Al sur de la frontera, al oeste del sol (19 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: Al sur de la frontera, al oeste del sol
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Cogí uno de aquellos trenes atestados y volví a Aoyama. Mientras estaba en el cine, el tiempo había empeorado y el cielo se había cubierto de negros nubarrones cargados de lluvia. Parecía que iba a empezar a llover de un momento a otro. No llevaba paraguas e iba vestido tal como, por la mañana, había ido al gimnasio: con una parka, unos tejanos y unas zapatillas de deporte. La verdad es que estuve a punto de irme a casa, como de costumbre, a ponerme el traje, pero no me apeteció. «¡Qué más da!», pensé. Por una vez que fuera al bar sin corbata, no pasaría nada.

A las siete, empezó a llover. Era una lluvia suave pero pertinaz de otoño que parecía que fuera a durar eternamente. Primero fui al bar, como de costumbre, a ver cómo iba la clientela. Gracias a haber planeado cada detalle de antemano y a haber estado presente durante las obras, las reformas se habían llevado a cabo tal y como las había previsto. El bar era ahora mucho más práctico, un lugar donde podías relajarte con facilidad. La iluminación era más suave, la música casaba mucho más con el ambiente. En el nuevo bar había hecho instalar, al fondo, una cocina independiente y había contratado a un cocinero profesional. En el menú figuraban platos sencillos pero refinados. Mi idea era servir un tipo de cocina que huyera de lo superfluo, pero que un principiante jamás pudiera hacer. Además, como no se trataba más que de un simple acompañamiento de la bebida, tenía que ser fácil de comer. Cada mes cambiaba el menú de arriba abajo. No fue sencillo encontrar a un cocinero que respondiera a todas mis exigencias. Finalmente, logré dar con uno, aunque tuve que pagarle un sueldo muy alto, mucho más de lo que había previsto. Pero se lo ganaba, y yo me sentía satisfecho del resultado. También los clientes parecían estarlo.

Pasadas las nueve, abrí un paraguas del bar y me dirigí al Robin’s Nest. Y, a las nueve y media, apareció Shimamoto. Cosa extraña, venía siempre las noches de lluvia apacible.

14

Shimamoto llevaba un vestido blanco y una chaqueta de color azul marino echada por encima de los hombros. En la solapa de la chaqueta lucía un broche de plata en forma de pez. El vestido era de diseño muy sencillo, sin ningún adorno, pero, llevado por ella, parecía extremadamente elegante, sofisticado. Estaba un poco más bronceada que la última vez que la había visto.

—Pensaba que no volverías —dije.

—Cada vez que me ves dices lo mismo —me respondió ella riendo. Se sentó, como de costumbre, en un taburete a mi lado y posó ambas manos sobre la barra—. Te dejé un mensaje en el que te explicaba que, por una temporada, no podría venir.

—Por una temporada —repetí— son palabras cuya duración no puede medir la persona que espera.

—Pero quizás haya situaciones en las que sean necesarias, ¿no crees? Casos en los que no se puedan utilizar otras —dijo.

—Y «quizás» es una palabra cuyo peso no se puede calcular.

—Sí, es verdad —admitió esbozando la leve sonrisa de siempre. Una sonrisa parecida a una suave brisa que soplara desde algún lugar lejano—. Tienes razón. Lo siento. No es que intente justificarme, pero no tenía más remedio que usarlas.

—No me debes ninguna disculpa. Ya te lo dije hace algún tiempo. Esto es un bar y tú eres una clienta. Vienes cuando quieres y en paz. Estoy acostumbrado. Sólo estaba pensando en voz alta. No me hagas caso.

Llamó al barman y pidió un cóctel. Me observó unos instantes con mirada crítica.

—Hoy, para variar, tienes un aspecto muy informal.

—Sí, voy tal cual he ido esta mañana a la piscina. No he tenido tiempo de cambiarme —dije—. Pero no está mal vestir así de vez en cuando. Me da la sensación de volver a ser yo.

—Pareces más joven. No aparentas tener treinta y siete años. En absoluto.

—Ni tú.

—Tampoco parece que tenga doce.

—No —dije—. Tampoco parece que tengas doce.

Cuando le sirvieron el cóctel, tomó un sorbo. Luego cerró los ojos. Como si aguzara el oído para poder precisar la procedencia de un rumor casi imperceptible. Al cerrarlos, pude ver aquella pequeña línea sobre sus párpados.

—¿Sabes, Hajime?, he estado pensando mucho en los cócteles de este bar. Me apetecía tomarme uno. Los cócteles de los otros lugares son distintos.

—¿Has ido lejos?

—¿Por qué lo dices? —preguntó Shimamoto.

—Porque me da esa impresión —respondí—. Exhalas ese aroma. Aroma a haber estado largo tiempo en un lugar muy lejano.

Ella levantó la vista y me miró. Asintió.

—¿Sabes, Hajime?, durante mucho tiempo, yo… —empezó a decir, pero enmudeció como si, de repente, recordara algo. Me quedé mirando cómo buscaba las palabras en su interior. Pero, al parecer, no las halló. Apretó los labios y volvió a sonreír—. Lo siento. Hubiese tenido que ponerme en contacto contigo. Pero prefería dejar las cosas tal como estaban. Mantenerlas en un todo o nada. Venir o no venir. Cuando vengo, vengo. Cuando no vengo…, estoy en otra parte.

—¿Y no hay un término medio?

—No, no hay un término medio —dijo—. En esto no puede haber lugar para el compromiso.

—Y donde no hay lugar para el compromiso no puede haber un término medio.

—Exacto —dijo—. Donde no hay lugar para el compromiso no hay un término medio.

—De la misma manera que, donde no hay perro, no hay perrera.

—Exacto. De la misma manera que, donde no hay perro, no hay perrera —dijo Shimamoto y me miró con extrañeza—. Tienes un sentido del humor muy curioso, ¿no?

Tal como solía hacer, el
piano trio
empezó a tocar
Star-Crossed Lovers
. Durante unos instantes, Shimamoto y yo enmudecimos y escuchamos la música.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Adelante.

—¿Esta melodía tiene alguna relación contigo? —me preguntó—. Tengo la impresión de que, siempre que estás aquí, la tocan. ¿Es una costumbre o algo así?

—No, no exactamente. Lo hacen por simple amabilidad. Ellos saben que me gusta. Así que, cuando vengo, siempre la tocan.

—Es una melodía preciosa.

Asentí.

—Es muy bonita, sí. Pero no es sólo eso. También es una melodía muy compleja. Al oírla muchas veces, te das cuenta. No la puede tocar cualquiera. Ellington y Strayhorn la compusieron hace mucho tiempo. En 1957.


Star-Crossed Lovers
—dijo Shimamoto—. ¿Sabes lo que quiere decir?

—Habla de unos amantes que nacieron bajo el signo de la fatalidad. Amantes desdichados. Eso es lo que significa en inglés. Se refiere a
Romeo y Julieta
. Ellington y Strayhorn compusieron la suite que incluye esta melodía para el Shakespeare Festival de Ontario. En la interpretación original, el saxo alto de Johnny Hodges hacía de Julieta y el saxo tenor de Paul Gonsalves, de Romeo.

—Amantes que nacieron bajo el signo de la fatalidad —repitió Shimamoto—. Parece compuesto expresamente para nosotros dos, ¿no?

—¿Crees que somos amantes?

—¿A ti no te lo parece?

Miré a Shimamoto. La sonrisa se había borrado de su rostro. Sólo en el fondo de sus pupilas brillaba una tenue luz.

—Shimamoto, yo no sé nada de ti —dije—. Cada vez que te miro a los ojos, lo pienso. No sé absolutamente nada de ti. Sólo conozco a la niña de doce años. A aquella Shimamoto que vivía cerca de casa y que iba a la misma escuela que yo. Y de eso ya hace más de veinticinco años. Era una época en la que estaba de moda el
twist
y en la que había tranvías. Una época en que no existían cintas de casete ni tampones ni trenes de alta velocidad ni comida baja en calorías. Hace siglos de eso. Y apenas sé más cosas de ti que entonces.

—¿Es eso lo que dicen mis ojos? ¿Que no me conoces?

—Tus ojos no dicen nada. Es en mis ojos donde está escrito. Que no sé nada de ti. En los tuyos sólo hay el reflejo.

—Hajime, me sabe muy mal no poder decirte nada. De verdad. Pero no tengo otro remedio. Así que no me pidas nada más.

—Tal como te he dicho antes, me limito a pensar en voz alta. No te preocupes.

Ella se acercó la mano a la solapa de la chaqueta, estuvo acariciando largo tiempo el broche en forma de pez. Escuchó en silencio la ejecución musical del
piano trio.
Cuando la interpretación acabó, aplaudió, tomó un sorbo de cóctel. Exhaló un largo suspiro y, después, me miró.

—Realmente, seis meses son mucho tiempo —dijo—. Pero, por una temporada, quizá pueda quedarme.

—¡Las palabras mágicas!

—¿Las palabras mágicas? —repitió Shimamoto.

—Sí: «quizá» y «por una temporada».

Shimamoto me miró sonriente. Luego sacó un cigarrillo de su pequeño bolso y le prendió fuego con el encendedor.

—Cuando te miro, tengo la sensación de estar viendo una estrella lejana —dije—. Es muy brillante. Pero la luz que veo fue emitida hace decenas de años. Y ahora la estrella tal vez ya no exista. No obstante, a veces esa luz me parece más real que cualquier otra cosa en el mundo.

Shimamoto permanecía en silencio.

—Tú estás aquí —proseguí—, o eso parece. Pero quizá no lo estés. Quizá lo que veo no sea más que una especie de reflejo, y la auténtica Shimamoto se encuentre en otro lugar. Quizás hayas desaparecido hace mucho, mucho tiempo. Cada vez estoy menos seguro. Y cuando alargo la mano e intento comprobarlo, te escondes detrás de palabras como «quizá» y «por una temporada». Óyeme, ¿durará mucho esto?

—Posiblemente, algún tiempo.

—Tienes un curioso sentido del humor —le dije. Y sonreí.

Shimamoto también sonrió. Fue una sonrisa parecida al primer rayo de sol que, abriéndose camino en silencio a través de las nubes, brilla después de la lluvia. En la comisura del ojo se le dibujaron unas pequeñas y entrañables arrugas que me prometían algo maravilloso.

—Hajime, tengo un regalo para ti —dijo, y me entregó un regalo envuelto en un papel precioso atado con una cinta roja.

—Parece un disco —dije sopesándolo.

—Es un disco de Nat King Cole. Es el que escuchábamos los dos. ¿Te acuerdas? Te lo regalo.

—Gracias. Pero ¿y tú? ¿No lo quieres? Es un recuerdo de tu padre, ¿verdad?

—No pasa nada. Me quedan muchos más. Éste es para ti.

Contemplé el disco tal como estaba, envuelto y con la cinta roja. Por un instante, el bullicio del local y la música del
piano trio
se alejaron como barridos por la marea. Sólo quedamos ella y yo. El resto no era más que una ilusión. Sin coherencia ni necesidad. Un simple decorado en
papier-mâché.
Lo único real éramos Shimamoto y yo.

—Shimamoto, ¿por qué no vamos a escucharlo a alguna parte?

—Sería fantástico —respondió.

—Tengo un pequeño chalé en Hakone. Allí no hay nadie, y tengo un aparato estéreo. El tráfico es escaso por la noche, si vamos deprisa, llegaremos en una hora y media.

Ella miró el reloj. Luego me miró a mí.

—¿Quieres ir ahora?

—Sí —respondió.

Me miraba con los ojos entornados como si estuviera avistando algo en lontananza.

—Ya son más de las diez. Entre ir y volver se nos hará muy tarde. ¿No te importa?

—No. ¿Y a ti?

Volvió a mirar el reloj. Permaneció diez segundos con los ojos cerrados. Cuando volvió a abrirlos, una expresión nueva cubría su rostro. Parecía que, mientras había estado con los ojos cerrados, hubiera ido a algún lugar remoto y hubiera regresado tras dejar algo allí.

—De acuerdo. Vamos —dijo.

Llamé al empleado que desempeñaba las funciones de encargado y le dije que tenía que irme y que lo dejaba todo en sus manos. Que se ocupara de cerrar caja, ordenar las notas y llevar el dinero al depósito nocturno del banco. Fui hasta el garaje de casa y saqué el BMW. Llamé a Yukiko desde una cabina que había cerca y le dije que me iba a Hakone.

—¿Ahora? —preguntó sorprendida—. ¿Y qué tienes que hacer allí ahora?

—Quiero pensar —dije.

—Es decir, que hoy no volverás a casa.

—Quizá no.

—Oye, perdona por lo de antes. He estado pensando y creo que la culpa es mía. Tenías toda la razón. Ya he arreglado lo de las acciones. Así que ven a casa.

—Yukiko, no estoy enfadado contigo. En absoluto. No te preocupes por lo de antes. Quiero pensar. Sólo eso. Dame una noche para pensar.

Ella permaneció en silencio unos instantes.

—De acuerdo —dijo mi mujer. Parecía exhausta—. Muy bien. Ve a Hakone. Pero conduce con cuidado. Está lloviendo.

—Lo haré.

—Hay muchas cosas que no entiendo —añadió—. ¿Soy un estorbo para ti?

—¿Tú? En absoluto —dije—. Esto no tiene nada que ver contigo. Tú no tienes ninguna culpa. Si hay algún problema, está en mí. Así que no te preocupes. Sólo quiero reflexionar un poco.

Colgué y volví en coche al local. Posiblemente, Yukiko había estado dándole vueltas a lo que habíamos hablado durante el almuerzo. Había reflexionado sobre lo que habíamos dicho tanto yo como ella. Lo había adivinado por el tono de su voz. Parecía cansada, desconcertada. Al pensarlo, sentí angustia. La lluvia seguía cayendo con fuerza. Invité a Shimamoto a subir al coche.

—¿No tienes que llamar a nadie? —le pregunté.

Negó con un movimiento de cabeza. Tal como había hecho aquel día de vuelta del aeropuerto de Haneda, pegó su rostro al cristal y clavó la vista fuera de la ventana.

De camino a Hakone no nos cruzamos con ningún vehículo. Dejé la autopista Tômei en Atsugi y seguí recto por la autopista Odawara-Atsugi hasta Odawara. La aguja del velocímetro oscilaba entre los ciento treinta y los ciento cuarenta kilómetros por hora. La lluvia arreciaba a trechos, pero yo conocía muy bien el camino. Me sabía de memoria cada curva, cada cuesta. Desde que entramos en la autopista, apenas habíamos intercambiado palabra. Yo escuchaba a bajo volumen un cuarteto de Mozart, concentrado en la conducción del coche. Ella seguía con la mirada clavada al otro lado de la ventana, absorta en sus pensamientos. De vez en cuando, se volvía hacia mí y me miraba fijamente. Cada vez que lo hacía, se me secaba la boca y tenía que tragar saliva muchas veces para sosegarme.

—Oye, Hajime —dijo—, fuera del bar apenas escuchas
jazz,
¿verdad?

—No mucho. Casi siempre escucho música clásica.

—¿Por qué?

—No lo sé. Tal vez sea porque el
jazz
es parte de mi trabajo. Y al salir de mis locales, prefiero escuchar otro tipo de música. Música clásica, a veces
rock.
Pero
jazz,
casi nunca.

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