Rhee estaba prendido del borde del pozo. Solamente se veían sus brazos pálidos y huesudos y su cabeza blanca, con los ojos cerrados con fuerza. Una criatura de las tinieblas fulminada por la luz.
La paradoja es un asunto del caos.
GREGOR MARKOWITZ,
Caos y cultura
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—Y entonces, luego de separarme de Johnson, y al darme cuenta de la gravedad del asunto, de inmediato pedí una nave por la frecuencia de onda de la Hermandad y me presenté aquí, ante ustedes, los Agentes Principales —concluyó Arkady Duntov.
Estudió los rostros de los ocho Agentes sentados alrededor de la mesa de roca maciza. Con su fidelidad perruna, esperaba que estuvieran satisfechos de su actuación; porque después de todo, la muerte de Torrence crearía confusión y sembraría el Caos. ¿Acaso no introduciría lo que ellos llamaban Factor Fortuito, el que la Liga pudiera asesinar al Vicecoordinador? Pero siete de los ocho lo observaban con el ceño fruncido y miradas portentosas. Solamente Robert Ching, el Primer Agente, sonreía con esa sonrisa enigmática y delicada que le era característica. ¿Y quién podía saber lo que significaba?
—Ese plan para liquidar a Torrence, Hermano Duntov, fue una idea suya y no de Johnson, ¿no es cierto? —dijo N'gana finalmente, rompiendo el silencio opresivo.
—Así es, señor —dijo Duntov, incómodo.
—¿Y puedo preguntarle por qué propuso ese plan? —inquirió N'gana con aspereza.
—¿Por qué persigues al muchacho? —intervino el Hermano de rostro cetrino y afilado llamado Felipe—. Bien sabes que su misión es la de informarnos acerca de la Liga y mantenerse en una posición que pueda influir en las acciones de Johnson cuando así lo deseemos. Por lo tanto estaba perfectamente dentro del alcance de sus instrucciones proponer un plan de acción.
—Lo que quiero decir es que desde nuestro punto de vista es un plan muy malo —insistió N'gana—. ¿Por qué habríamos de desear la muerte de Torrence? Torrence es el principal opositor de Khustov dentro del Consejo, y por lo tanto representa una fuente de Factores Fortuitos. El resultado de su muerte sería un aumento del Orden y una disminución de la Entropía Social. ¡Y ésa no es en absoluto la tarea que le encargamos desempeñar al Hermano Duntov dentro de la Liga!
—¡Bah! —repuso el Hermano Felipe—. Eres demasiado simplista en tu forma de pensar, N'gana. Recuerda lo que sabe el Consejo: que salvamos a Khustov. Si permitimos que la Liga elimine al enemigo de Khustov, parecerá que estamos apoyando a ésta. Todos los demás Consejeros comenzarán a preguntarse cosas, y eso por cierto que aumentará el Caos.
—Puede ser —aceptó N'gana—. Sin embargo, la muerte de Torrence eliminará una fuente de Factores Fortuitos dentro del Consejo, aunque introduzca otra nueva. El problema real es el siguiente: ¿ganamos más de lo que perdemos con su muerte? ¿Hay un aumento en la cantidad total de Entropía Social?
Duntov escuchaba con atención ese intercambio de opiniones, asombrado de las sutiles implicaciones que los Agentes Principales habían descubierto en una idea que a él le había parecido tan simple. Sus razonamientos parecían surgir de una dimensión muy alejada de la esfera de su propio pensamiento. Para él, el Caos era un asunto simple: sembrar la confusión, el miedo y la duda en el campo enemigo. Pero, para esos hombres, el Caos era un ser viviente que los impulsaba, así como ellos lo impulsaban a él. Del mismo modo en que él era un instrumento de los Agentes Principales, éstos parecían ser instrumentos de algo más grande, sobrehumano e invencible. El misterio y la incomprensibilidad de ese ente llamado Caos no hacía más que aumentar su dedicación a la causa. Se sentía del lado de algo mucho más grandioso que las meras pasiones humanas, algo tan imponente que era imposible que fracasara a la larga.
—Quizá más Caótico sería matar a Torrence nosotros mismos —dijo el Hermano alto y rubio llamado Steiner—. Ese sería un acto realmente Fortuito. La posición de Khustov sería insostenible. Aparecería como aliado nuestro, sin ninguna duda. El Consejo se volvería contra él, e incluso podría llegar a ejecutarlo. Y sin Torrence en el Consejo, el Caos sería magnifico ya que no habría ningún centro de poder alrededor del cual el Consejo pudiera agruparse.
—Pero de ese modo apareceríamos como un factor predecible —dijo N'gana—. Es todo demasiado obvio.
—Todo lo contrario; sería…
Robert Ching había estado escuchando la conversación muy atentamente sin que su rostro reflejara nada. Ni siquiera miraba a los demás Agentes Principales; pero cuando empezó a hablar, en voz baja, los demás callaron inmediatamente.
—El plan del Hermano Duntov tiene interesantes efectos paradójicos —dijo Ching y sonrió a Duntov—. El solo hecho de haber generado una disputa en nuestro seno me indica que el Hermano Duntov no se ha equivocado. La Paradoja y el Caos, después de todo, se dan la mano. El Caos es paradójico y la Paradoja es caótica. Hasta la formulación más elemental de la Ley de la Entropía Social hecha por Markowitz es en sí misma paradójica: Tanto en los órdenes sociales como en el reino natural, la tendencia hacia un mayor desorden, o entropía, es innata. Cuanto mayor sea el Orden imperante en una sociedad, mayor es la cantidad de Energía Social necesaria para mantener ese Orden; al mismo tiempo, es mayor la cantidad de Orden necesaria para generar esa Energía Social. Las dos necesidades paradójicas se alimentan entre sí en una espiral que crece en forma geométrica. Por lo tanto, una sociedad muy Ordenada tiende a volverse aún más Ordenada, y puede tolerar cada vez menos Factores Fortuitos a medida que El ciclo avanza. Por eso el Caos es inevitable —continuó Ching—. El incremento del Orden lleva tan inexorablemente al Caos como la disminución del Orden. Todo es Paradoja.
La cabeza de Duntov daba vueltas. Nunca se había puesto a leer las obras de Markowitz, pero ese enunciado de la Ley de la Entropía Social le era familiar. Sin embargo, nunca se le hubiera ocurrido considerarlo como una paradoja. Su adoctrinamiento le decía que su significado era que cualquier acto que quebrara el Orden servía al Caos. Nunca había pensado que el Orden, el adversario del Caos, también podría servirlo. Aún no podía aprender el concepto en su totalidad, pero la misma complejidad de la cuestión lo llenaba de éxtasis. ¿Se sentían así los antiguos judeocristianos acerca de aquello que llamaban Dios? Había algo terriblemente reconfortante en la idea de que existiese una fuerza superior, utilizable pero incomprensible, subyacente debajo de todo.
La Hegemonía jamás podría tener éxito en su lucha contra el Caos, pues el mismo hecho de combatirlo servía al Caos.
—No entiendo por qué está repitiendo algo que todos sabemos, Primer Agente —dijo Felipe respetuosamente, como si supiera que Ching debía de tener alguna razón; por algo era quien era.
—Porque nos haría bien recordar que obramos dentro de Paradojas que a su vez obran dentro de otras Paradojas —dijo Ching—. Por supuesto, Torrence vivo es una fuente de Factores Fortuitos dentro del Consejo. Es igualmente obvio que el asesinato de Torrence por la Hermandad también produciría Factores Fortuitos, ya que lo menos que ocurriría sería que Khustov cayese bajo sospecha. Es una buena Paradoja: la muerte de Torrence aumentaría la Entropía Social de una manera pero dejarlo con vida lo haría de otra. Nosotros debemos actuar dentro de esta Paradoja.
—Creo que debemos elegir el curso de acción que produzca el mayor Caos —dijo N'gana—. Nuestra estrategia fundamental es la de introducir Factores Fortuitos dentro del sistema cerrado de la Hegemonía, al menos hasta que se complete el Proyecto Prometeo. Dentro de una Paradoja como ésta, tenemos que elegir el mejor de los dos caminos. No podemos optar por ambos.
—Pero ¿por qué no podemos optar por ambos? —dijo Robert Ching—. Dejamos a Torrence con vida, y el conflicto entre él y Khustov genera Factores Fortuitos. ¿Y si asesinamos a Torrence? Mejor aún, ¿qué pasaría si tanto la Liga como la Hermandad atentaran contra Torrence? Primero frustramos a la Liga al birlarle la muerte de Khustov, y luego aparecemos como sus aliados, y también los de Khustov cuando los ayudamos a matar a Torrence. ¡Una verdadera Acción Fortuita!
—No lo puedo seguir, Primer Agente —dijo N'gana—. ¿Cómo hacemos para matar a Torrence y mantenerlo vivo al mismo tiempo?
—No es necesario que tengamos éxito en el atentado —dijo Robert Ching—. Lo único necesario es que parezca que queremos eliminar a Torrence. Torrence quedará convencido de que intentarnos asesinarlo. Pero salvamos a Khustov… ¿Ven las posibilidades? Más aún: si podemos salvar a Torrence de la Liga con nuestro atentado…
Lentamente, los rostros de los Agentes Principales se cubrieron de sonrisas. «Por la vista entendieron el asunto», pensó Duntov. «Ojalá pudiera decir lo mismo… Pero, realmente, ¿quiero entenderlo?».
Boris Johnson subió al andén de la estación de la calle 59. A la luz de su linterna vio que Mike Feinberg ya había llegado, y enseguida se encaminó hacía el centro del andén, donde estaba aquél con dos bidones de metal, un cepillo grande y una pequeña caja también metálica.
—¿Rhee no llegó aún? —preguntó Johnson.
—No lo he visto —respondió Feinberg—. Aquí tengo las cosas, pero no podemos hacer nada sin Rhee. No puedo orientarme aquí. Hay muchas salidas y todo el techo es una hoja de acero plástico. ¡Quién sabe dónde está el auditorio!… ¿Piensas que los Custodios pudieron atrapar a Rhee?
—¿Aquí? ¡De ninguna manera! —dijo Johnson—. Rhee ya casi no es un ser humano. Aquí abajo puede ver; en cambio la luz lo ciega. Pero si le ocurrió algo…
—¡No se preocupen por mi! —siseó una voz detrás de él.
Johnson giró justo a tiempo para ver la pálida figura de Lyman Rhee que surgía de atrás de una columna.
«¡Este hombre se mueve como un fantasma!», pensó.
—Preferiría que no hicieras eso —dijo Johnson—. Lo más probable es que te maten si sigues sorprendiendo a la gente así.
Rhee rió estruendosamente.
—Es una costumbre difícil de abandonar —dijo—. Vamos a trabajar.
Los condujo por un tramo derruido de la escalinata hasta un salón de techo bajo que había sido la entrada a la estación. El techo, nunca muy alto, era más bajo aún ahora, pues el cielo raso de hormigón había sido reemplazado por una gruesa capa de acero plástico, brillante, que no armonizaba con las ruinas. Sobre esa base sólida estaba edificado el Museo de Cultura.
El albino cruzó una hilera de herrumbrados torniquetes, pasó por el costado de una casilla que parecía un puesto de guardia, y los llevó por un tramo corto de escalones hasta el techo. Los escalones se cortaban abruptamente, cercenados por la capa de acero plástico.
Rhee puso el oído contra el techo y escuchó en silencio durante unos segundos.
—Aquí estamos —dijo finalmente—. Justo debajo del auditorio; para más datos, debajo de la tribuna. ¡Escuchen! El salón se está llenando. Puedo oír las vibraciones de muchos pasos, excepto en el área que da directamente encima de nuestras cabezas, lo cual significa que aquí está la tribuna. ¡Estamos de suerte y llegamos a tiempo!
Una vez más Johnson se admiró de la agudeza del oído de Rhee, y de su conocimiento exhaustivo del mundo subterráneo. La Hegemonía se había hecho de un enemigo formidable al perseguir a Rhee hasta ese laberinto.
—Bien —dijo Johnson—. A trabajar, entonces.
Feinberg abrió uno de sus bidones, mojó un pincel en la sustancia gris y viscosa que contenía y comenzó a extenderla por el techo.
—Esto es nitroplástico —dijo, mientras lo hacía—. Se seca en forma casi instantánea y es muy poderoso.
Después de unos minutos de trabajo, todo el área del pozo de la escalera, de unos seis metros cuadrados, estaba cubierta de nitroplástico. Feinberg pasó el dedo por la capa gris.
—Ya está seco —dijo—. ¿Me puedes alcanzar la espoleta de tiempo, Boris?
Johnson le alcanzó una pequeña caja de metal. De un lado tenía un cuadrante con una perilla giratoria, y dos puntas de metal del otro.
Feinberg clavó las puntas en el nitroplástico, donde se adhirieron.
—Esto se hace detonar eléctricamente —dijo—. Puedo graduar la espoleta para que demore hasta una hora. ¿Cuándo quieres que explote?
Johnson pensó un instante. Torrence iba a comenzar a hablar dentro de pocos minutos. Podía seguir hablando durante una hora o más. La espoleta debía darles tiempo suficiente a los tres para alejarse del lugar…
—Dentro de medía hora —repuso.
—Bien —dijo Feinberg, y graduó la perilla sobre el cuadrante—. Ahora, a aplicar el reflector. Alcánzame otro bidón y el pincel, por favor.
Feinberg empezó a cubrir el nitroplástico con una sustancia blanca y gomosa.
—Este es un producto interesante —dijo, mientras cubría prolijamente cada centímetro de explosivo con la pasta—. Es un reflector explosivo. No sé muy bien cómo funciona, pero lo que hace es reflejar toda la energía descendente de la explosión y forzarla hacía arriba. Uno podría quedarse aquí abajo cuando detone sin ser lastimado, a no ser por esquirlas de acero plástico o cosas por el estilo. Pero allí arriba… ¡Van a tener que despegar los restos de Torrence del cielo raso del auditorio!
Feinberg terminó su trabajo y lo inspeccionó con su linterna. Tanto el nitroplástico como la espoleta estaban perfectamente cubiertos por la pasta blanca.
—Bien —dijo—. Todo listo. Tenemos veinticinco minutos para salir de aquí. Después… ¡hasta siempre, Jack Torrence!
Johnson sonrió satisfecho mientras bajaban las escaleras. Ni siquiera la Hermandad podría salvar a Torrence, ahora. No había forma de detener la explosión, aún sabiendo que la carga estaba allí. ¡Y nadie, fuera de la Liga, lo sabía!
Jack Torrence entró en el auditorio del Museo de Cultura por la puerta trasera, detrás de una pantalla de Custodios. Contó a los presentes mientras caminaba por el pasillo principal hacía la tribuna sobre el escenario, y notó con alguna satisfacción que, aunque la sala sólo estaba a medio llenar, a los Protegidos presentes los habían reunido en la parte delantera del auditorio, de acuerdo con sus instrucciones. De este modo, las cámaras de televisión del fondo podrían enfocarlo por encima de las cabezas del público para dar la impresión de una multitud.
Por supuesto, lo que realmente importaba era lo que mostraba la televisión, pensó Torrence.
Los Protegidos eran como ovejas tontas: si uno les mostraba que era popular la suficiente cantidad de veces, comenzarían a creer que era cierto. Y si pensaban que uno era popular, lo acompañarían, y entonces sí que sería popular de veras.