escena para mantener el desequilibrio… Sí, Vladimir Khustov con vida podría servir al Caos a su manera…

El intercomunicador interrumpió las cavilaciones de Ching con su zumbido. Lo encendió.

—Sí —dijo.

—Los prisioneros están afuera, Primer Agente.

—Hágalos pasar —dijo Robert Ching—. Pero solos. Que los guardias esperen afuera por si hay tropiezos.

Un momento después se abrió la puerta y Johnson, Gorov y Khustov fueron empujados hacía adentro por los Hermanos. Ching estudió sus rostros.

Boris Johnson parecía confundido, un tanto escéptico, quizá, pero sin hostilidad aparente. Parecía estar observando las cosas con la esperanza de descubrir un nuevo mundo que pudiera reemplazar el que había perdido tan repentinamente. Había sido despojado de sus ilusiones y anhelaba descubrir otras. Una actitud que prometía, aunque no fuese enteramente admirable…

El rostro de Vladimir Khustov era un libro abierto. Estaba obviamente aterrorizado, pero también había odio en sus ojos y algo parecido a la repulsión… el rechazo que siente un fanático por quien le parece otro fanático de un credo distinto. «Y quizás haya algo de verdad en lo que le dictan sus instintos», penso Ching.

Gorov, por el contrario, era impenetrable. Su rostro era una máscara blanda, autosuficiente y sin emoción. Su reputación de robot humano, de ente motivado sólo por su sed de saber, de máquina de pensar, parecía estar justificada. Aunque a Ching le resultaba repelente, no podía dejar de sentir una curiosa afinidad con él. Y si bien diferían en todo lo demás, ambos respetaban las maravillas del universo que bordeaban lo místico, a pesar de que Gorov jamás lo admitiría. De los tres, Ching sabía que Gorov sería el primero en comprender lo que les iba a decir.

—Bienvenidos al cuartel de la Hermandad de los Asesinos —dijo Ching—. Les ruego que tomen asiento, caballeros.

Boris Johnson se sentó de inmediato en el extremo opuesto al de Ching y miró fijamente al Primer Agente con una curiosidad tan evidente que a éste le pareció simpática. Los hombres como Johnson eran lo mejor que podía producir la raza humana bajo las condiciones de la Hegemonía, pensó Ching. Rebeldes instintivos, visceralmente dogmáticos en su oposición al Orden de la Hegemonía, pero sin compromisos y flexibles en el momento de la verdad.

Gorov dudó un instante, y luego se sentó al lado de Johnson. Khustov, sin embargo, no se movió de su lugar y miró a Ching con gesto desafiante.

—Vamos, señor Khustov —lo retó Ching—. Seguramente no querrá que llame a los guardias para hacer que se siente. Me turba verlo ahí de pie, e insisto en que se siente. No me haga usar la fuerza. Aborrezco la violencia sin sentido.

—Usted… usted… —tartamudeó Khustov, sentándose al fin—. ¡Usted aborrece la violencia! ¡Ustedes! ¡La Hermandad de los Asesinos! ¡Criminales! ¡Locos! ¡Verdugos dementes y fanáticos! ¡Ustedes aborrecen la violencia!

—Dije que aborrecía la violencia sin sentido —repitió Ching mansamente—. Pero las condiciones de la Hegemonía conducen a la violencia hasta a los hombres más sensatos. Sólo por medio de la violencia puede ser destruida la Hegemonía.

—¡Entonces Arkady me decía la verdad! —exclamó Johnson—. ¡Son enemigos de la Hegemonía! Pero… ¿por qué se han opuesto a nosotros a cada paso? ¡Debían saber que la Liga era enemiga de la Hegemonía! Podríamos haber colaborado… —dijo Johnson, casi con nostalgia—. Éramos enemigos de sus enemigos, al menos. ¿Por qué nos sabotearon siempre?

¿Cómo explicarle a un hombre como Johnson que su misma lucha ha servido a aquello contra lo cual luchó?, pensó Ching. ¿Cómo explicarlo sin quebrarlo?

—¿Está familiarizado con la Ley de la Entropía Social? —preguntó a modo de tanteo.

Johnson lo miró sin comprender.

Ching suspiró. ¡Por supuesto que no!, pensó.

—¿Al menos ha oído hablar de Gregor Markowitz?

—¿El profeta del Milenio de las Religiones…? —dijo Johnson—. Se rumorea que son sus seguidores ¿Es cierto que basan sus decisiones en los augurios de las entrañas de los animales, de acuerdo con algo llamado la «Biblia»? ¿Es por eso que nada de lo que hacen tiene sentido?

Ching rió.

—¡Entrañas de animales! ¡La Biblia! —exclamó—. Mi amigo, la Hegemonía lo ha mantenido en una ignorancia aún mayor que la que suponía. No somos brujos, ni Markowitz fue un profeta como usted se imagina. Era lo que en una época se llamaba «Científico Social», un hombre que estudiaba sociedades.
La Teoría de la Entropía Social
no es un libro de profecías, sino un tratado científico. Le puedo asegurar que nuestras acciones son totalmente lógicas; sólo que aparecen como ilógicas porque son Fortuitas.

Other books

The Little Prisoner by Jane Elliott
Girls Of The Dark by Katherine Pathak
Sarah's Legacy by Valerie Sherrard
Angel Star by Murgia, Jennifer
Bar Sinister by Sheila Simonson
Estacion de tránsito by Clifford D. Simak
Crush du Jour by Micol Ostow
Empty Arms: A Novel by Liodice, Erika
The Game of Love by Jeanette Murray