Al sur de la frontera, al oeste del sol (20 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: Al sur de la frontera, al oeste del sol
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—¿Y tu mujer? ¿Qué tipo de música escucha ella?

—La que estoy escuchando yo. Ella no suele poner música. Ni siquiera estoy seguro de que sepa cómo se hace.

Alargó la mano hacia el estuche donde yo guardaba las cintas, tomó algunas y se quedó observándolas. Entre ellas estaban también las cintas con canciones infantiles que cantaba con mis hijas.
El perro policía
y
Tulipán.
Solíamos ponerlas cuando íbamos a la guardería. Shimamoto examinó con extrañeza una cinta con un dibujo de Snoopy.

Luego, volvió a clavar la mirada en mi perfil.

—Hajime —dijo—, cuando te miro mientras conduces, me dan ganas de alargar la mano y dar un volantazo. Si lo hiciera, moriríamos, ¿verdad?

—Seguro. Vamos a ciento treinta kilómetros por hora.

—¿No quieres morir aquí conmigo?

—No creo que fuera una muerte muy agradable —dije sonriendo—. Además, aún no hemos escuchado el disco. Y a eso vamos, ¿no?

—No te preocupes. No lo haré —dijo—. Sólo que a mí se me ocurren estas cosas. A veces.

Estábamos sólo a principios de octubre, pero las noches en Hakone eran muy frías. Al llegar al chalé, encendimos la luz y la estufa de gas de la sala de estar. Luego saqué una botella de brandy y dos copas del armario. Cuando la habitación se caldeó, nos sentamos en el sofá, uno al lado del otro, como antes, y puse el disco de Nat King Cole en el plato del tocadiscos. La estufa de gas ardía al rojo vivo y su resplandor se reflejaba en las copas. Shimamoto se sentó sobre las piernas en el sofá. Apoyó una mano en el respaldo, posó la otra sobre su rodilla. Como antes. En aquella época, quizá no quería que le vieran las piernas. Y no había perdido esa costumbre después de que la operaran y dejara de cojear. Nat King Cole cantaba
South of the Border.
Hacía mucho tiempo que no la escuchaba.

—De pequeño, cuando oía esta canción, siempre me preguntaba qué debía de haber al sur de la frontera —dije.

—Yo también —coincidió Shimamoto—. De mayor, cuando leí la letra de la canción, me llevé una desilusión. ¡Sólo era una canción sobre México! Yo que pensaba que al sur de la frontera debía de haber algo maravilloso.

—¿Como qué?

Shimamoto se echó el pelo para atrás con las manos y se lo recogió.

—Pues no lo sé. Algo muy hermoso, grande, suave.

—Algo muy hermoso, grande, suave —repetí—. ¿Se puede comer?

Shimamoto se rió. Pude entrever sus dientes blancos.

—Quizá no.

—¿Se puede tocar?

—Quizá sí.

—Me parece que hay demasiados quizás —dije.

—Aquél es un país con muchos quizás.

Alargué la mano y le toqué la suya, que seguía apoyada en el respaldo. Hacía mucho tiempo que no se la tocaba. Desde aquel vuelo, de Ishikawa a Tokio. Cuando le toqué los dedos, ella alzó un poco la cabeza y me miró. Luego volvió a bajar los ojos.

—El sur de la frontera, el oeste del sol —dijo.

—¿Qué es eso de «el oeste del sol»?

—Existe de verdad —dijo—. ¿No has oído hablar de la histeria siberiana?

—No.

—Lo leí en alguna parte hace tiempo. Creo que cuando iba al instituto. No logro recordar dónde, pero, en fin, era una enfermedad que sufrían los campesinos de Siberia. Imagínatelo: eres un campesino y vives solo en los páramos de Siberia. Trabajas la tierra un día tras otro. A tu alrededor, hasta donde alcanza la vista, no hay nada. El horizonte al norte; el horizonte al este; el horizonte al sur; el horizonte al oeste. Nada más. Todos los días, cuando el sol sube por el este, vas al campo a trabajar. Cuando alcanza el cénit, descansas y comes. Cuando se oculta tras el horizonte, al oeste, vuelves a casa y duermes.

—Una vida muy distinta a la de llevar un bar en Aoyama.

—Sí —dijo ella sonriendo. Y ladeó un poco la cabeza—. Muy distinta. Y eso, día tras día, año tras año.

—Pero, en Siberia, en invierno, no se pueden cultivar los campos.

—No, claro —dijo Shimamoto—. Durante el invierno te quedas en casa trabajando en cosas que puedas hacer en el interior. Y, al llegar la primavera, vuelves a salir al campo. Tú eres ese campesino. Imagínatelo.

—De acuerdo.

—Y entonces, un día, algo muere dentro de ti.

—¿Algo muere? ¿El qué?

Ella negó con la cabeza.

—No lo sé. Algo. A fuerza de mirar, día tras día, cómo el sol se eleva por el este, cruza el cielo y se hunde por el oeste, algo, dentro de ti, se quiebra y muere. Y tú arrojas el arado al suelo y, con la mente en blanco, emprendes el camino hacia el oeste. Hacia el oeste del sol. Y sigues andando como un poseso, día tras día, sin comer ni beber, hasta que te derrumbas y mueres. Esto es lo que se llama histeria siberiana.

Intenté representarme la imagen de un campesino siberiano caído de bruces en el suelo, agonizando.

—¿Qué hay al oeste del sol? —pregunté.

Ella volvió a negar con la cabeza.

—No lo sé. Tal vez no haya nada. O tal vez sí. En todo caso, es un lugar distinto al que está al sur de la frontera.

Cuando Nat King Cole cantó
Pretend,
Shimamoto y yo la seguimos a coro en voz baja, como antes.

Pretend you’re happy when you’re blue

It isn’t very hard to do.

—Oye, Shimamoto —dije—, cuando te fuiste, pensé mucho en ti. Durante seis meses. Pensé en ti a lo largo de medio año, de la mañana a la noche. No quería hacerlo, pero me era imposible. Y, al final, tomé una decisión. No quiero que vuelvas a marcharte. No puedo vivir sin ti. No quiero volver a perderte. No quiero volver a oír las palabras «por una temporada». Ni tampoco «quizá». Eso pensé. Dices que, por una temporada, no podemos vernos y entonces desapareces. Pero nadie puede saber si volverás. No tengo ninguna certeza. Tal vez no regreses jamás. Es posible que llegue al fin de mis días sin haberte reencontrado. Y eso me resulta insoportable. Todo cuanto me rodea pierde su sentido.

Shimamoto me miraba sin decir nada. En sus labios flotaba aún aquella pálida sonrisa. Una sonrisa serena que nada podía empañar. Una sonrisa que no me mostraba lo que se ocultaba tras ella. Frente a aquella sonrisa, por un instante estuve a punto de perderme, de olvidar mis propias emociones. Acabé por no entender ni dónde estaba ni hacia dónde miraba.

Sin embargo, poco después, logré hallar las palabras adecuadas:

—Te quiero. Lo sé con certeza. El amor que siento por ti no lo puede sustituir nada en este mundo —dije—. Es algo muy especial, no quiero volver a perderlo jamás. Has desaparecido algunas veces. Pero eso no puede volver a suceder. Nunca más. No debí dejar que pasara. Fue un error. No debí dejarte marchar. Lo he comprendido durante estos últimos meses. Te quiero de verdad y no puedo soportar una vida sin ti. No quiero que vuelvas a marcharte jamás.

Cuando acabé de hablar, ella permaneció con los ojos cerrados unos instantes, sin decir palabra. La estufa ardía. Nat King Cole seguía cantando aquella vieja canción. Quise añadir algo. Pero no tenía nada más que decir.

—Oye, Hajime —dijo ella mucho después—, escúchame bien. Es muy importante. Escúchame. Como te he dicho antes, para mí no hay lugar para el compromiso. Ni término medio. Así que, o me tomas por entero o no me tomas. Una de dos. Ése es mi principio fundamental. Si a ti no te importa que la situación siga así, es posible que pueda continuar durante un tiempo. Ni yo misma sé hasta cuándo, pero haré cuanto esté en mis manos. Cuando pueda, iré a verte. A mi manera, me esforzaré para hacerlo posible. Pero cuando no me sea posible ir, no lo haré. No puedo ir siempre que quiero. Esto que quede bien claro. Si tú no lo aceptas y dices que no vuelva a marcharme, entonces tendrás que aceptarme por entero. De pies a cabeza. Con todo cuanto arrastro, con todo cuanto llevo encima. Y, entonces, tal vez pueda tomarte yo a ti. Por entero. ¿Me entiendes? ¿Comprendes lo que eso significa?

—Perfectamente —dije.

—¿Y a pesar de todo quieres estar conmigo?

—Esto ya lo había decidido, Shimamoto. Cuando desapareciste, pensé muchas veces en ello. Ya había tomado una decisión.

—Pero, Hajime, tú estás casado y tienes dos hijas. Y las quieres. Deben de importarte mucho, ¿no es así?

—Sí, las quiero. Las quiero mucho. Y son muy importantes para mí. En eso tienes razón. Pero no me basta. Tengo un hogar, un trabajo. No tengo queja sobre ninguno de los dos. Ambos han funcionado muy bien hasta ahora. Podía decirse que era feliz. Pero no me basta. Ahora lo sé. Lo comprendí cuando te encontré, hace un año. ¿Sabes, Shimamoto?, el principal problema era que me faltaba algo. Que en mí, en mi vida, había un vacío. Una parte perdida. Una parte siempre hambrienta, sedienta. Y esta parte no la podían colmar ni mi esposa ni mis hijas. Tú eres la única persona en este mundo capaz de hacerlo. Cuando estoy contigo, siento que esta parte está satisfecha. Y comprendí que se sentía colmada por primera vez en mi vida. Y me di cuenta de lo hambrienta y sedienta que había estado a lo largo de todos estos años. Ahora ya no puedo volver atrás.

Shimamoto me rodeó con ambos brazos y se reclinó sobre mí. Apoyó la cabeza en mi hombro. Pude sentir cómo su carne suave se apretaba cálidamente contra mi cuerpo.

—Yo también te quiero, Hajime. Eres la única persona a la que he amado en toda mi vida. Ni tú mismo puedes imaginar cuánto te quiero. Te amo desde los doce años. Cuando otros me abrazaban, pensaba en ti. Por eso no quería verte. Porque sabía que ya no podría dejarte. Pero no pude resistir la tentación. Yo sólo quería ver cómo eras después de tantos años y marcharme sin decir nada. Pero, en cuanto te vi, no pude contenerme y tuve que hablarte —dijo Shimamoto con la cabeza apoyada sobre mi hombro—. Desde los doce años, he deseado que me tomaras entre tus brazos. Pero tú no lo sabías, ¿verdad?

—No —dije.

—Desde los doce años deseaba que nos abrazáramos desnudos. Esto tampoco lo sabías, ¿verdad?

La estreché entre mis brazos y la besé. Cerró los ojos y se quedó inmóvil. Mi lengua se entrelazó con la suya, pude sentir cómo latía su corazón dentro del pecho. Era un latido cálido, apasionado. Cerré los ojos yo también, pensé en la sangre roja que allí fluía. Acaricié su pelo suave, aspiré su fragancia. Sus manos erraban por mi espalda como si buscaran algo. Acabó el disco, el plato dejó de girar y el brazo volvió a su sitio. El rumor de la lluvia nos envolvió de nuevo. Poco después, Shimamoto abrió los ojos y me miró.

—Hajime —susurró en voz baja—, ¿estás seguro? ¿De verdad vas a tomarme? ¿Piensas dejarlo todo por mí?

Asentí.

—Sí. Ya lo he decidido.

—Pero si no me hubieras encontrado, no sentirías ni insatisfacción ni dudas respecto a tu vida actual, seguirías viviendo tranquilo y en paz, ¿no es así?

—Quizá sí —reconocí—. Pero lo cierto es que te he encontrado. Y eso ya no puede cambiarse. Tal como tú dijiste una vez, en algunas cosas no se puede retroceder. Sólo se puede seguir avanzando. Shimamoto, vayámonos a algún lugar donde podamos estar juntos. Y empecemos de nuevo.

—Hajime —dijo—, ¿te desnudas y me enseñas tu cuerpo?

—¿Que me desnude?

—Sí. Primero quítate tú la ropa. Primero quiero verte desnudo. ¿Te importa?

—No. Si eso es lo que quieres.

Me desnudé ante la estufa. Me quité la parka, el polo, los tejanos, los zapatos, la camiseta, los calzoncillos. Luego, Shimamoto me hizo poner de rodillas. Mi pene erecto me avergonzaba. Ella me miró desde cierta distancia. Ni siquiera se había quitado la chaqueta.

—No sé, me siento un poco raro aquí desnudo, yo solo —dije riendo.

—Es hermoso, Hajime —dijo Shimamoto. Se me acercó, me envolvió el pene entre sus dedos con suavidad, me besó en los labios. Apoyó una mano sobre mi pecho. Estuvo largo tiempo lamiéndome los pezones, me acarició el vello púbico. Aplicó una oreja sobre mi ombligo y tomó mis testículos en la boca. Me besó por todo el cuerpo. Incluso en las plantas de los pies. Parecía sopesar cada segundo. Mimaba el tiempo, lo succionaba, lo lamía.

—¿Y tú no te desnudas? —pregunté.

—Después —dijo—. Quiero estar un rato más así, mirándote, lamiéndote, tocándote a mi gusto. Si me desnudara, empezarías a acariciarme enseguida, ¿verdad? Aunque te dijera que aún no era el momento, no podrías aguantarte, ¿verdad que no?

—Quizás.

—Y no quiero que sea así. No quiero apresurarme. Hemos tardado mucho tiempo en llegar hasta aquí. Primero quiero ver todo tu cuerpo con mis ojos, tocarte con mis manos, lamerte con mi lengua. Quiero experimentar una cosa tras otra, despacio. Mientras no acabe una, no seguiré adelante. Oye, Hajime, aunque me comporte de manera extraña, no hagas caso, ¿de acuerdo? Si lo hago es porque tengo necesidad. No digas nada y déjame hacer.

—No me importa. Haz lo que quieras. Pero me siento un poco raro así, contigo ahí delante mirándome de pies a cabeza.

—Pero tú eres mío, ¿no?

—Sí.

—Pues no tienes por qué sentir vergüenza.

—Tienes razón —dije—. Es que no estoy acostumbrado.

—Aguanta un poco más —dijo Shimamoto—. ¡Llevo tanto tiempo soñando con esto!

—¿Soñabas estar mirándome así? ¿Mirándome y tocándome tú vestida y yo desnudo?

—Sí —dijo—. Llevaba mucho tiempo imaginando cómo sería tu cuerpo. Qué forma tendría tu pene. Lo duro y grande que se pondría.

—¿Por qué pensabas en eso?

—¿Por qué? —dijo ella—. ¿Por qué me lo preguntas? Ya te he dicho que te amo. ¿Qué hay de malo en imaginar el cuerpo desnudo del hombre al que amas? ¿Tú no has imaginado nunca mi cuerpo desnudo?

—Sí.

—¿Y no te has masturbado nunca imaginándome desnuda?

—Creo que sí. Cuando estaba en el instituto —dije, pero me corregí—: No, no sólo entonces. He vuelto a hacerlo hace poco.

—Pues yo también lo he hecho. Imaginándote desnudo. Las mujeres también hacemos estas cosas, ¿sabes?

Atraje de nuevo su cuerpo hacia mí, la besé. Su lengua se deslizó dentro de mi boca.

—Te amo, Shimamoto —dije.

—Te amo, Hajime. Jamás he amado a otro que no fueras tú. ¿Puedo mirar tu cuerpo un rato más?

—De acuerdo.

Tomó el pene y los testículos en la palma de su mano.

—¡Qué maravilla! Me gustaría comérmelos.

—¿Y yo qué haría entonces?

—Quiero comérmelos —dijo sopesándolos durante largo rato en la palma de la mano, como si estuviera calculando su peso exacto. Luego, lamió mi pene despacio, con un cuidado exquisito, y me miró—. Primero me gustaría hacerlo a mi manera. ¿Me dejas?

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