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Authors: Beryl Markham

Al Oeste Con La Noche (8 page)

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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-¡Dios no lo quiera! -dijo Woody.

LIBRO SEGUNDO

V

ERA UN LEÓN BUENO

Cuando era niña me pasaba los días con los nandi murani cazando descalza en el valle de Rongai o en los bosques de cedros de la escarpadura de Mau.

Al principio no me dejaban llevar lanza, pero ése era el único instrumento del que dependían los murani.

Con un tipo de arma como ésta no puedes cazar un animal si no conoces su estilo de vida.

Debes saber lo que le gusta, lo que le da miedo, los senderos que va a seguir. Has de estar seguro de su velocidad y de su grado de valor. Él sabrá mucho más de ti y, en ocasiones, hará mejor uso de ello.

Pero mis amigos murani tenían paciencia conmigo.

-¡Amin yut!
-decía uno-. ¿Qué otro animal más que un dik-dik
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correría así? ¡Tus
ojos
están hoy llenos de nubes, Lakweit!

Aquel día mis
ojos
estaban llenos de nubes, pero eran unos
ojos
muy jóvenes y pronto se despejarían. Había otros días y otros dik-dik. Había tantas cosas...

Había dik-dik, leopardos, kongoni, jabalíes, búfalos, leones y la liebre que salta. Había muchos miles de liebres que saltan.

Y había ñúes y antílopes. Estaba la serpiente que repta y la serpiente que escala. Había pájaros, y hombres jóvenes como látigos de cuero, como las líneas de la lluvia entre el sol, como lanzas entre un
singiri.

-¡Amin yut!
-decían los jóvenes-. Esto no es el rastro de un búfalo, Lakweit. ¡Aquí! Inclínate y mira. Inclínate y mira esta marca. Mira cómo está aplastada esta hoja. Huele la humedad di este excremento. ¡Inclínate y mira para que aprendas!

Y así, con el tiempo, aprendí. Pero algunas cosas las aprendí sola.

Había un lugar llamado Elkington's Farm, junto a Kabete Station. Estaba cerca de Nairobi, al borde de la reserva kikuyu, y mi padre y yo solíamos ir hasta allí desde la ciudad, a caballo o en calesa, y durante el largo trayecto mi padre me contaba cosas de África.

A veces me relataba historias sobre las luchas de las tribus, luchas entre los masai y los kikuyu (en las que los vencedores eran siempre los masai), o entre los masai y los nandi (en las que ninguno de los dos era nunca el vencedor), o sobre sus grandes jefes y su estilo de vida salvaje, que a mí me parecía mucho más divertido que el nuestro. Me hablaba de Lenana, el viejo
ol-oiboni
masai que profetizó la llegada del hombre blanco, y de los trucos, estratagemas y triunfos de Lenana, y de cómo su pueblo fue inconquistable e inconquistado hasta que, a modo de represalia, debido a que los guerreros masai se negaron a unirse a los Fusileros Africanos del Rey, los británicos marcharon sobre los pueblos nativos; cómo, por negligencia, fue asesinada una mujer masai y cómo los murani, en venganza, mataron a dos tenderos hindúes. Y por qué la delgada línea roja del Imperio enrojeció un poco más.

Me contaba antiguas leyendas, a veces sobre el monte Kenia, o sobre el cráter Menegai -llamado la Montaña de Dios-, o sobre el Kilimanjaro. Me explicaba estas cosas y yo, cabalgando a su lado, le hacía preguntas interminables, o nos sentábamos juntos en la calesa traqueteante y sólo pensaba en lo que me había dicho.

Un día, cuando nos dirigíamos hacia Elkington, mi padre me habló de los leones.

-Los leones son más inteligentes que algunos hombres -dijo- y más valientes que la mayoría.

Un león luchará por lo que tiene y por lo que necesita: desprecia a los cobardes y es precavido con los que están a su altura. Pero no tiene miedo. Puedes confiar en que un león siempre será exactamente lo que es y nunca otra cosa.

-Excepto -añadió con una expresión de preocupación más paternalista de lo normal- ¡ese maldito león de Elkington!

El león de Elkington era famoso en un radio de doce millas en todas direcciones desde la granja porque, si te encontrabas en cualquier lugar dentro de ese círculo, le oías rugir cuando estaba hambriento, cuando estaba triste, o simplemente cuando tenía ganas de rugir. Por la noche, si permanecías despierto en la cama y escuchabas un sonido intermitente que empezaba como el bramido de una
banshee
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atrapada en las entrañas del Kilimanjaro y terminaba como el sonido de esa misma
banshee
repentinamente liberada, y llegaba hasta los pies de tu cama, sabías (porque te lo habían dicho) que ésa era la canción de Paddy.

Dos o tres de los colonos del África Oriental de aquellos tiempos habían atrapado cachorros de león y los habían metido en jaulas. Pero Paddy, el león de Elkington, jamás había visto una jaula.

Era de gran tamaño, leonado, con la melena negra y musculoso, sin problemas, ni preocupaciones. Se alimentaba de carne fresca, no de su propia caza. Las horas en que permanecía despierto (que coincidían con las horas de sueño de todo el mundo) vagaba por los campos y pastos de Elkington como un afable emperador, si no dedicado a apostrofar, que paseara por los jardines de su reino.

Creció en soledad. No tenía compañía, pero aparentaba indiferencia y paseaba solo, sin jugar demasiado con la imaginación de lo inalcanzable. No había barreras físicas para su libertad, pero los leones de las llanuras, en su respetada fraternidad, no aceptan a un individuo que lleva el olor del hombre en la piel. Por lo tanto, Paddy comía, dormía, rugía y quizá, a veces, soñaba, pero nunca salía de los dominios de los Elkington. Existen leones mansos y Paddy era uno de ellos. Hacía oídos sordos a la llamada de la naturaleza.

-Siempre tengo cuidado con ese león -le dije a mi padre-, pero es realmente inofensivo. He visto cómo la señora Elkington lo acariciaba.

-Lo cual no demuestra nada -dijo mi padre-. Un león manso no es más que un león antinatural, y lo que es antinatural no es digno de confianza.

Yo sabía que siempre que mi padre hacía una observación tan profundamente filosófica como aquélla, y tan precisa, no había nada más que decir.

Espoleé a mi caballo y recorrimos a medio galope la distancia que quedaba hasta Elkington.

No era una granja grande como las que se instalaron en África antes de la Primera Guerra Mundial, pero tenía una casa muy agradable, con un gran mirador en el que mi padre, Jim Elkington, la señora Elkington y uno o dos colonos se sentaban y hablaban de cosas que en mi mente siempre eran de una solemnidad irrazonable.

Aparte de las bebidas había una mesita de té llena de alimentos, como sólo los ingleses saben prepararlas. Desde entonces, algunas veces he pensado en la mesita de té de los Elkington -redonda, espaciosa y blanca- de pie en sus patas robustas coro tía las enredaderas del jardín -desde cuyo borde se extendían mil millas de África.

Supongo que era más un signo de sensatez que de lujo. Era la prueba de la doble deuda que Inglaterra tiene todavía con la antigua China por los dos presentes que hicieron posible su expansión: el té y la pólvora.

Pero a mí no me sobornaban con pasteles y panecillos. Entonces tenía placeres propios, o constantes expectativas. Saludé como pude, muy escuetamente, con indiferencia, y abandoné la casa al trote rápido.

Cuando pasé correteando por el cobertizo cuadrado de heno a unas cien yardas más o menos de la casa Elkington, vi a Bishon Singh, a quien mi padre había enviado a vigilar nuestros caballos.

Creo que por aquel entonces el sikh no debía de llegar a la cuarentena, pero su rostro jamás fue indicativo de su edad. Algunos días parecía tener treinta años, y otros cincuenta, dependiendo del tiempo, de la hora del día, de su humor o de la inclinación de su turbante. Si alguna vez se hubiese desenganchado la barba del cabello para lavarse el uno y cortarse la otra, podría habernos asombrado a todos al presentar un aspecto similar al de los niños de los elefantes de Kipling, pero no lo hizo nunca y, por lo tanto, seguía siendo un hombre misterioso, al menos para mí, sin edad ni juventud, pero cargado de experiencia como el judío errante.

Levantó el brazo y me saludó en swahili, mientras yo cruzaba el patio de Elkington y salía al campo abierto.

El porqué de mis carreras o el objetivo que llevaba en mente es algo que se escapa a mi capacidad de respuesta, pero, cuando no llevaba un destino concreto, siempre corría lo más deprisa posible, con la esperanza de encontrar uno. Y siempre lo encontraba.

Cuando vi el león de Elkington nos separaba una distancia de veinte yardas. Yacía tumbado al sol de la mañana, inmenso, con la melena negra y brillante de vida. Movía la cola con lentitud, golpeando la hierba desigual, como si del extremo nudoso de una cuerda se tratara. Su cuerpo liso y brillante moldeaba el lugar en donde reposaba, un molde frío que permanecería cuando se hubiese marchado. No estaba dormido, sólo quieto. Era de color rojo herrumbroso, y suave, como un gato al que se pudiera acariciar.

Me detuve, levantó la cabeza con magnífica tranquilidad y me miró fijamente con sus ojos amarillos.

Me quedé quieta devolviéndole la mirada, arañando la tierra con los dedos de los pies desnudos, intentando que de mis labios saliera algún silbido silencioso. ¡Qué sabía de leones una niña pequeñita!

Paddy se levantó emitiendo un suspiro y empezó a contemplarme con una especie de premeditación callada, al igual que un hombre de escasas luces acaricia un pensamiento insólito.

No puedo decir que sus ojos fueran amenazadores, porque no lo eran, o que sus espantosas mandíbulas babearan, porque eran unas mandíbulas bonitas y estaban muy limpias. Olfateó el aire con algo similar -me dio esa impresión- a una expresión audible de satisfacción. Y no volvió a tumbarse.

Recordé las normas que se recuerdan. No correr. Andar muy despacio y empezar a cantar una canción desafiante.

"Kali como Simba sisi"
, canté.
Asikari yotí ni udari!
-Somos feroces como el león. ¡Todos los askari somos valientes!

Mientras cantaba, pasé en línea recta por delante de Paddy, viendo cómo brillaban sus ojos en la hierba espesa, observando cómo movía la cola al ritmo de mi cantinela.

Twendi, twendi - ku pigana - piga aduoi - piga sana!
Vamos, vamos a luchar.- ¡a vencer al enemigo! ¡Golpead fuerte, golpead fuerte! . .

¿Qué león se quedaría indiferente ante la marcha de los Fusileros Africanos del Rey?

Seguí con mi canción, mientras me acercaba al borde de la colina en cuyas laderas, si tenía suerte, habría matorrales de grosellas del Cabo.

El campo era gris verdoso y estaba seco, y el sol se extendí ampliamente sobre él, calentando la tierra bajo mis pies. No había sonido ni viento.

Ni siquiera Paddy hizo ruido al marchar veloz tras de mí

De lo que sucedió a continuación tres cosas son las que recuerdo con mayor claridad: un grito, que fue apenas un susurro un golpe que me derribó al suelo y, mientras enterraba la cabeza entre los brazos y sentía los dientes de Paddy junto a mi pierna un turbante con un balanceo fantástico -era el turbante de Bisha Singh- que aparece en el borde de la colina.

Permanecí consciente, pero cerré los
ojos
para intentar no estarlo. Era más el sonido que el dolor.

Creo que el ruido del rugido de Paddy en mis oídos sólo podrá reproducirse el día en que las puertas del infierno se liberen de sus temblorosas bisagras y aparezca, con todo su sonido y autenticidad, el panorama completo de las pesadillas poéticas de Dante; Era un rugido inmenso que envolvía al mundo y me diluía en él.

Cerré los
ojos
con fuerza y me quedé quieta bajo el peso de las garras de Paddy.

Luego Bishon Singh dijo que él no hizo nada. Dijo que había quedado junto al cobertizo de heno unos minutos después de que yo pasara corriendo y entonces, por alguna razón inexplicable, había empezado a seguirme. Aunque admitió que, un poco más tarde, había visto a Paddy en la misma dirección que yo haba tomado.

Por supuesto, el sikh pidió socorro al ver el león con intenciones de atacar y media docena de mozos de Elkington llegaron corriendo de la casa. Les acompañaba Jim Elkington, con un látigo de cuero verde.

Jim Elkington era impresionante, incluso sin látigo de cuero verde. Era uno de esos hombres gigantescos en los que, simplemente por sus dimensiones, parece quedar excluida cualquier posibilidad de movimiento normal, y mucho menos de velocidad. Pero Jim era rápido, no como para compararlo con el rayo, sino más bien con la velocidad de algo esférico, terso y relativamente irresistible, como las balas de cañón de las Guerras Napoleónicas. Jim era, sin duda, un hombre muy valiente, pero, en el caso de mi rescate del león, me dijeron que fue a su ímpetu más que a su valor a lo que debo estar por siempre agradecida.

Sucedió así, según lo explicara Bishon Singh:

Yo estoy apoyado contra las paredes del lugar donde se guarda el heno y pasáis primero el gran león y después tú, Beru, hacia el campo abierto, y pienso que un león y una jovencita forman una extraña compañía, por lo que sigo. Sigo hasta donde la colina que sube se convierte en la colina que baja, y allí donde es más baja, te veo corriendo con la cabeza vacía de pensamientos y el león detrás de ti, con la cabeza llena de pensamientos, y grito para que todo el mundo venga muy deprisa.

Todo el mundo viene muy deprisa, pero el gran león es más rápido que nadie y salta sobre tu espalda, y veo que gritas pero no oigo ningún grito. Sólo oigo al león, y empiezo a correr con todo el mundo, y esto incluye al
bwana
Elkington, que dice muchas palabras que no sé, y lleva un
kikobo
grande en la mano y tiene la intención de matar al gran león.

El
bwana
Elkington me deja atrás de la forma en que un hombre con las piernas más ligeras y menos pulgadas alrededor del estómago podría dejarme atrás, y agita el largo
kikobo
de manera que silba por encima de nuestras cabezas como un viento muy fuerte, pero cuando nos acercamos al león pienso que ese león no está de humor para aceptar un
kikobo.

Está frente a mí encima de tu espalda, Beru, y tú sangras por tres o cuatro sitios, y él ruge. No creo que el
bwana
Elkington pensara que ese león, en ese momento, admitiría que le pegasen, porque el león no miraba de la manera que miraba antes, cuando era preciso que le pegasen.

Miraba como si no deseara que le molestara un
kikobo,
ni el
bwana,
ni los mozos de cuadra, ni Bishon Singh, y lo decía con una voz muy fuerte.

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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