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Authors: Beryl Markham

Al Oeste Con La Noche (10 page)

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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Así pues, las dos haciendas de Njoro, la de Delamare y la de mi padre -a pesar de no divisarse sus cabañas de una a otra se levantaban hombro con hombro, bajo la cima sombría de la escarpadura y a la espera de que África creciese.

Wainina, el jefe de los mozos de cuadra, tocaba cada mañana la campana del establo, cuya voz ronca despertaba a la granja. Los holandeses uncían los bueyes, los mozos de cuadra preparaban sus sillas, los motores de los molinos elevaban el vapor. Lecheros, pastores, avicultores, porqueros, jardineros y criados se frotaban los ojos, olfateaban el aire y trotaban hacia sus puestos de trabajo.

En los días normales, Buller y yo participábamos en todo, pero en los días de caza nos escapábamos antes de que la campana hubiera desgranado una nota y antes de que los gallos desplegaran sus alas en los cercados. Tenía lecciones que aprender y, por lo tanto, lecciones que eludir.

Recuerdo una aquel día.

Empecé a zarandear a Buller, que dormía, como siempre, a los pies de mi cama en la cabaña de barro y adobe que ambos compartíamos con un millón de pequeños insectos que bullían y zumbaban.

Me moví, me estiré, abrí los ojos a la lejana meseta de la escarpadura de Liakipia, que se perfilaba en el marco de mi ventana sin cristales, y apoyé los pies sobre el suelo de tierra.

Sentí en mi cara el agua fría del cubo del establo, porque las noches en las altiplanicies del África Oriental son frías. La correa de cuero verde que llevaba alrededor de la cintura estaba tiesa y la cuchilla de mi amigo de los bosquimanos resultaba hostil. Incluso el mango de mi lanza masai, que seguramente tenía vida propia, estaba rígido e inflexible y su punta de acero, hundida en una vaina hecha con una pluma negra de avestruz, sobresalía como una piedra oscura. La mañana aún formaba parte de la noche y era de color gris.

Di unas palmaditas a Buller, quien movió su cola protuberante indicando que había comprendido la necesidad de guardar silencio. Buller era mi cómplice en todo. Era un maestro del sigilo y de otras cosas, como no lo había sido ningún otro perro que hubiera conocido o poseído.

Su fidelidad para conmigo era constante, pero nunca podría imaginarle como un sentimental, un perro digno de una historia preciosa de esas donde las fibras del corazón se salen de sus casillas; era demasiado brusco, demasiado fuerte y demasiado agresivo.

Era toda una mezcla de bull terrier y pastor inglés y resultaba que no se parecía en nada a ninguno de los dos. Tenía la mandíbula saliente y los músculos duros y fibrosos, como los de los fantásticos perros de carreras de los frisos de piedra de la antigua Persia.

Era cínico ante la vida y llevaba la historia de su carrera de peleas en su piel blanca y negra, en una criptología de cicatrices largas, cortas y semicirculares. Peleaba por cualquier cosa por la que fuera preciso pelear y cuando no había nada inmediato a su alcance dentro de esta categoría mataba gatos.

Mi padre se lamentaba que, cuando había que pegar a Buller por tal motivo -cosa muy frecuente-, éste sólo consideraba el castigo como parte de un riesgo inevitable que acompañaba la matanza de gatos; y, una vez administrado el correctivo, siempre era mi padre quien parecía escarmentado, nunca Buller.

Una noche, un leopardo -sin duda el vengador escogido de su especie se deslizó por la puerta abierta de mi cabaña y secuestró a Buller de los pies de mi cama. Buller pesaba algo más de sesenta y cinco libras, la mayoría de ellas concentradas en su equipo defensivo, coordinado a la perfección.

Algunas veces todavía suena en mis oídos el ruido y la furia del primer round de aquella batalla.

Pero el atacante llevaba ventaja. Antes de poder hacer mucho más que salir a gatas de la cama, perro y leopardo desaparecieron en la noche sin luna.

Mi padre y yo seguimos un rastro de sangre a través de la breña, a la luz de un quinqué, hasta que el rastro quedó reducido a nada. Pero salí de nuevo al amanecer y encontré a Buller. Apenas respiraba, tenía el cráneo y la mandíbula inferior desgarrados, como sesgados. Corrí a buscar ayuda y lo transportamos en una camilla fabricada con sacos. Buller se recuperó tras diez meses de aburridos cuidados y volvió a ser el mismo de siempre, con la salvedad de que su cabeza había perdido la poca simetría que tenía y el deporte de la matanza de gatos pasó a ser vocación.

Con respecto al leopardo, lo cogimos en una trampa a la noche siguiente pero, en cualquier caso, no había por qué preocuparse. Le faltaban las orejas, un trozo de garganta y sus hermosos ojos denotaban una gran desilusión. Para mí y con toda probabilidad también para él era la primera vez que veía cómo un leopardo había atrapado a un perro de cualquier tamaño y éste había vivido para contarlo.

Buller y yo salimos juntos al pequeño patio que separaba mi cabaña de los comedores. El alba no había llegado, pero el sol se estaba despertando y el cielo cambiaba de color.

Al observar desde la esquina de la cabaña de mi padre, situada junto a la mía, vi que uno o dos de los mozos de cuadra más concienzudos ya estaban abriendo las puertas de sus establos.

En el exterior del box de Gay Warrior incluso había un montón de estiércol, lo cual significaba que el mozo llevaba un rato allí, y también significaba que mi padre saldría en cualquier momento para enviar a la primera reata de caballos de carreras a su trabajo matinal. Si me viera con mi lanza, mi perro y el amigo de los bosquimanos atado a la cintura, es muy poco probable que llegara a la conclusión de que tenía la mente absorta en ardorosos pensamientos sobre Los Fundamentos de la Gramática Inglesa o los Ejercicios de Aritmética Práctica. Llegaría a la conclusión -correcta- de que Buller y yo nos dirigíamos hacia el singiri nandi más cercano a cazar con los murani.

Pero éramos expertos en el juego. Nos precipitamos con rapidez a través del bloque de casas de los criados, llegamos detrás de los boxes paritorios y, en el momento oportuno, alcanzamos a toda prisa el sendero retorcido que, salvo para nosotros y para los nandi, cuyos pies lo habían formado, se encontraba completamente oculto por la hierba alta y seca. A esas horas tan tempranas del día, la hierba estaba húmeda, espesa con el rocío de la mañana, y la humedad se pegaba a mis piernas desnudas y empapaba el pelo tieso de Buller.

Iba balanceándome con los andares de un salto-un paso -una especie de paso largo a saltos que empleaban los nandi y los masai murani- y me acercaba al singiri.

Éste se encontraba rodeado por una borra de espinas y rejas, alta como la cruz de una vaca. Las pequeñas cabañas de paja, situadas dentro de la valla y desplegadas en círculo a la buena de Dios, parecían haber brotado de la tierra, no estar construidas sobre ella. Las paredes de las cabañas estaban hechas de troncos cortados de los bosques, colocados en posición vertical y calafateados con barro. Sólo tenían una puerta, una puerta baja, por la que se debía entrar agachado, y carecían de ventanas. El humo atravesaba la paja y salía en volutas, por lo que desde lejos y en un día apacible el singiri pareciera una mancha en la pradera envuelta en los últimos vestigios de una hoguera consumida.

Delante de las puertas y alrededor de la borra la tierra era lisa y estaba pisoteada por los pies de los hombres, el ganado y las cabras.

Una jauría de perros, mestizos, serviles, algunos de ellos gruñones, se abalanzaron contra Buller y contra mí en el momento de pasar la borra. Buller los saludó como siempre, con una indiferencia arrogante. Los conocía demasiado bien. En jauría eran buenos cazadores; por separado, tan cobardes como la hiena. Los llamé por su nombre para que acallaran sus estúpidos ladridos.

Estábamos en la puerta de la cabaña del jefe murani, y el principio de una cacería de nandis, aun siendo tan pequeña como ésta, no se celebraba entre ruidos ni con excesiva ligereza.

Clavé el extremo de mi lanza en el suelo y permanecí junto a ella, esperando a que se abriera la puerta.

VII

ALABEMOS A DIOS POR LA SANGRE DEL TORO

Arab Maina agarró la calabaza de sangre y leche coagulada con ambas manos y miró hacia el sol. Cantó en voz baja:

Alabemos a Dios por la sangre del toro que da fuerza a nuestras espaldas y por la leche de la vaca que calienta los pechos de nuestras amantes.

Apuró la calabaza y dejó escapar un eructo del vientre, el cual resonó en el silencio de la mañana. Era un silencio que los presentes respetamos hasta que Arab Maina hubo terminado, porque así era su religión. Era el ritual precedente a la caza. Era la costumbre de los nandi.

-Alabemos a Dios por la sangre del toro -dijimos. Y nos quedamos esperando delante del singiri.

Jebbta había traído calabazas para Arab Maina, para Arab Kosky y para mí. Pero sólo me miraba a mí.

-El corazón de un murani es como una piedra -musitó- y sus miembros tienen la velocidad de un antílope. ¿Dónde encuentras la fuerza y la osadía para cazar con ellos, hermana?

Jebbta y yo teníamos la misma edad, pero ella era nandi y, si los hombres nandi eran como la piedra, sus mujeres eran como hojas de hierba. Tímidas y femeninas, ellas hacían aquellas cosas que se supone deben hacer las mujeres, y nunca cazaban.

Miré las pieles que llevaba Jebbta a la altura de los tobillos, las cuales crujían como tafetán cuando se movía, y ella miró mis pantalones cortos color caqui y mis piernas larguiruchas y desnudas.

-Tu cuerpo es como el mío -dijo-, igual y no más fuerte.

Se volvió, y evitó mirar a los hombres porque eso también formaba parte de la ley, y después salió rápidamente con una suave risita, como un pajarillo.

-La sangre del toro... -dijo Arab Maina.

-Estamos listos -Arab Kosky desenvainó su espada y comprobó la hoja. La vaina de cuero teñido de rojo colgaba de un cinturón adornado con abalorios que rodeaba sus caderas estrechas y flexibles. Comprobó el filo y la introdujo de nuevo en la vaina roja.

-¡Por el sagrado vientre de mi madre, hoy mataremos al jabalí!

Empezó a caminar detrás de Arab Maina con su gran escudo y su lanza en posición vertical, yo seguía a Arab Kosky con mi propia lanza, que estaba todavía nueva y muy limpia y brillaba más que las suyas. Buller venía detrás de mí, sin lanza y sin escudo, pero con el corazón de un cazador y unas mandíbulas que le bastaban como armas. Había otros perros, pero ninguno era como Buller.

Salimos del singiri con el primer rayo de sol -un sol caliente sobre los techos de las cabañas-con el ganado, las cabras y las ovejas moviéndose por los caminos que conducían a los pastos, ganado gordo, ganado mimado, cuidado como siempre por jóvenes sin circuncidar.

Había vacas, novillos y vaquillas, ojos castaños y puros, ollares húmedos y amistosos, bocas babeantes que cubrían nuestras piernas de líquido viscoso, cuyas cabezas estúpidas apartaba Arab Maina con su escudo.

Había un hedor acre a orina de cabra y un olor caliente y reconfortante que rezumaba a través de la piel del ganado, y luz en los músculos largos de Arab Maina y Arab Kosky.

Teníamos el día entero por delante y el mundo para cazar.

Una vez olvidado su pequeño ritual, Arab Maina apartaba su gravedad. Se reía cuando Arab Kosky o yo nos escurríamos con los excrementos del ganado que manchaban el camino, y agitaba su lanza hacia el gran toro negro ocupado en despedazar la tierra con sus pezuñas. ¡Cuida de tu pueblo y no te atrevas a insultarme este año con una vaca estéril!

Pero la mayor parte del camino íbamos en fila, silenciosos, mientras bordeábamos las lindes del denso bosque de Mau y girábamos hacia el norte para bajar al valle Rongai, cuyo fondo se encontraba a mil pies por debajo de nosotros.

Habían transcurrido ocho semanas desde el cese de las lluvias intensas y la hierba del valle ya había alcanzado una altura que llegaba hasta la rodilla de un hombre. Las espigas habían empezado a madurar por parcelas. Si se miraba desde arriba, todo era como una colcha amplia teñida de rojo, amarillo y dorado.

Enfilamos nuestro camino, ahora casi invisible, atravesamos matorrales de leleshwa que olían a fresco y evitábamos con giros rápidos y saltos prudentes las ortigas punzantes y los arbustos armados de espinas. Buller corría tras mis talones con los perros de los nativos detrás en abanico.

Al bajar por la ladera del valle, una bandada de perdices surgió de la hierba y revoloteó en el cielo con gran estrépito. Arab Maina levantó su lanza casi imperceptiblemente; de repente, los largos músculos de Arab Kosky se tensaron. Al observarle, me quedé paralizada en el sitio y contuve la respiración. Era la reacción natural de todos los cazadores, ese momento de escucha después de cualquier alarma.

Pero no había nada. La lanza de Arab Maina bajó despacio, los largos músculos de Arab Kosky resurgieron a la vida, Buller movió su cola rechoncha y partimos de nuevo, uno detrás de otro, con la luz del sol cálido tejiendo el dibujo de nuestras sombras en el bosquecillo.

El calor del valle aumentó hasta tocarnos. Cigarras cantarinas, mariposas como flores ante un viento que batía contra nuestros cuerpos o se cernía sobre la breña baja. Sólo se movían las pequeñas cosas que estaban seguras con la luz del día.

Habíamos recorrido otra milla antes de sentir el hocico frío de Buller sobre mi pierna. Se deslizó con rapidez, dejándome atrás, dejando atrás a los dos murani y se plantó, atento e inmóvil, en el centro del camino.

-Alto -susurré la palabra mientras ponía la mano en el hombro de Arab Kosky-. Buller ha olfateado algo.

-¡Creo que tienes razón, Lakweit! -agitando la mano, ordenó al grupo de perros nativos que se agachase, para lo que estaban bien amaestrados. Apoyaron sus vientres flacos contra el suelo, levantaron las orejas; parecía como si no respirasen.

Arab Maina, sintiendo la necesidad de actuar libremente, empezó a posar su escudo en el suelo. Los dedos de su mano izquierda seguían tocando el cuero desgastado del mango y todavía tenía las piernas dobladas por la rodilla cuando un ciervo macho dio un gran salto en el aire a más de cincuenta yardas de distancia.

Vi cómo el cuerpo de Arab Kosky se doblaba en forma de arco y observé cómo la lanza volaba hasta su hombro, pero era demasiado tarde. La lanza de Arab Maina destelló en un arco veloz de luz plateada y el ciervo cayó con la punta hundida hasta el fondo del corazón. No había terminado de dar su primer salto frenético, cuando el brazo de Arab Maina ya lo había derribado.

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