Read Al Oeste Con La Noche Online

Authors: Beryl Markham

Al Oeste Con La Noche (7 page)

BOOK: Al Oeste Con La Noche
6.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

A medida que volaba, mi presentimiento se convirtió en convicción. No había nada en el mundo -pensé- que pudiera parecerse tanto al reflejo del agua como las alas de la avioneta de Woody. Recordé lo brillante que estaban la última vez que las vi, pintadas hacía poco para que relumbraran como plata o acero inoxidable.

Sin embargo, sólo estaban hechas de madera frágil, tela y cola endurecida.

Woody se había divertido con el engaño. Todo metal, decía sacudiendo el pulgar hacia la Klemm; todo metal, excepto las alas y el fuselaje, y la hélice, y cositas así. Todo lo demás es metal, incluso el motor.

¡Incluso el motor! Una broma tanto para nosotros como para los redomados vientos del África Ecuatorial; un motor de juguete, bullicioso y con una voz frenética; un motor histérico, culpable al fin de lo que quizá, a pesar de las bromas de Woody y de las nuestras, todos habíamos tenido.

Ahora culpable casi con seguridad -pensé- porque al final allí estaba lo que buscaba, no un charco de agua imposible sino, inequívocamente en ese momento, la Klemm acurrucada en la tierra como un pájaro herido. Ninguna fogata junto a ella, ni siquiera un palo con un trapo ondeante.

Reduje velocidad e hice planear la Avian, descendiendo en círculos.

En ese momento podría haber tenido en los labios una oración piadosa por Woody, pero no la tuve.

Sólo podía preguntarme si estaría herido y los masai murani lo habrían llevado a un manyatta, o si habría estado vagando estúpidamente por el terreno inexplorado en busca de agua y comida. Creo que incluso le maldije un poquito porque, cuando planeaba a quinientos pies de la Klemm, pude ver que ésta no presentaba desperfectos.

En un momento así puede haber una extraña confusión de emociones. Con el alivio repentino que sentí al comprobar que al menos la avioneta no había sufrido daños se mezclaba al mismo tiempo una especie de desencanto furioso por no encontrar a Woody, tal vez hambriento y sediento pero, de cualquier manera, vivo junto al aparato.

La regla para los aterrizajes forzosos debería ser: No abandones la nave. Woody tendría que saberlo, y lo sabia, por supuesto, pero ¿dónde estaba?

Al dar otra vuelta vi que a pesar de haber unos cuantos agujeros y rocas esparcidas sería posible aterrizar. A unas treinta yardas de la Klemm había un claro natural, cubierto de hierba corta y rojiza. Desde el aire examiné su longitud, que debía de ser de unas ciento cincuenta yardas, un espacio no muy amplio para una avioneta sin frenos pero con el viento de cara suficiente para comprobar su capacidad de deslizamiento.

Desaceleré, e imprimí a la avioneta la velocidad lenta que se precisa para aterrizar en un espacio tan pequeño, dejando sólo las revoluciones necesarias para evitar que el aparato se calara.

Enderezándome y balanceando la cola de un lado a otro para, dentro de mi limitado campo de visión, abarcar el suelo que se extendía debajo y directamente frente a mí, volé despacio y llevé la Avian a tierra, en una carrera sorprendentemente suave. En mi mente tomé nota de la hora en que el despegue resultaría más difícil, en particular con Woody a bordo.

Pero Woody no estaba.

Bajé, saqué del casillero mi cantimplora abollada y polvorienta y me dirigí hacia la Klemm, inmóvil y todavía reluciente bajo la luz tardía. Permanecí ante sus alas, no vi señal alguna de accidente y no oí nada. Descansaba allí, frágil y femenina, contra el suelo gris y áspero, las alas sin marcar, la hélice inclinada con desenvoltura, la cabina vacía.

Existen muchas clases de silencios y cada uno de ellos significa algo distinto. Existe el silencio que acompaña a la mañana un bosque, diferente al silencio de una ciudad dormida. Existe silencio después de un aguacero, y no es el mismo. Existe el silencio de la soledad, el silencio del miedo, el silencio de la duda. Existe un cierto silencio que puede emanar de un objeto sin vida como una silla usada, o un piano con las teclas polvorientas, o cualquier cosa que haya respondido a la necesidad de un hombre, sea por placer o por trabajo. Esta clase de silencio puede hablar. Su voz puede ser melancólica, pero no siempre es así; porque es posible que la silla la haya dejado un niño entre risas o las últimas notas de un piano fueran estridentes y alegres. Cualquiera que sea el modo o la circunstancia, la esencia de su cualidad puede persistir en el silencio posterior. Es un eco sin sonido.

Con la cantimplora en la mano, oscilando como un péndulo extravagante en su correa larga de cuero, rodeé la avioneta de Woody. Pero a pesar de las sombras que inundaban la tierra, como si de agua de movimientos lentos se tratara, y de la hierba que susurraba bajo el aliento semigastado del viento, no había indicio de accidente o desastre.

El tipo de silencio de la pequeña y esbelta avioneta -pensé- estaba repleto de maldad: un silencio que lleva el espíritu de una travesura libertina, como la sonrisa tranquila de una mujer vanidosa que se enorgullece por un triunfo insignificante y depravado.

No hubiera esperado mucho más de la Klemm, frívola e inconstante como era, pero de repente supe que Woody no estaba muerto. No era esa clase de silencio.

Encontré un sendero con la hierba aplastada y piedrecitas que alguien había arrastrado fuera de sus huecos, y lo seguí mientras dejaba atrás varias piedras mayores en una maraña de espinos.

Llamé a gritos a Woody y la única respuesta fue la de mi propia voz, pero al volver la cabeza para gritar de nuevo vi dos rocas apoyadas una sobre otra y, en la hendidura que formaban, había dos piernas con unos pantalones de trabajo mugrientos y, tras las piernas, el resto de Woody, boca abajo, con la cabeza sobre el hueco del brazo.

Llegué hasta donde estaba, desenrosqué el tapón de la cantimplora, me incliné y le zarandeé.

-Soy Beryl -dije zarandeándole más fuerte. Una de las piernas se movió, después la otra. Puesto que si hay vida hay esperanza, le agarré del cinturón y tiré de él.

Woody empezó a salir por la hendidura de las rocas con un movimiento que era una reminiscencia improcedente del de los deliciosos cangrejos de río del Sur de Francia. Hablaba entre dientes y recordé que los hombres muertos de sed son propensos a hablar entre dientes y que lo que quieren es agua. Le vertí unas cuantas gotas en el cogote y, en compensación a mis esfuerzos, obtuve un gruñido asustado, seguido de alguna de esas exquisitas palabras usuales en el vocabulario de los marinos, los pilotos y los estibadores. Entonces, de repente, Woody se sentó bruscamente en el suelo, con la cara flaca tras una barba sucia, los labios agrietados, secos y cenicientos, los ojos rodeados de un cerco rojo y las mejillas hundidas. Era un hombre enfermo y sonreía abiertamente.

-Me sienta mal ser tratado como a un cadáver -dijo-. Es ofensivo. ¿Hay algo de comer?

En cierta ocasión conocí a un hombre que, al encontrarse cada vez con un amigo, decía:

Bueno, bueno, al fin y al cabo ¡qué pequeño es el mundo!. Ahora debe de ser muy desgraciado porque, la última vez que lo vi, los amigos se apartaban de su órbita como las abejas de una flor reventada y su mundo se iba haciendo grande y solitario. Pero su monótono tópico era cierto. La historia de Bishon Singh lo demuestra y Woody es testigo.

Bishon Singh llegó en una pequeña ola de polvo cuando no quedaba más que un resquicio de sol, Woody y yo habíamos despedido a la Klemm con un adiós poco sincero y nos preparábamos para despegar hacia Nairobi a buscar a un doctor y una nueva magneto, si es que podíamos conseguir una.

-Viene un hombre a caballo -dijo Woody.

Pero no era un hombre a caballo.

Había ayudado a Woody a entrar en la parte delantera de la cabina de la Avian y me quedé junto a la avioneta, lista para hacer girar la hélice, cuando la ola hizo su entrada en nuestro semiheroico escenario. De la cresta de la ola sobresalían seis orejas puntiagudas y en movimiento.

Eran las orejas de tres burros. Aparecieron cuatro rostros en cuatro aureolas de polvo de la pradera, tres de los cuales pertenecían a unos niños kikuyu. El cuarto rostro era el de Bishon Singh, moreno, barbado y sombrío.

-No lo creerás -le dije a Woody- pero ése es un indio al que conozco desde que era niña. Estuvo años trabajando en la granja de mi padre.

-Me creeré todo lo que me digas -dijo Woody- con tal de que me saques de aquí.

-¡Beru! ¡Beru! -dijo Bishon Singh-. ¿O estoy soñando?

Bishon Singh es un sikh y, como tal, lleva su cabello negro y largo atado a su barba negra y larga, formando una capucha, como la de un monje.

Su rostro es pequeño y sombrío y sus
ojos
negros y vivos miran atentamente desde la capucha.

Pueden ser amables o furiosos, como otros
ojos,
pero no creo que puedan ser alegres. Nunca los he visto alegres.

-¡Beru! -dijo de nuevo-. No puedo creerlo. Esto no es Njoro. No es la granja de Njoro, no es el valle de Rongai. Estamos a más de cien millas de allí... pero tú estás aquí, alta y crecida, y yo soy un viejo camino de mi
Duka,
con cosas para vender. Pero nos encontramos. Nos encontramos con todos estos años detrás nuestro. ¡No puedo creerlo! Walihie Mungu Yangu, no puedo creerlo. ¡Dios me ha hecho un regalo!

-¡Qué pequeño es el mundo! -gruñó Woody desde la avioneta.

-Na furie sana ku wanana na wewe
-le dije a Bishon Singh en swahili. Me alegro mucho de volver a verte.

Vestía como lo he recordado siempre -botas gruesas del ejército, polainas azules, pantalones caqui, un chaleco andrajoso de cuero, todo ello coronado por un gran turbante enrollado, según recordaba, de por lo menos mil yardas de la más fina tela de algodón. De niña, ese turbante siempre me había intrigado: ¡había tanto turbante y tan poco Bishon Singh!

Estábamos a unas cuantas yardas frente a los tres burros que meneaban la cabeza, cada uno de ellos con un niño kikuyu esperando en silencio y cada uno de ellos con una carga inmensa en el lomo -botes, sartenes, fardos de grabados baratos de Bombay, cable de cobre para hacer anillos y pulseras masai-. Incluso llevaban tabaco, y aceite para que los murani trenzaran su cabello.

Había objetos de cuero, objetos de papel, objetos de celuloide y goma, que sobresalían, colgaban y estallaban en los grandes paquetes oscilantes. Había comercio, a cuatro patas y vacilante, lento y paciente, sin prisas, pero seguro como el mañana, abriéndose paso hacia un mostrador en el interior de África.

Bishon Singh levantó un brazo, abarcando con su movimiento la Avian y la Klemm.

-¡N'dege!
-dijo-. ¡El pájaro del hombre blanco! ¿No te montarás en eso, Beru?

-Vuelo en uno de ellos, Bishon Singh.

Lo dije con tristeza porque el anciano había señalado con el brazo izquierdo y vi que su brazo derecho estaba marchito, paralizado e inútil. No lo tenía así la última vez que lo vi.

-Entonces -gritó- se ha llegado a esto. Andar no es suficiente. Montar a caballo no es suficiente. Ahora la gente tiene que ir de un sitio a otro por el aire, como un
diki toora.
Lo único que traerá eso serán problemas, Beru. Dios escupe sobre ese tipo de blasfemias.

-Dios ha escupido -suspiró Woody.

-Mi amigo ha encallado aquí -le dije a Bishon Singh-, su
n'dege,
el que brilla como una rupia nueva, se ha estropeado. Volvemos a Nairobi.

-¡Walihie! ¡Walihie!
Está a cien millas de distancia, Be"' y la noche se acerca. Descargaré mis burros y prepararé té caliente. Hay un largo camino hasta Nairobi, incluso para ti que vas con el viento.

-Estaremos allí en menos de una hora, Bishon Singh. Tardarías lo mismo en preparar una fogata y hacer el té.

Le tendí la mano y el viejo sikh la apretó y la retuvo con fuerza durante un instante, al igual que solía retenerla hace unos diez años, cuando, incluso sin su fantástico turbante, era más alto que yo. Sólo que entonces solía utilizar la derecha. Se miró la mano con una sonrisa en sus labios delgados.

-¿Qué pasó? -pregunté. -Simba, Beru, el león -se encogió de hombros-. Un día, camino de Ikoma... nos hizo como hermanos, a ti y a mí. A los dos nos ha desgarrado un león. ¿Recuerdas aquel día, en Kabete, cuando eras una niña?

-Nunca lo olvidaré.

-Ni yo -dijo Bishon Singh.

Di la vuelta, fui hacia la hélice de la Avian, agarré la pala mayor con la mano derecha e hice una señal con la cabeza a Woody, que estaba sentado en la cabina delantera, dispuesto a poner en marcha la avioneta.

Bishon Singh retrocedió. Los tres burros dejaron su escaso alimento, levantaron la cabeza e inclinaron las orejas. Los niños kikuyu permanecían de pie tras los burros y esperaban. En la luz mortecina la Klemm había perdido su brillo y era sólo la figura triste y desacreditada de una Jezabel aérea.

-Dios te guarde -dijo Bishon Singh.

-¡Adiós y buena suerte! -grité.

-¡Contacto! -gruñó Woody e hizo girar la hélice.

Por fin yacía tumbado en una cama, en una choza pequeña y limpia del Aeroclub de África Oriental, en espera de comida, bebida y sospecho que comprensión.

-La Klemm es una perra -dijo-. Ningún hombre en sus cabales debiera pilotar nunca una avioneta Klemm, con un motor Pobjoy, en África. La tratas con amabilidad, cuidas su motor, le pones barniz plateado en las alas y, ¿qué pasa?

-Se estropeó la magneto -dije.

-Es como una mujer nerviosa -dijo Woody- o inconsciente, ¡o hasta imbécil!

-Oh, mucho peor.

-¿Por qué volamos? -dijo Woody-. Podríamos dedicarnos a otras cosas. Podríamos trabajar en oficinas, o tener granjas, o entrar en la administración pública. Podríamos...

-Podríamos dejar de volar mañana. De cualquier manera, podríamos. Podrías dejar atrás la avioneta y no volver a poner los pies en la barra de un timón. Podrías olvidarte del tiempo y los vuelos nocturnos, y de los aterrizajes forzosos, y de los pasajeros que se marean, y de las piezas de repuesto que no encuentras, y de los aviones nuevos y maravillosos que no te puedes comprar.

Podrías olvidarte de todo eso y marcharte a cualquier sitio lejos de África y no volver a mirar un aeropuerto jamás. Podrías ser un hombre muy feliz. Entonces, ¿por qué no lo haces?

-No podría soportarlo -dijo Woody-. Sería todo tan aburrido.

-De cualquier forma puede ser aburrido.

-¿Incluso con leones que te hacen pedazos en Kabete?

-Oh, eso fue cuando era niña. Algún día escribiré un libro y podrás leerlo.

BOOK: Al Oeste Con La Noche
6.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Viscount and the Witch by Michael J. Sullivan
Horror Show by Greg Kihn
The Gift by Wanda E. Brunstetter
Monarch of the Sands by Sharon Kendrick
The Billionaire's Trophy by Lynne Graham
Someday You'll Laugh by Maxfield, Brenda
Heaven Scent by Sasha Wagstaff
Hidden Variables by Charles Sheffield
Casanova by Mark Arundel